“En tiempos de auge la conjetura de que la existencia del hombre es
una cantidad constante, invariable, puede entristecer o irritar; en tiempos que
declinan (como éstos), es la promesa de que ningún oprobio, ninguna calamidad,
ningún dictador podrá empobrecernos”[3].
La amistad contra la nación. Son
contadas las ocasiones en las que, durante la preparación de un escrito sobre
un tema, se publica un libro sugerente que plantea tesis opuestas a las que se
desea exponer. Cuando esta afortunada coyuntura se manifiesta, resulta
ineludible la discusión con ese texto. Me refiero, en este caso, a Comienzos
para una estética anarquista: Borges con Macedonio, de Luis Othoniel Rosa[4],
texto con el cual hemos de discutir desde una argumentación larga, no falta de
dispersión, en torno a algunos cruces entre política y literatura en variados
textos de Borges. (No está de más añadir, desde el principio, que nuestro
interés no es el de celebrar el liberalismo que buscaremos describir en Borges,
ni mucho menos las suposiciones sobre el individuo que permiten su
posicionamiento político. Solo sobre el final esperamos poder marcar nuestra
posición al respecto).
Desde
el título, Rosa presenta una lectura anarquista de Borges que contrasta tanto
con la reiterada lectura de Borges como un autor liberal como con los
reproches, sorprendentemente soslayados por el autor, del apoyo de Borges a los
Golpes de Estado antiperonistas. Tras el rechazo de Borges al nacionalismo
peronista, de acuerdo a lo documentado por Rosa, se halla un deseo anarquista
que, junto con cuestionar las ficciones de la nación que subyacen a la retórica
populista, combate las ficciones de la individualidad que supone cualquier
versión de la ideología capitalista.
Dentro
de los varios textos revisados por Rosa, destaca “Nuestro pobre
individualismo”, en el que Borges incurre en el curioso género de las
ontologías nacionales. Al instalarse en tan crucial debate de la ensayística
argentina de esos años, Borges no busca la verdadera cifra de la argentinidad.
Antes bien, desmonta ese debate al cuestionar la existencia de cualquier
realidad que trascienda a los individuos. Para el caso, una “argentinidad” que
marcase, de antemano, a los argentinos. Para Borges, al contrario, solo existen
los individuos, y algunos de ellos, entre algunas de sus características, se
sienten argentinos, y pueden hacerlo de una u otra forma. Por esta razón, la
nación resulta una ficción compartida que los buscadores de la argentinidad
reinventan creyendo que es una realidad previa a lo que puedan discutir acerca
de esa supuesta realidad nacional.
Con
tal posición, Borges desconfía de cualquier discurso que suponga una realidad
común que pudiera ser representada por el Estado nacional. Frente a ello, aboga
por un orden en el cual las leyes puedan mediar entre la constitutiva
diversidad de los individuos. Menos que un Estado nacional, Borges afirma la
importancia de un mínimo de cumplimiento de leyes que parece aún muy alto para
el anárquico individualismo característico de los individuos argentinos. Si
algo caracteriza a los particulares hombres argentinos, para Borges, no son
características genéricas que un Estado pudiera mediar, sino su amor por otros
hombres particulares antes que al Estado. En su pasión por la amistad, los
argentinos optan por la parcialidad de sus afectos antes que por la
imparcialidad de la ley:
“Hegel diciendo: “El
Estado es la realidad de la idea moral” le parecen bromas siniestras. Los films
elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre
(generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para
entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad es una
pasión y la policía una mafia, siente que ese “héroe” es un incomprensible
canalla”[5]
Frente
a las ficciones cinematogŕaficas de la ley, Borges resalta que los héroes
literarios del mundo argentino son quienes están dispuestos a pelear en nombre
de una ley distinta, si es que no antagónica, a la estatal. Esto es, quienes
están dispuestos a defender su honor ejerciendo individualmente violencia, en
lugar de ceder el monopolio de la violencia a la impersonalidad del Estado.
