miércoles, 18 de julio de 2018

La performance como anti-encarnación de la justicia


Manuel Ignacio Moyano[1]



Frame registro Juan Renau.

La performance no encarna, no realiza la inscripción de una persona en un cuerpo, no combustiona las cláusulas de la representación, no erige el Cristo sacrificial que encarna el Verbo. En su proceder es solo el conjunto de procedimientos que realiza: reventar un globo, sostener un arco al revés con la flecha apuntando sobre sí, caminar en círculos, colgarse del techo, dibujar, borrar y volver a dibujar lo mismo.
La encarnación le pertenece al teatro, el arte occidental por excelencia.
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El acontecimiento performático sucede sin suceder, no apasiona en su consumación porque no se consuma. No se realiza. No se enciende. Luego, no enciende.
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Performer es un tiempo corporal sin carne, sin nada más que el estado del cuerpo en su no suceder, no acontecer, no realizarse.
El cuerpo performático no acontece, no coagula con la Idea, no se compenetra con las palabras, los ruidos, las imágenes. Los deja librados a su no emerger.
El cuerpo performático es un estado sin estado. La frigidez del procedimiento, sí, pero la calidez de estar ahí sin estar ahí, la calidez de insistir en el procedimiento hasta agotarlo, agotarlo, agotarlo, agotarlo, agotarlo, agotarlo, agotarlo, agotarlo, agotarlo, agotarlo, gotarlo, garlto, ralgto, rgtalgo. En el agotamiento emerge lo singular: un tiempo de más, una sobra, una desviación, un plus-de-cuerpo que no está contenido en la máquina que hace del verbo un hecho carnal ni en la que hace del cuerpo un hecho verbal. No hay verbo, luego no hay carne. Luego, no hay expresión.
La performance no expresa, asume el fracaso de la expresión. In-expresa.
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Las palabras performáticas son palabras desbordando su encarnación. Hacen de la inscripción una ex-cripción. Salir de la palabra con la palabra: una performance. Luego volver a la palabra como se vuelve a la tumba, como fantasma.
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La performance es una organización de la muerte. Si la vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte, en esa resistencia se organiza la vida y, a la vez, la muerte. Luego, no hay resistencia de vida sin resistencia de muerte. La performance organiza la violencia de la muerte y resiste a la separación vida/muerte.
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El tiempo muerto es la experiencia performática esencial. Un tiempo que no va a ningún lado, ni viene de ningún lado, no sirve para nada, no hace nada, no sucede. Un tiempo muerto, incontable. Un tiempo después del tiempo. La eternidad, o sea, la muerte.
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Sin rostro, sin cuerpo, sin verbo, sin acontecimiento. ¿Apatía? ¿Anestesia? La performance es el rostro, el cuerpo, el verbo, el acontecimiento-sin-acontecimiento del vacío. O también. Es el rostro sin figuración, el cuerpo sin órganos, el verbo sin lenguaje, el acontecimiento sin suceso, la caída del vacío sobre sí.
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¿Agujerear el mundo? Pero si ya todo está agujereado. Entonces dejarse caer en los agujeros y ver qué pasa.
Los procedimientos, esencia de la performance, son agujeros donde todo se deja caer para ver qué pasa. Para ver que no pasa nada y eso es todo lo que es performance. La performance no pretende nada.



