viernes, 22 de noviembre de 2019

El chiste sin lugar. Sobre "Todo esto", de Laura Friedman y Iara Nardi




Manuel Ignacio Moyano

Uno: utopía no quiere decir un evento futuro y al que se puede aspirar, idealmente, a llegar algún día. Simplemente quiere decir que no hay tal lugar, que ese lugar, utópico, no tiene lugar. Del griego u-topos, significa sin lugar. Bueno, así funcionan los chistes de Todo esto, no tienen lugar. O sea, no tiene el punch del remate, la línea final, el gag típico del clown, el guiño al público. Se trata de un estado general de chiste que habilita una risa que no sabe de qué se está riendo, ni porqué, pero lo está haciendo.

Dos: esto hace que la obra, comenzada en un diálogo situado en el inestable aquí y ahora de cualquier evento escénico, presente una paradoja muy singular. Está sucediendo, aquí y ahora, pero al mismo tiempo no tiene lugar, como si en verdad no estuviera sucediendo. O sea, la obra es ambigua porque no sabe (y, como buena comedia, no deja saber, “si yo no sé de qué hablo tampoco dejaré que otros sepan”, decía un artista cordobés) qué está haciendo en el mismo momento que lo hace, ni dónde, ni cómo.

Tres: entonces la obra está y no está. Como el jueguito para los bebés, taparse la cara, decirle acá no está, mostrar la cara, acá está. En esa sencillez se abre un gesto fundacional para el cachorro humano, que eso que está pasando, aquí y ahora, está y no está pasando. Se llama lo inasible del instante, porque cuando lo queremos así, chau, no está. Se trata de lo que solamente se puede señalar mostrando su ausencia.

Cuatro: esto, todo esto, esto mismo que está pasando desde que las intérpretes entran a escena (una escena que desde su grado cero ya involucra al público en una complicidad ineludible) se traslada al cuerpo. El tono muscular, en esas coreografías que realizan como si dijéramos porque sí, porque podrían no haberlas hecho, está atravesado por la sensación liviana de algo que está y no está. De algo que se evapora. El lugar utópico que genera un chiste sin remate, una sensación constante de chiste (y eso no significa que las intérpretes se hagan las graciosas, todo lo contrario: no se hacen, dejan ser a lo gracioso, como se deja ser a lo gaseoso. O sea, gracioso = gaseoso), ese lugar imposible hace que todo parezca irreal, sobre todo los cuerpos. Como que no se sabe porqué están ahí haciendo eso. Leí por ahí, en los paratextos de la obra, que se trataba de “ficciones débiles”. Y es muy atinado, aclarando que débiles porque suspendidas (o sea, lo que sus-pende es lo que quita peso). Es que en la obra, performance, intervención, oloquesea, se abre algo y lejos de ejercitarse en el gimnasio de las conclusiones, ese algo se suspende. Como la diferencia entre el punto final y los puntos suspensivos, así: . / … Bueno, eso atraviesa los cuerpos y los pone en estado de danza, un estado caracterizado por ser aquel que no concluye el movimiento, sino que lo suspende, dejando que eso suspendido siga en la memoria y en un seseo del aire.

Cinco, seis, siete, ocho: Y así va la obra, como un pedazo de tiempo en estado puro, no porque no pase nada, sino porque lo que pasa no se ancla en una narrativa, en una coreografía, en una idea del cuerpo, el mundo, la política, etc., etc. Lo que pasa es el tiempo mismo, pero no como segundos, minutos, horas sino como experiencia, como sensación, como la experiencia de lo incontable. Y esto es posible porque en tanto no hay un lugar, porque hay utopía, lo sin-lugar (¿o lo singular?), hay tiempo, pura y exclusivamente tiempo sin esa representación espacial que hacemos de él como una recta lineal para darle una ubicación en un lugar lineal así:

(acá principio) (acá una línea recta hacia la derecha) (acá final)

Uno de vuelta: entonces la obra no concluye, y no comienza. Como que ya está ahí, en ese no-lugar que llamamos “la escena”. No-lugar porque no está (¿dónde la podríamos encontrar desde que se puede dar una escena tanto en la sala del teatro como en el baño de un hotel, en el tren, así como en el calor húmedo del 64 un día de diciembre?). Entonces, la escena es lo que está y no está. Hay un momento de la obra de gran riesgo escénico, donde se asume, junto a un espectador del público, ese estar sin estar, sin concluirse, un momento donde no pasa nada y en eso consiste todo –pero porque en verdad pasa todo, todo esto. Y este es el mayor de los riesgos escénicos, porque arriesgar no significa crear cuerpos de choque, sino de insistencia: cuerpos que están ahí donde no se puede estar porque no hay lugar, porque el lugar no está ahí. Insistir sin juzgar, aclarar, dar respuestas. Solamente insistir.