Allí Borges piensa en figuras de la gauchesca, como las de Martín Fierro o Juan
Moreira, o incluso la más reciente de Don
Segundo Sombra, quien puede no ejercer la violencia pero sí está dispuesto
a hacerlo si resulta necesario. A diferencia de las lecturas nacionalistas que
celebran tales obras como sustento ético del Estado, lo que consuma el
peronismo al establecer el culto literario del gaucho[6],
Borges lee la gauchesca como obras que cuestionan cualquier estatalización de
los lazos sociales. Más cercanos a la amistad que a la ley, reiteran una pasión
antiestatal que resulta problemática para su deseo de un Estado mínimo.
Y
es que para Borges la alternativa al Estado nacional no radica en una
celebración salvaje de la violencia individual contra el Estado, sino en la
posibilidad de mantener relaciones entre individuos que no se opongan al mínimo
legal necesario. Por ello, rescata de la tradición gauchesca a un autor menos
recordado. A saber, el Fausto de Estanislao del Campo, destacado incluso
en sus primeros textos, Tanto así que en uno de ellos lo destaca como la mejor
poesía escrita en Nuestra América[7].
Si bien en textos posteriores modera esa aprobación, y también cualquier tipo
de creencia en algo así como “Nuestra América”, mantiene su cariño ante una
obra en la que sigue viendo una celebración de la amistad, y ante Del Campo
como el más querido de los poetas argentinos[8].
Como
es sabido, tal versión del Fausto narra una conversación en la que un
gaucho le cuenta a otro haber visto la puesta en escena en el teatro Colón de Fausto,
con la particularidad de que ninguno de los gauchos entiende al teatro como
teatro. Al contrario, percibe las escenas y personajes de Goethe como si fuesen
reales, por lo que lo perturba la enigmática presencia del telón entre uno y
otro momento de lo que considera una historia real en la que aparece el diablo.
Sin civilización, ve una obra civilizada como barbarie: “-Pues, entonces, allá
va: otra vez el lienzo alzaron/ y hasta mis ojos dudaron, /lo que vi...
¡barbaridá!”[9].
Frente
a la crítica realizada Lugones a la falta de realismo de la obra, tan ajena a
cierta exaltación gauchesca de la virilidad, Borges resalta en ella el valor
más importante del mundo argentino: la feliz amistad varonil[10].
Más que a un gaucho real, inventa a un gaucho amistoso mucho más querido que
los de la gauchesca que celebra Lugones. Al trazar el ideal de la amistad pura,
el Fausto, como el Truco o Irigoyen, se hacen parte de la mitología
argentina[11].
Este
ideal es puesto a prueba, en la obra en cuestión, frente a la dificultad que
podría tener quien escucha el relato del teatro de creer en la realidad de lo
narrado. Sin embargo, lo hace, y allí se confirma la radical fe en su amigo.
Más que en la violencia, para Borges el lazo amistoso parece jugarse entonces
en la capacidad de creer en la experiencia que otro narra, incluso, si es que
no especialmente, cuando la institución estatal no puede asegurar la
verosimilitud de la ficción. A diferencia de los gauchos que pelean porque
confían en sus amigos y desconfían de sus enemigos, en esta obra la amistad
obliga a confiar en lo que no podría confiarse.
Lo
que según Borges muestra la ficción de Del Campo es el valor de la fe de un
individuo en otro, particularmente ante una realidad que amenaza con anular
toda distinción entre realidad y ficción. Ante la creciente ficción de la
nación como agrupamiento que reúne y anula a los reales individuos, Fausto destaca
a quien cree tanto en otro individuo que cree en una ficción que no podría ser
compartida. En ese sentido, más que una disolución de los individuos, como
argumenta Rosa de modo sugerente, la política de Borges tematiza la irrestricta
necesidad de creer en una mínima ficción del yo propio y ajeno. En la obra que
destaca Borges, cada hombre cree en su nombre y en el nombre del otro, sin la
mediación estatal de los nombres. Al preferir el Fausto, Borges destaca una gauchesca pacífica capaz de oponerse a
las nuevas celebraciones violentas del nombre propio que impone el peronismo
con una ficción que, por creerse real, descree de otras ficciones extranjeras
-como la del Fausto de Goethe representada en el Teatro Colón[12]-
en nombre de la nación.