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No hay revolución performática, no hay salvación performática, no hay emancipación performática. La performance es el arte que queda después de la revolución, la salvación, la emancipación. Es un arte de un tiempo a-tópico que en su falta de programa dis-torsiona el presente. Viene del porvenir, o sea, del horizonte de justicia que exige la revolución del presente. Luego, la performance es la exigencia de revolución, la exigencia de salvación, la exigencia de emancipación sin encarnarlas.
Otra vez: la performance es el arte que queda después de la revolución que no ha sucedido, de la salvación que no ha llegado, de la emancipación que no se ha logrado. Contra el cuerpo encarnado de Cristo, revoluciona sin encarnar la revolución, salva sin encarnar la salvación, emancipa sin encarnar la emancipación.
Otra vez: la performance es lo que queda por hacer cuando ya no hay qué hacer.
Otra vez: performance es el tiempo de la justicia destilándose en el mundo de la injusticia.
Otra vez: performance es el agotamiento de la justicia y sus portadores.
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¿Apatía? ¿Anestesia? La performance es el vacío sin pasión que repite monótonamente una palabra eterna: justicia. ¿Apatía? ¿Anestesia? Sostener una palabra, justicia, como se sostiene una vela en el fondo del mar. Sostener las palabras sin encarnarlas. Ponerlas ahí, ante la mirada de los otros para no decir más nada que la misma palabra en su sinsentido: justicia, justicia, justicia. ¿Apatía? ¿Anestesia? Sostener la nada de la justicia hasta que se vuelva insoportable el tiempo presente. Sostener lo insoportable. Anti-encarnar la justicia.





[1] Resonancias en torno a la performance de Verónica Meloni, “Prólogo”, realizada en la galería de arte Ruth Benzacar, a la que fui invitado como partícipe. Julio de 2018.

miércoles, 30 de mayo de 2018

la escena como discontinuación


Manuel Ignacio Moyano


"Die", de Tony Smith (1962)


La escena no existe, hay que abrirla como se abre una puerta que no existe. Imaginando con el cuerpo.
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No se entra a escena, entra la escena.
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La escena no se “hace”, no se crea de la nada. Es más, su chiste consiste en que todo puede estar igual de dispuesto y que no haya escena. Para que emerja hay que discontinuar un estado de cosas que la deje emerger, abrir el tiempo y el espacio en el cual pueda suceder otro tiempo y otro espacio. Es decir, otro cuerpo (sea humano o no).  
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¿Cómo es posible que la escena sobreviva sin transformarse en un estado de cosas? Asumiendo que ella no funda nada. Es simplemente una discontinuación no fundante, no instituyente. No crea institución. Aparece y desaparece a la vez. Deja huellas, o mejor, es el dejar-huellas sin institución de contención. Y entonces, ¿cómo verificar una escena? ¿Cómo decir “hay” o “hubo” escena si no hay nada de lo cual aferrarse para afirmarla, si ella no deja de no existir? Justamente jugando al gran chiste escénico: abriendo de nuevo la misma-otra escena. Es decir, nada ni nadie puede verificar o asegurar la realidad de una escena sino volviendo a escenificarla (con los medios que sean: una palabra, un movimiento, una mirada, un silencio, estas letRAS…). Para eso no queda otra que volver a discontinuar un estado de cosas sin fundar otro. Inscribir un diferendo. La escena solo sobrevive repitiéndose (la repetición es su estructura originaria) pero repitiéndose en su método, no en su contenido o forma. Porque no es “algo” lo que se repite, sino una práctica: la discontinuación no fundante o el dejar emerger. Lo que queda después de eso no es algo ni nada, sino tiempo. No este o aquel tiempo, sino el haber-sido-sucedido. Pero para indicarlo es necesario una nueva escena. Entonces decir la escena, como este escrito, es mostrar que ella no deja de estar sucediendo. Un tiempo-ahora para el tiempo-sido: único vínculo posible. La escena no deja de “sucederse”.   
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Eso es lo performático, lo que no puede institucionalizarse sino al precio de su inexistencia total. La escena es la performance como discontinuación no fundante que jamás se estatiza en la institución teatro-danza: sobrevive en paralelo a esta institución.
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Artista escénico es quien sobrevive en la escena y en la institución, en esa disyunción, esa distancia. Un pie adentro, otro fuera. Quien asume que no siempre hay escena sino al precio de discontinuar la institución o el estado de cosas sin inventar uno nuevo.


