martes, 31 de octubre de 2017

Clásicos y modernos

Sobre La voluntad de los monstruos, dirigida por Ramiro Guggiari

de Manuel Ignacio Moyano

Ph. Micaela Lenzetti


Si se nos permitiera la arbitrariedad de las clasificaciones, arbitrariedad que encontrará siempre su justicia en la imposibilidad última de toda clasificación, pero si a pesar de esa redención futura se nos permitiera aquí por unos segundos clasificar arbitrariamente, podríamos sostener que el teatro actual se divide en dos: clásico y moderno —clasificación pura y exclusivamente conceptual, no cronológica. El punto de división es uno: la verosimilitud. Sea cual sea el género, sea cual sea la puesta, sea cual sea el sistema de actuación que se emplee en cada obra o pieza teatral, ella bien podrá tejerse desde lo verosímil o bien desde lo inverosímil. Evitemos a toda costa el moralismo que surge de las clasificaciones. No se trata de que el teatro clásico, en cuanto verosímil, sea peor o padeciera alguna maldad implícita que el moderno —fuera de todo registro y juego de lo verosímil— no padeciera. También deberíamos evitar la equiparación entre el verosímil y el realismo. Bien puede suceder que la obra o pieza en cuestión sea lo más fantástica posible, esté cargada de magias y de diamantes negros al servicio de una fantasía sin límites ni principios. A lo único que tiende lo verosímil es al convencimiento, a la persuasión. Aristóteles lo supo: sin persuasión no hay ficción posible. En cambio, lo inverosímil, como afirma Pilar Carrera en un bellísimo libro dedicado al cine de Andrei Tarkovski, “surge de la intuición de lo ajeno, de lo ‘otro’, de lo que no se deja manejar como proyección de una subjetividad, del texto absoluto que nos aprisiona como una tela de araña.” (Cursivas nuestras). En consecuencia, como no es la sombra proyectada de un sujeto —proyección voluntaria o involuntaria, poco importa—, lo inverosímil es una alteridad absoluta. Nada tiene que ver con un Yo, con una psiquis. Él emerge desde las cosas y en las cosas se queda. Por ello, es imposible que pueda convencer, persuadir. Solo puede exponer y exhibir.
La obra escrita y dirigida por Ramiro Guggiari, La voluntad de los monstruos, tiene una gran virtud que es también su derrota: tiene la espalda quebrada y es tan clásica como moderna. Es clásica en cuanto nos relata historias, complejas, atravesadas, trágicas y cómicas, construye diversos personajes que salpicándose unos a otros nos dejan en una furibunda reflexión sobre los temas más amados del teatro: el amor, la vida y la muerte —y obviamente, el teatro mismo. Pero, a la vez, es moderna ya que nos desarma y rearma la escenografía con clara intención de romper la artificialidad ficticia, nos pone una banda musical en vivo que sigilosamente nos llama una y otra vez la atención para escapar al círculo de la representación, los textos tienen sus momentos en que dejan de actuar para empezar a sonar, juega con las cosas para quedarse en ellas sin entroncarlas al árbol siempre ramificado de la subjetividad.
Sin embargo, Guggiari es un dramaturgo clásico, y como tal, nos tiene que convencer —como todo dramaturgo, él no quiere morir y solo escribiendo podrá vencer a la muerte, escribiendo algo que sepa persuadirnos. Y su elenco entiende ese juego, y como precisos actores y actrices que quieren ser amados, saben seducirnos. Y ahí se crea una magia que permite, justamente, el entrelazado de tres historias con fuertes espacios y temporalidades diversas. Y ellas se corporeizan en un gran despliegue de diferentes marcos de actuación en el elenco que permiten atravesar fluidamente los diversos géneros teatrales. Esta magia crea un hermoso anacronismo que, como bien se declara en el monólogo final (magia del dramaturgo y de la actriz que, valga la pena recordarlo, son hermanos y comparten un linaje psicodramático), parece avisarnos de la constitución arquetípica del deseo humano —lo que nos rompe toda volición y nos encomienda a la voluntad de los monstruos. Alcanzamos aquí el punto álgido de la obra: el deseo, aquello que para existir verdaderamente nunca podría exponerse en su totalidad porque solo el fuego podría hacerle justicia. De ahí que las más diversas instituciones (la Iglesia, ejemplarmente) lo hayan conjurado de diferentes formas.