Diez: entonces la obra es atmosférica, una nube que te envuelve y después te deja ir, sin tanta turbulencia, sin creerse tan importante. El chiste, ¿y el chiste? ¿Dónde estuvo el chiste? En cualquier lugar, en cualquier momento. Una ñoñada para terminar. Escribe por ahí Borges un hermoso chiste que le viene bien a esta obra: “Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.”

lunes, 11 de febrero de 2019

Radicalizar la chanchada. Sobre La débil mental, dirigida por Paula Herrera Nóbile.


por Manuel Ignacio Moyano





“Tengo esta locura, mamá, de arrancarme los ojos y el corazón cuando el deseo me hace perder la conciencia. Calláte barroca. No seas chancha querés. ¿Te llamó, al menos? ¿Te consoló? ¿Te dijo te amo? Ni siquiera. Y vos gimoteando de arrancar no sé qué cosa y de la conciencia.” Esta suerte de monólogo a dos voces es lo que se lee hacia la mitad del libro La débil mental, de Ariana Harwicz. Un libro, insisto, donde el monólogo y el diálogo, esto es, lo uno y lo distinto, pierden sus límites y se funden letalmente. La hija y la madre, dos voces en una, una voz sobre la otra, ahí está la gran cuestión que teje sin pudor Harwicz en su libro. Asistimos así a una novela de una atmósfera amniótica donde “una neblina venenosa” no deja ver más que una madre desquiciada absorbiendo en su deseo a su hija, también desquiciada e igual de absorbente. Como si las bocas de ambas se encargaran de absorber con el cuerpo el líquido uterino que las desquicia —el alcoholismo que atraviesa el relato es un epifenómeno de esta situación acuosa. La débil mental entonces deviene, antes que nada, una con/fusión elemental entre madre e hija, una gozosa y dolorosa superposición de sus deseos. Lugar: un bosque afuera de la ciudad. Tiempo: indeterminado. Lo único que importa, y acá se aprecia el anti-realismo de la novela, es ese compuesto de deseos anudados. En una primera lectura, la narración es asfixiante, el deseo materno parece absorber todo, fundamentalmente a su hija, hasta dejarla sin entidad propia. Sin embargo, creo que el movimiento que se plantea es más interesante que señalar una asfixia o un vínculo letal. Las escenas se van amalgamando con una violencia estilística (las imágenes, metáforas, descripciones siempre pegan lo más abajo posible) que se hace eco de la violencia umbilical entre esa madre y esa hija, y en esta violencia todo parece ser asfixiante y trágico, parece no haber salida. Pero la genialidad de Harwicz está en no querer escapar de ese corral de voces letales entre madre e hija (en forma de reproches, insultos, intromisiones impúdicas, violaciones, etc.) sino en radicalizarlo, en ir hasta el fondo y convertirlo en una potencia desgarradora. Es bajo este entendimiento donde puede apreciarse la excelente adaptación teatral que hizo Paula Herrera Nóbile en la obra homónima que se lleva a cabo en Granate Espacio. Sin banalizar la relación madre/hija y sin perder de vista que se define por la violencia deseante y dolorosa que las marca y excede, la puesta teatral avanza en la misma dirección que la novela, es decir, hacia abajo. Como si dijéramos, cavan más el pozo al que están arrojadas como dos chanchas. Tanto los recursos empleados para la escena (un constante armar y desarmar las escenografías, giros musicales y cinematográficos, etc.) propios de lo que se nombra genéricamente como “teatro posdramático” como las actuaciones están ejecutadas en este ir a fondo. La exuberancia de las actrices, Paula Herrera Nóbile como madre y Fiamma Carranza Macchi como hija, no es simplemente un trabajo de “representación”, de acomodamiento al texto, de “construcción de personaje”. Se nota un tocar a fondo el cuerpo, un ir hasta bien abajo con las vísceras y la sexualidad, cavar en lo más bajo para que en la escena salga el líquido viscoso de ese deseo femenino reduplicado, que salga lo pulsional. Sororidad primera: no madre “e” hija, sino madre/hija, una cópula voraz, como una serpiente de dos cabezas. Acá es donde se corporeiza la obra, un teatro corpóreo no porque “físico” sino porque deseante. Y es acá también donde el vínculo se convierte en una alianza. ¿Contra quién? No queda otra: contra los idiotas, o sea, contra los varones. La figura del varón es central en la narración de Harwicz. Siempre aparece bajo la marca de la ausencia, la falta, lo borroso, lo que estuvo y no está. Casi como el paraíso perdido, ellos son el primer lugar en que surge la tragedia de estas mujeres. Son abandonadas por aquello que más desean, el varón. Están atrapadas ahí. Desean a los idiotas (recurso excepcional de la puesta en escena: una risita varonil emulando la risita boba del varón sentado en la tercera fila, o sea, yo). La obra logra de esta forma encarnar genialmente la mezcla entre idiota e incógnita ausente que tiene el varón en la novela. La madre fue abandonada por el padre de la hija, y ésta tiene una relación con un hombre casado que, encima, va a ser padre. Ellas están acorraladas por ese objeto varón que falta, y en ese corral sus deseos se comen entre sí. El desenlace genial de la novela, y que la obra encarna muy bien, no busca salir de ese corral, sino de hacer lo que hacen las mejores comedias: meter todo en el mismo lugar y salir por abajo. Como si dijeran, vos nos dejás así, abandonadas y calientes, como dos chanchas acorraladas, okey, entonces nosotras te metemos acá, en nuestro chiquero, en la voracidad del corral y te comemos con el calor de nuestro deseo. Casi en un festejo de canibalismo latino, las dos personajes, devenidas y asumidas ya como chanchas, se entregan de lleno a la voracidad violenta de su deseo duplicado. Como si se hubieran apropiado de toda la violencia soportada en vida (hacia ellas y entre ellas), ahora no pueden parar, quieren más. No se trata entonces de volver al paraíso perdido, sino de hacerlo explotar. “Estamos enteras y ensangrentadas. Que explote todo, destruirlo todo, dice mamá y todavía quiere más.” Un riesgo teatral muy bien logrado: no “actuar” el deseo, sino encarnarlo hasta que el cuerpo exceda cualquier idea de “personaje” y no sea más que puro exceso.