martes, 10 de abril de 2018

Más allá de la máquina. Una lectura filosófico-política de "Ramo", dirigida por Martina Schvartz

por Manuel Ignacio Moyano


Ph Ana Novilo


i. La repetición, lo mismo reproduciéndose, quizás sea uno de los temas centrales de Occidente. Borges comienza su cuento El inmortal con un epígrafe de Francis Bacon (el filósofo, no el pintor) que dice: “Solomon saith: there is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon giveth his sentence, that all novelty is but oblivion.” Algo así como: “Salomón dijo: no hay ninguna cosa nueva sobre la tierra. Así como Platón imaginaba que todo conocimiento no era sino reminiscencia, así Salomón dio su sentencia, que dice toda novedad no es sino olvido.” En este sentido, y como antesala de ese inmortal que Borges encuentra a través de su narrador, lo que se nos muestra en el cuento es la insistente persistencia de la eternidad, de lo mismo reproduciéndose. Ahora, lo eterno no es lo que dura desde y para siempre, sino aquello que no puede dejar de re-comenzar, de volverse a escribir. De allí que el inmortal del cuento no sea otro que el “padre” de la literatura occidental: Homero. Otro cuento de Borges, Pierre Menard, autor del Quijote, nos muestra irónicamente a un francés reescribiendo, punto por punto y coma por coma, el Quijote de Cervantes. Sabemos y conocemos el amor de Borges por los clásicos, por su inagotable posibilidad de reescribirse. Pero la gran singularidad, además de su estilo, de esa pasión por lo de antaño es que entremezcla una y otra vez la cuestión de la repetición con aquella, más profética, de la eternidad. No hay, entonces, una creación ex nihilo, no hay nada que surja de la nada (o más bien: de la nada solo emerge más nada, ese es el chiste del nihilismo), lo que hay, en cambio, es una repetición que recomienza una y otra vez, aquello que hace del conocimiento un recuerdo (como quería Platón) y de la novedad un olvido (como sentenció Salomón). No hay “creación”, esa palabra tan cristiana que se desvive en la boca de artistas incautos. Nietzche lo anunció también: hay un “eterno retorno de lo mismo”. Es entonces así que la repetición abre, lo quiera o no, la pregunta más filosófica de todas: la pregunta por la eternidad. En Parménides, quizás el primer filósofo pre-socrático que se arriesgó a pensar la eternidad, se anunciaba esa suerte de éter como aquello no solo incorruptible (que no cambia) sino también ingenerado (pues ya está “generado” desde siempre). Retengamos estas dos ideas: lo que no cambia, lo que no se genera.

ii. Hay en la repetición una angustiante y violenta reproducción uniformante de lo mismo, sí, es cierto. Pero hay algo más: una insistencia en y de la eternidad, una insistencia ex-temporaria. La repetición no solo repite “algo” (un mundo, un cuerpo, una idea, una palabra, un movimiento), sino que también repite la misma posibilidad de su propio mecanismo. Lo eterno es esa re-petición, la posibilidad de “algo” de volver a ser. Sin embargo, aquello que vuelve a ser no es ese “algo”, sino el mecanismo de la repetición en sí. Es por eso que la eternidad, “el eterno retorno”, no es solo la repitencia de contenido y/o forma sino de la posibilidad misma de repetir. En eso emerge el vínculo tan extraño entre repetición y eternidad. Sin embargo, dijimos que lo eterno era, precisamente, lo que no cambiaba como lo que no se generaba. ¿Cómo es posible, entonces, que haya repetición si no hay cambio ni generación, si no hay una transformación ni una invención de cero? ¿Qué se repite? Insistimos: lo que se repite, además de “algo”, es la posibilidad de la repetición. Tuvimos que esperar a la astucia de Gilles Deleuze para entender que allí, a pesar de que lo mismo sea lo que se repite, se cuela una pequeña diferencia. Aquella donde no se repite solamente lo mismo, sino su propia posibilidad. Y esta, en tanto potencial, “virtual” como la llama el francés, es siempre diferente, incesante diferenciación. Por lo tanto, a fin de cuentas la repetición, su posibilidad, es la diferencia en sí. Retomemos lo que dejamos en el tintero: si la eternidad es lo que no se transforma ni genera solo puede ser, entonces, porque ella es la perpetua transformación y generación de las cosas. En este sentido, la repetición muestra que no hay invención de la nada (generación) ni mera corrupción de algo previo (cambio), sino una diferenciación que solo puede ser entendida como constante generación y constante transformación. De Parménides pasamos a Heráclito: “nadie se baña dos veces en el mismo río”, decía éste mostrando la primariedad de la diferenciación como esencia de la existencia. Es sobre este trasfondo donde se puede abrir una idea distinta de la Máquina, más allá de la reproducción uniformante que ejerce.