Frente
a ello, los gauchos de Del Campo son más amigables con los otros hombres, y
también con las ficciones ajenas. En una época en la que estas últimas se
hallan amenazadas por el deseo dogmático de las ficciones de lo propio, escribe
Borges en un prólogo del Fausto fechado en 1969, toda introducción al Fausto
ha de ser una defensa de ese libro. Lo cual, por cierto, no significa tanto
defender el contenido de su obra en particular, sino su insistencia en la
capacidad de defender, en la realidad, la posibilidad de tramar ficciones que
puedan. Y, además, que estas eventualmente puedan ficcionalizar la ficción
hasta perder, en el espacio de la literatura, la diferencia entre realidad y
ficción.
“Obras
que fingen defender cosas indefendibles —Elogio de la locura, de Erasmo; Del
asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey; La
decadencia de la mentira, de Wilde— presuponen épocas razonables, épocas tan
ajenas a la locura, al asesinato y a la mentira, que les divierte el hecho de
que alguien pueda vindicar esos males. ¿Qué pensaríamos, en cambio, de épocas
en las que fuera necesario probar, con dialéctica rigurosa, que el agua es
superior a la sed y que la luna merece que todos los hombres la miren, siquiera
una sola vez antes de morir? En esa época vivimos; en Buenos Aires, a mediados
del siglo XX, un prólogo del Fausto debe, ante todo, ser una defensa del
Fausto”[13]
Los hechizos de la ficción. Al
defender a Del Campo de quienes piden una gauchesca más viril y nacional, Borges
se defiende también a sí mismo de quienes le piden escribir, a su juicio de
modo irrazonable, ficciones que narren su nación. Contra ellos, considerándose
un individuo real antes que miembro de una nación, se vale de su eventual
libertad para inventar ficciones que, como describe Rosa, tematizan la crítica
de la suposición de la libertad individual ante los ciclos y azares del mundo.
Sin embargo, las críticas que abren los cuentos de Borges a la figura del
individuo soberano es un supuesto problemático, para Borges, fuera de la
ficción literaria. Es decir, allí donde sí resulta necesario distinguir entre
realidad y ficción para poder, entre otras cuestiones, distinguir entre los
reales hombres y las ficciones políticas o literarias que tales hombres inventan.
Quizás
donde Borges mejor lo explique sea en su relectura de la fábula de Zenón sobre
Aquiles y la tortuga. En ese breve ensayo Borges concluye la necesidad de
asumir, de modo simultáneo, que los individuos reales construyen un mundo
ficticio que comparten y que subsisten en esa ficción los intersticios de
sinrazón que muestran que lo que los individuos dan por real -como por ejemplo,
añadimos, la nación- es parte de una ficción compartida. El hombre, señala allí
Borges acudiendo a Novalis[14],
es como un hechicero que se hechiza a sí mismo para olvidar la factura de sus
hechizos. Da por reales sus fantasmagorías, pero por algún desconocido motivo
deja grietas en ellas que le permiten desconfiar del mundo[15].
Y
es que el hombre solo conoce a través de la lengua que inventa, pero ésta
emerge en un hiato con los hombres que los obliga a nombrarse de más de un
modo: puesto que no hay nombre propio es que los hombres ensayar uno y otro
nombre. El mundo moderno asume este desliz a partir de la extensión del credo
nominalista, del cual se deriva la imposibilidad de cada hombre de portar con
un nombre propio que lo marque de antemano. El nominalismo deriva, en términos
políticos, en un sociedad de individuos que son libres ya que sus nombres no
suponen una realidad previa a su encarnación del nombre. Ser un individuo
moderno, propio de un orden liberal, es entonces ser libre gracias, y no pese,
a tener un nombre.