La filosofía hizo de éste uno de sus temas centrales. Sin ir más lejos, el propio Hegel lo nombró el motor de su dialéctica entre amo y esclavo, el deseo de reconocimiento en tanto cuestión vital. En esta pieza, el deseo está diseñado a partir de su formato sexual, en un trabajo sin moral ni prejuicios. Es acertada esta hipótesis porque ningún deseo tiene moral. Y como es una pieza dramática, ella juega al ritmo de todo deseo —a su esconderse y mostrarse, para volverse a esconder. A los dramaturgos clásicos les encanta este juego, el juego de las escondidas. Por lo general, sus obras esconden referencias a otras obras, reflexiones personales puestas en boca de los personajes más infames, diálogos que anticipan un desenlace imprevisto y, sobre todo, enigmas indescifrables —también para ellos mismos— que singularizan la dulzura de sus personajes, incluso de los más bajos. En otras palabras, los dramaturgos clásicos escriben desde el deseo. Sin embargo, para ellos como para gran parte de la filosofía, donde hay deseo hay un sujeto. Y es aquí donde resurge lo verosímil en la obra, la pretensión de convencimiento arrojada al espectador. Pero también donde hay deseo, como para gran parte de otra filosofía, se quiebra cualquier sujeción. Y aquí la obra rompe sus pretensiones y deja de convencer para solo exponerse, exhibir sus vestidos y sus cuerpos como puro aparecer sin acción que lo sostenga, como pura piel erizándose sin moral en un contacto deseoso. Pero, tal vez aquí, cuando la obra realiza este segundo movimiento, tal vez aquí ya no pertenezcamos más al linaje de la dramaturgia y del teatro, sino al de la pura y simple escritura-escénica. Y estos dos movimientos nos quiebran la espalda y así salimos victoriosos y perdidos a la vez.

sábado, 14 de octubre de 2017

Las cosas o los hombres.

Sobre La intemperie de las cosas
(dirigida por Belén Couluccio, Andi García Strauss y Matías Miranda)

por Manuel Ignacio Moyano




Hay tiempos que son humanos y tiempos que no lo son. Éstos, los tiempos de lo no-humano, no pueden ser captados sino por una traducción al tiempo de los hombres. Esa es quizás la primera dimensión del humanismo: cree que las cosas son traducibles al tiempo de lo humano. Pero, ¿qué pasa si se retrasa esa traducción del tiempo de las cosas al tiempo humano? ¿No se abre un tercer tiempo, aquel en que se demora la misma traducción?
La primera escena nos provee una altísima apuesta: el tiempo de las cosas. Una escena vacía, donde solo hay cosas de una supuesta casa, un supuesto hogar, un supuesto refugio. A pesar de los errores técnicos de la función, la apuesta de esa primera escena es realmente contundente. ¿Escuchan las cosas? ¿Ven las cosas? ¿O somos nosotros los que lo hacemos? Por un instante, las cosas parecen percibir plenamente. Hay una percepción extraña que sobrevive antes de traducirse a un sistema categorial de explicitación humanista. Vemos algo así como un cuadro en el que aparece una alacena, una mesa, un par de sillas y algunas que otras cosas más. Presentadas así, como cosas crudas, se abre un tiempo viscoso absolutamente singular, como una pátina de aceite cayendo sobre un vidrio. Es bellísimo y riesgoso. No hay teatro y se agradece. Hay ficción, claro que sí, pero no teatral. Luego ingresa una pareja, los performers y directores del proyecto, pero inhumanos. En un hermoso juego de tracciones físicas, mecánicas, arman una intensa coreografía que no dice nada y dice todo. Y luego ingresan, con su tiempo, allí donde estaba el tiempo puro de las cosas. Se mezclan diversos tiempos, los de las cosas, sus pequeños ruidos y destellos, y los de las acciones de los hombres. Todavía todo en términos inhumanos, perfectamente inhumanos. Encienden una pava eléctrica y escuchamos el tiempo absoluto en que el agua hierve. Escuchamos el click de la máquina. Ponen una taza transparente en el centro de la meza y la llenan de agua hirviente. Ellos miran la taza, nosotros miramos la taza y el agua se vuelve vapor, el vapor sube, se aleja, se pierde, se esfuma, se invisibiliza. Es la intemperie de las cosas, la belleza de sus tiempos, de sus formas. Colocan un saquito de té en la taza y vemos el agua colorarse. Vemos la reacción química, inhumana, absolutamente inhumana.  Pero somos nosotros, los espectadores, y también los performes quienes observamos. Y ahí es donde se produce esa suerte de tercer tiempo, aquel donde entre el tiempo absoluto de las cosas y el nuestro todavía no se ha realizado una traducción completa. En ello, la obra es magistral.

Sin embargo, de alguna forma, el proyecto se traiciona a sí mismo. Las escenas subsiguientes explican filosóficamente todo aquello que ya escénicamente han logrado. Claro que no todas las escenas pues varios instantes más se rigen por las tracciones físicas de los cuerpos, las sonoridades de las cosas así como por lenguajes inentendibles y altamente cómicos. Ahora bien, si la Cosa es desde Platón en adelante el objeto de la filosofía, las cosas no hacen filosofía. Por ello, la filosofía es cosa de hombres, no de las cosas. Y en ello es reprochable la actitud de la obra de cerrarse filosóficamente, todavía cuando en esa filosofía no haya más que absurdos y citas encubiertas de libros de moda. Es reprochable puesto que el inmenso abismo que una simple taza transparente llena de agua humeante abre, la simplicidad de ese instante, es explicitada en una craneada discusión sobre el estatuto de la realidad. En esa discusión vuelve el Señor Teatro, Occidente, el Humanismo y la tropa de emociones y pensamientos que por siglos y siglos nos han dominado… Pero le agradecemos haberse animado a apostar a una escena sin teatro, una escena sostenida en las cosas y no en los hombres.  Y eso nos enseña que el acontecer escénico existe antes que la filosofía y antes que el hombre: en ello reside su gracia.