Ph. Ana Novillo

iii. Problematicemos lo que hemos dicho desde el sistema que propone Ramo, dirigida por Martina Schvartz. La obra se expone puntillosamente como la presentación de un “ciclo” donde se nos presenta la re-producción de un objeto-ramo encarnado en 6 bailarinas que antes que humanas son el engranaje de la máquina. Como es legible de inmediato, Ramo, en cuya palabra se lee el juego obvio con “amor” (pero también con “roma” y, extrañamente, con “omar”), es una crítica sin piedad a la máquina heteropatriarcal occidental. Pero es una crítica que no se enuncia desde su contenido, desde las afirmaciones que el feminismo contemporáneo ha puesto como indiscutibles en el tablero de la vida pública actual (“Vivas nos queremos”, “Muerte al patriarcado”, “Ni una menos”). Ello no significa que la obra renuncie a ellas, sino que realiza un giro más en el cual la crítica ya no es solo una enunciación de dichas consignas, sino también una interrupción. Veamos: 6 bailarinas van ingresando a escena sosteniendo ominosamente un ramo en su mano. Desde el inicio están tomadas por lo neutro de ser un engranaje de una máquina y todos pero todos sus movimientos se coordinan en una coreografía absolutamente detallada, donde todo giro no es sino el giro de un engranaje que habilita el giro de otro y de otro y así. La cadena de (re)producción es potenciada por una música que toma toda la escena y la platea, con la absoluta impunidad que solo la música posee. La coreografía es la máquina. Aquella donde las bailarinas-engranajes no son sino instantes obligados del sistema, de la totalidad. Como si fueran partes necesarias de un todo mayor, que es más importante que ellas, lo que las vuelve absolutamente intercambiables. Sin embargo, no solo son partes, son también el producto de esa máquina. En la caracterización misma de las bailarinas se ve cada engranaje como si fuera un ramo (el vestuario y el maquillaje van en esta dirección). Ellas son, cada una, los ramos-engranajes. Los mismos que sostienen fálicamente en sus manos y con los que realizan la coreografía. En ello se muestra quizás la primera capa de la obra: se toma un gesto heteropatriarcal, el “ofrecimiento” masculino de un ramo de flores (o bien la captura de las flores en el puño del varón), y se lo extraña al maquinizarlo. La ofrenda se convierte en compulsión, lo natural en artificio: o mejor, se muestra cómo en esa “naturalización” hay un artificio que repite al mismo sistema heteropatriarcal. Sin embargo, dado que la obra se divide escénicamente en dos planos que no se interfieren hasta el final, aparece una segunda capa. Una suerte de boudoir con una mujer maquillándose dentro se va acercando al público de manera sostenida, extrañando sus gestos para exponer cómo la máquina reproduce lo femenino vinculado a lo privado y al maquillaje, como si tuvieran que convertirse en algo más de lo que son. El acercamiento tortuoso de ese boudoir, en una regulación estricta del espacio, como toda la obra, llega hasta un punto donde empezamos a ver que la mujer maquillándose no es sino la producción de la mujer-ramo. Asistimos, entonces, a la (re)producción de lo femenino como un engranaje necesario de la máquina heteropatriarcal en una repetición insoportable, donde cada ramo es un engranaje y un producto de esa máquina, como si se alimentara con su propia producción. Y por momentos pareciera que no hay ninguna fuga posible.