La
ficción de que cada cual tenga un nombre permite un principio de identidad que
no determina al sujeto, pero que es necesario para poder, a diferencia de
muchos de los personajes de Borges, vivir una vida propia. Lo cual implica,
quizás como primera característica, ser amigo de otros sujetos que portan otros
nombres. El amigo, como el de Fausto, no es entonces quien conoce el
verdadero nombre del otro, sino quien, por su confianza, da por real el
ficticio nombre que se le ha dado. La ficción liberal de la individualidad,
contra lo que sugiere Rosa, es para Borges necesaria en la vida de los hombres.
Lo innecesario es que el Estado, además de certificar los nombres, los
entregue.
En
ese sentido, la relación del individuo ante las ficciones estatales no ha de
ser la de la confianza que se tiene con el amigo, sino la duda ante quien
esconde sus intersticios. En particular, ante la capacidad estatal de montar
nombres colectivos que ya no podrían remitir a uno u otro individuo real. Por
esto, ante el enemigo no puede suponerse que no hay diferencia entre realidad y
ficción. En ese caso, ha de suspenderse la credulidad y recordar que la
realidad se presenta bajo el modo de la ficción, y que la desconfianza ante
esas ficciones no puede suponer que existe una realidad que podamos conocer con
total autonomía de la ficción, pero tampoco olvidar que la realidad no es la ficción.
El trabajo de la razón, por tanto, deviene el de reconocer la ausente huella
humana en el montaje de la ficción; El de la ficción, el de mostrar que esa
razón crítica jamás puede construir, más allá del dato real de los individuos
que construyen las ficciones, otra ficción que sí pueda asegurar ser verdadera.
Es
justamente ese gesto de doble distanciamiento el que no realiza, en uno de los
más conocidos cuentos de Borges, un nacionalista irlandés que nota el carácter
ficticio del relato histórico de su país. Al no descreer públicamente de la
ficción, consuma como verdad histórica la traición que el héroe nacional
realiza tras haber hecho, según escribe literalmente, de la ciudad un teatro[16].
Al respetar esa farsa y sentir su escritura como destino de ella, el personaje
supone las filosofías deterministas de la historia que creen que las ficciones
humanas son reales. Intentando tapar los intersticios que ha descubierto, se
hechiza para creer en la historia como una continua reescenificación de lo mismo,
como si el mundo real de los individuos estuviese ya determinado por las
ficciones que esos individuos montan y dan por reales. El historiador deviene
entonces otro traidor, puesto que lee la historia real como historia del
teatro. Sin notar la diferencia entre Macbeth y la política irlandesa, consuma
una farsa nacionalista que se autoriza con una cita del país enemigo, acaso
como un intersticio mediante el cual el relato insiste en que ni siquiera las
ficciones nacionales pueden suponer una nación con límites claros[17].
Esa
servil incapacidad de afirmar públicamente la diferencia entre realidad y
ficción es lo que Borges cuestiona a la defensa del peronismo por parte de
Martínez Estrada. Como bien ha mostrado Horacio González, tanto en este
posicionamiento de Borges como en sus tardías críticas a la dictadura, Borges
propone que la ética solo puede existir si los individuos se desprenden de las
cadenas de causalidad[18].
Solo suponiendo que los hombres pueden asumir la ficción de su nombre como una
realidad que les permite ser libres, sin considerar a la historia como destino,
es posible una ética de la responsabilidad que cuestione las ficciones
estatales. Una larga cita aquí resulta aquí ineludible:
“a que todo hecho presupone una
causa anterior, y esta, a su vez, presupone otra, y así hasta lo infinito, es
innegable que no hay cosa en el mundo, por insignificante que sea, que no
comprometa y postule todas las demás. En lo cotidiano, sin embargo, admitimos
la realidad del libre albedrío; el hombre que llega tarde a una cita, no suele
disculparse (como en buena lógica podría hacerlo) alegando la invasión
germánica de Inglaterra en el siglo V o la aniquilación de Cartago. Ese
laborioso método regresivo, tan desdeñado por el común de la humanidad, parece
reservado a los comentadores del peronismo, que cautelosamente hablan de
necesidades históricas, de males necesarios, de procesos irreversibles, y no
del evidente Perón. A esos graves (graves, no serios) manipuladores de
abstracciones prefiero el hombre de la calle, que habla de hijos de perra y de
sinvergüenzas; ese hombre, en un lenguaje rudimental, está afirmando la
realidad de la culpa y del libre albedrío. Está afirmando, para quienes sepan
oírlo, que en el universo hay dos hechos elementales, que son el bien y el mal
o como dijeron los persas, la luz y la tiniebla o como dicen otros, Dios y el
Demonio”[19].
Topografías del peronismo. Pese
a nuestros deseos, lo recién citado muestra que es difícil afirmar con Rosa que
el recurso al liberalismo resulte una táctica coyuntural antiperonista situado
dentro de la estrategia anarquista de un Borges que sobrepasaría el
individualismo liberal. Aún cuando varios relatos de su literatura sirvan para
pensar contra esa ficción, su crítica al Estado nacional es posible gracias a
esa defensa política del supuesto filosófico de la identidad. De esta manera,
el texto recién citado critica que el Borges que construye el profetismo de
Martínez Estrada es tan ficticio como Perón. Frente a su enemigo, Borges afirma
su realidad y descree de la de Perón, como si este último, a diferencia de él o
de Martínez Estrada, no pudiese ser real gracias a su hiperbolización de la
ficcionalización estatal. Con ello, consigna Borges, el peronismo inaugura en
Argentina el gobierno técnico, el paso del
baqueano al topógrafo[20].
Es
difícil no pensar, a propósito de la primera de esas figuras, en la clásica
caracterización realizada por Sarmiento, autor ciertamente admirado por Borges.
En Facundo, describe al baqueano como
quien conoce el espacio a tientas, asumiendo su singularidad. Se dice que el
baqueano Rosas, escribe Sarmiento, conoce el pasto de cada hacienda[21].
Con ese saber, añade Sarmiento, ese y otros baqueanos, incluyendo a Artigas,
rastrean al enemigo a la distancia gracias al movimiento de los animales. Entre
la civilización y la barbarie, sabe sin poder reproducir su saber. Su
epistemología indicial requiere de un conocimiento siempre particular,
irreductible a cualquier generalización. De este modo, pese a que Borges lo
considera un antecedente de Perón, Rosas no podría pensar tan genéricamente la
vida de los argentinos: su obligación de individualizar para conocer muestra
los límites de cualquier discurso genérico de la argentinidad, pues para
defender la eventual argentinidad Rosas debe conocer las variedades de hombres,
animales y espacios argentinos.
Ese
saber del baqueano harto contrasta con la generalización del espacio operada
por la topografía. El paso del saber singular del baqueano al conocimiento
técnico del topógrafo, quizás para Borges no tan lejano a la estampa del
radiógrafo que busca ser Martínez Estrada en su texto más afamado, sella el
paso de una representación que se sabe indicial a la de un saber que puede
creer que sus ficciones son ciertas. Con ello, la constitución mediática del
espectáculo político parece haberse profesionalizado a un nivel inédito. Lo que
pudo haber de escarnio de la teatralidad[22]
en Rosas e Irigoyen, con una
efectividad que lleva al joven Borges a celebrar la escenografía montada por
este último, no es comparable a los niveles de teatralización que Borges
asocia al peronismo. Al elevar su nombre propio a una ficción compartida a la
cual adherir, subsume las plurales realidades de los individuos al ficticio
nombre compartido del peronismo. Esa técnica mediación representativa que se
cree cierta es, para Borges, la ilusión del mapa. La crítica de Borges a la
cartografía, en esa línea, no se debe tanto a que cuestione toda
representación, como sostiene Rosa en su comentario del crucial relato “Del
rigor en la ciencia”, sino a que la indistinción peronista entre
representación y realidad termina hechizando a todos los hombres con una
amistad, por genérica, falsa: El orden populista
transforma el nombre del individuo en un género que subsume incluso al
individuo que alguna vez sí fue el irrepetible portador de ese nombre
En esa dirección, Óscar Cabezas ha explicitado que Borges bien
comprende que la soberanía estatal es, además de territorial, teatral[23].