Ph Ana Novilo 

iv. Si usted ha leído hasta acá, es porque no le interesa tanto el qué pasa en la obra sino cómo pasa y, fundamentalmente, cómo es posible leer eso que pasa. Por lo tanto, sabrá usted que lo que viene puede ser tomado como un “spoileo”, término de la cultura hollywoodense (y del mal teatro) donde lo que importa es qué sucede antes que cómo sucede aquello que sucede. Queda en usted seguir leyendo a riesgo de que “le cuenten el final” o que la lectura que proponemos se anude de alguna forma.
Ramo. La máquina tiene que cumplir un ciclo productivo. Las 6 bailarinas-engranajes, por un lado, la mujer maquillándose, por el otro. Una coreografía dividida en dos planos escénicos. Lo que se muestra es, finalmente, que aquella mujer maquillándose no es sino un nuevo producto que nutrirá a la máquina, que se reconvertirá en una clonación de lo mismo, de la mujer-ramo. Hasta aquí un primer aspecto de la operación crítica que la directora nos propone. Pero hay uno más interesante. La máquina, para poder perseguir su afán (re)productivo, del cual depende su propia existencia, debe interrumpirse en un momento. Como si necesitara detenerse, aunque sea solo un instante, para que aquello que debe repetirse pueda hacerlo, para que el ciclo se pueda cumplir y re-hacer. Estamos acá en lo que anunciamos al comienzo: debe repetir su propia posibilidad de repetición. ¿Cómo sucede escénicamente? Una fuga. Una de las bailarinas, luego de una contagiosa coreografía, empieza a tomar el centro de escena. Poco a poco se desprende de la serie coreográfica y abre un tercer plano escénico. Ahora tenemos la manada de engranajes, la mujer en el boudoir y ella. ¿Quién es ella? Era, hasta ese momento, un producto-engranaje: la mujer-ramo. Sin embargo, en un crescendo acompasado nuevamente por la impune música, un crescendo que abre un éxtasis lacerante, sucede una metamorfosis radical: tan solo por un instante ella deja de ser engranaje-producto para ser una materia neutra. Valga aclarar: la neutralidad de las mujeres-ramos es la de los engranajes, ese anonimato propio de ser producto y parte del sistema. En ese instante, quizás el instante más poderoso de toda la obra, se abre otro anonimato, uno asociado a una neutralidad que interrumpe el propio sistema de la máquina. Es un éxtasis, un “estar fuera de sí”, donde antes de la producción aparece, absoluta, la materia prima de la máquina que no es otra que la diferencia pura. Es allí cuando lo femenino emerge en su potencia primigenia, aquella que la máquina heteropatriarcal captura y convierte en un ramo-engranaje-producto. Sin embargo, y esto es lo central, para que aparezca tiene que haber una fuga que, al menos por un segundo celestial, interrumpe la máquina. Luego, la bailarina, desnudada del vestido-ramo, intercambia su papel con la mujer del boudoir y el ciclo finaliza (para volver a comenzar). Pero nada de esto sería posible sin un agujero en la máquina, sin un instante de no-maquinación. Esto significa, entonces, que la máquina depende de aquello que no produce. No hay ciclo productivo posible sin esa posibilidad que otorga el afuera, genialmente encarnado por la bailarina en un gesto más performático que dancístico, que esa mujer-ramo abre una vez que se desencadena del proceso productivo-coreográfico. Es un breve instante, pero fundamental. Una detención de la máquina. Un momento que será olvidado por el propio sistema, donde el artilugio hace que esta nueva mujer-materia entre al boudoir para que la que estaba en él salga y se coloque el vestido del ramo. En ese gesto se cumple el ciclo para dar inicio a uno nuevo. Pero lo fundamental es que allí se tuvo que borrar esa potencia extática que acontece fuera de la máquina, se tuvo que realizar un olvido sin el cual no habría ninguna producción. Y con este breve gesto, podemos invertir, deleuzeanamente, la sentencia de Salomón que recordaba Borges a través de Bacon: cada olvido no es sino una novedad.
La crítica que Ramo propone entonces no es solo una representación formal y exquisita de aquello que la máquina hace, al modo de una denuncia. Es también una presentación de aquello que la máquina no hace, de donde surge incluso su posibilidad de repetición, y por lo cual puede ser empleada en su contra. Es una presentación de la potencia absoluta de un éxtasis femenino que puede deformar cualquier formalismo maquinal. Y esa potencia es eterna, como ese instante que tuvimos la suerte de vivir.