Habría que precisar, sin embargo, que para Borges es en particular el
nacionalismo el que radicaliza esa lógica hasta perder la distinción entre el
teatro y su afuera. Borges, quien en una de sus entrevistas critica que Perón haya utilizado el cadáver y velorio de su esposa para
fines publicitarios[24],
narra en un breve texto la historia de un personaje que se hace pasar por Perón
para recibir dos pesos por cada visitante que va a darle el pésame delante de
una muñeca que habría jugado el papel de Eva Perón. La narración no precisa,
por cierto, si la muñeca está hecha de carne o de plástico. Y es que quizás, en
la época irreal[25]
que narra, esa diferencia poco importa: con el peronismo, la teatralización de
la existencia se consuma como de vida hasta la muerte. Perdido el dato de la
finitud que hace a cada individuo distinto de otro, todo puede simularse.
En el peronismo, para Borges, entre los vivos ya no se puede saber
quién es quién, al punto que ni siquiera puede asegurarse quién vive y quién
no: todos pueden, sin individualidad alguna que los distinga, representar a todos.
La historia de esta fúnebre farsa, argumenta Borges, se ha repetido en tantas
ocasiones, con tantos actores y escenarios distintos, que se puede escribir que
tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva. Como en el drama en el drama de Hamlet, la escena descrita es una farsa
dentro de la incesante farsa peronista. A diferencia de lo que sucede en Hamlet los observadores lo perciben como
real.
La preocupación de Borges por la conocida mise en abyme hamletiana,
por cierto, es reiterada. Al señalar en algún texto que ese efecto habría sido
del gusto de Cervantes[26],
Borges abre la pregunta por el rendimiento de la ilusión como crítica de sí
mismo. A su admirado de Quincey, por ello, cuestiona el argumento de que el
drama en el drama haga a Hamlet más verdadero. Invirtiendo su argumento, para
Borges esto hace que la realidad nos parezca más irreal, al punto que como
observadores podemos desconfiar de nuestra realidad[27].
Frente a la escena populista como deseo de confirmación de la identidad del
líder y su pueblo, Borges afirma que la ironía del drama moderno amenaza
incluso la identidad del espectador. De ahí no deriva, como lo hace Barrenechea[28],
el deseo de socavar el sinsentido la existencia de la vida concreta, sino lo
contrario: La necesidad de que esa vida recupere, en términos colectivos, un
mínimo de sentido, capaz de distinguir entre teatro y gobierno. El cogito del
espectador teatral es el de asumir, con la ilusión del teatro, su realidad como
distancia ante esa ilusión.
Frente
a tal ética, Borges considera que no es solo Perón quien resulta un personaje
irreal. La falsa individualidad del líder termina
remitiendo a un líder tan genérico como el pueblo al que apela, compuesto por
individuos que se hacen también ilusorios. Ya
que nadie es Perón, el peronismo consiste en que cualquiera puede hacerse pasar
por Perón. Ese mundo en el que ya no se
puede confiar en la realidad de los individuos amenaza la posibilidad de la
amistad. Siendo cada hombre el personaje de una farsa, no hay individuos en los
cuales confiar, ya que cada cual resulta uno u otro hombre en función de su
interés.
Borges, de hecho, conoce la afinidad etimológica entre la
actuación teatral y la hipocresía, y señala que esa afinidad es impotente para
pensar la ética[29].
Esta última supone que los hombres pueden no mentir. Para pensar la política
del peronismo, por el contrario, esa afinidad puede ser valiosa para
interpretar la teatralizada vida del hombre peronista. A diferencia del
comunista, quien para la tosca visión de Borges está errado en su idolatría
estatal, el peronista idolatra a la siempre móvil capacidad de idolatrar a
quien pueda serle útil. Anula su individualidad moral para reducirse a un
individualismo económico cuya única identidad es el deseo de aumentar la
cantidad de sus riquezas, ante lo cual pierde la calidad ética de su
existencia. El peronismo, por tanto, hiperboliza la imposibilidad de la
identidad propia de un mundo en el que ya no puede haber ética puesto que ya no
hay relación entre los nombres y los individuos:
“El
peronista es una persona que simula ser peronista, pero que no le importa nada,
que lo hace para sus fines personales. Posiblemente, un gobierno comunista
sería un gobierno sincero. En cambio, un gobierno peronista sería un gobierno
de sinvergüenzas. Creo que habría eso a favor del comunismo. Hay gente que es
sinceramente comunista. Yo -por lo menos durante la dictadura- no conocí a
nadie que se animara a decir “Soy peronista”, porque se hubiera dado cuenta de
que se ponía en ridículo”. Más bien diría: “A mí me conviene el peronismo
porque le saco tales ventajas”” [30]
Los cansancios de la utopía. Si
para Borges, como bien señala Tatián[31],
la falta de progreso en la historia argentina puede leerse en el dato de la
repetición de algunas escenas, la escena peronista parece radicalizar esa
noticia: No se limita a construir una u otra escena, sino al arte del gobierno
como una completa escenografía. Con ello, por cierto, imprime a la particular
vida política argentina una tendencia general de los nacionalismos occidentales
que Borges combate. Para ello, contrapone su apreciado liberalismo inglés[32]
a una Alemania que, olvidando su rico pasado filosófico, cae en la defensa
filosófica de la ilusión política.
En
breves señas que bien podrían ser parte de la contemporáneas discusión
políticas sobre la obra de Heidegger, Borges ve en la filosofía de este último
una problemática crítica del individuo moderno. En uno de sus ensayos, en
efecto, tacha su filosofía como vanidosa inmoralidad[33]. Esto se debe a que, según la discutible lectura
de Borges, la reflexión heideggeriana sobre la nada termina aumentando la
ilusión del yo. El cuestionamiento heideggeriano de la filosofía del sujeto,
deja entrever Borges, desconoce a otros individuos en su irreductible
pluralidad.
Esta
caracterización de Heidegger es sugerida en el cuento “Guayaquil”. Ahí Borges
narra la historia de un historiador judío-alemán que había criticado el
carácter patético y visible de los gobiernos, ante lo que Heidegger habría
señalado, mediante fotocopias de los titulares de
los periódicos[34],
que el moderno jefe de Estado no debiera ser anónimo, sino el protagonista
que mima el drama de su pueblo. Contra el liberalismo, le pide representar a
todos los hombres como si realmente los fuera. Para Borges, por tanto, la
destrucción heideggeriana al individuo termina siendo servil a la teatralidad
nacionalista, e incapaz de desplegarse sin esa teatralidad, puesto que se vale
de la reproductibilidad técnica de la más burda habladuría para imponer su
posición y lograr el exilio del historiador. Borges, quien en una entrevista
tardía tacha el alemán de Heidegger de abominable y señala haberse alegrado de
conocer su compromiso nazi[35],
cuestiona en el relato el compromiso de Heidegger durante el gobierno nazi y de
paso se burla de los textos heideggerianos escritos durante el nazismo.
Frente a ello, el cuento en cuestión narra la imposibilidad de una
narración histórica que refleje de modo certero la colectividad. Si los
encuentros y desencuentros de los héroes pasados no pueden ser relevados por
una ficticia nación que los héroes gobernantes presentes imiten, los héroes
contemporáneos que se autorizan en nombre de la nación son para Borges, por así
decirlo, actores que se dan a sí mismos un guión que hacen pasar por el mandato
del pueblo. No tan lejos del nazismo, por tanto, se sitúa para Borges el
peronismo como modo teatral de la política. En ese sentido, el énfasis de
Borges ante el peronismo no supone que solo en Argentina se presenta la
teatralización que cuestiona. Al contrario, pareciera que todo Occidente,
cultura que para Borges permite el despliegue del individuo, se halla amenazado
por un peligro que quizás ni siquiera nota, al punto que quizás en un futuro ni
siquiera sea necesario un gobierno autoritario para que la lógica desindividualizante
del nacionalismo se imponga.
Quizá
el texto de Borges en el que de modo más sugerente se tematiza el problema de
un mundo sin nombres es en el tardío cuento “Utopía de un hombre que está
cansado”, en el que se narra un viaje a un futuro. En el mundo al que llega el
viajero del presente, Rosa lee una utopía borgiana coherente con su supuesto
anarquismo, particularmente en lo que refiere a un mundo sin representación. De
hecho, Borges imagina un mundo en el que los políticos ya no existen. Tras
perder el interés del público, muchos de ellos han pasado a ser cómicos. Tras
la vida de las naciones y sus guerras, la representación política deviene
innecesaria ante un mundo en el cual no hay individuos que gobernar ni
intercambios que mediar. En el mundo que narra, los individuos se hacen
soberanos sin necesidad de Estado alguno que asegure sus propiedades y nombres
propios, pues ya no existe la propiedad privada ni el dinero y los hombres
empiezan a perder sus nombres. Superada la muerte natural, deciden
individualmente cuando vivir y cuando morir. Sin amigos, cada cual juega un ajedrez
solitario, y construye todo el arte y ciencia que necesita. Como en la
farsa nacionalista, ya no portan un nombre propio con el cual morir, sino que
cada individuo remite al género; A diferencia de esa farsa, ese género no es el
nazi o peronista, sino el de una humanidad en la que incluso el hombre que no
es peronista cree ser, como en el peronismo, todos los hombres[36].
No
es claro por qué este relato de Borges sobre el futuro carga con el cansancio
desde el título, y despliega un estilo algo melancólico. Rosa lo adjudica a que
tal vez el narrador ha de volver al tiempo que aborrece[37].
Y es que su lectura se ve obligada a soslayar que también los habitantes del
mundo que visita el narrador se hallan algo cansados, si es que no el propio
Borges como eventual inventor de esa utopía. El título del relato, de hecho,
juega con la indeterminación[38]:
es imposible saber quién es el hombre que está cansado ni quién considera a ese
mundo como una utopía. Mucho menos, si la utopía de un hombre cansado ha de
celebrarse, o si, por el contrario, su cansancio le impide forjar una utopía
para el resto de los hombres descansados.
Al
presentar el relato en cuestión dentro del libro en el que lo publica, Borges
lo describe como el texto más honesto y melancólico del volumen[39].
Poco antes de la caída del peronismo que Borges objeta es difícil pensar que
para Borges una mirada honesta resulte optimista. Antes bien, puede pensarse
que su honesta melancolía pase por recordar una alternativa de futuro que
difiera de la que podría ser una triste prolongación del presente. De hecho en
un muy sugerente ensayo periodístico escrito en 1966 Borges conjetura acerca
del futuro, pronosticando un mundo similar al del cuento que nos interesa: Un
mundo sin políticos ni noticias, sin museos ni bibliotecas, en el que cada
hombre habrá de ser su su propio Tiziano y Shakespeare[40].
Cuando Borges imagina ese futuro, no lo describe como un orden deseable: Antes
que a Moro, nombra a Samuel Butler. Solo un hombre cansado (sea el escritor,
sea el narrador o sea el hombre del futuro, si es que no los tres) podría
considerar esa distopía como utopía. Una vez cansado el hombre, su utopía es la
de una vida en la cual poco importe vivir o morir. Y, de hecho, en el cuento en
cuestión se señala que los hombres no saben si continuar o no con la existencia
del género humano. Al ser cada individuo el género, deja de exponer su finitud
ante sus contemporáneos. Pierde un nombre propio que legar al futuro, y con
ello la energía que le permite construir lo nuevo como futuro recuerdo de otros
hombres y sus frágiles memorias.
En
ese mundo, narra Borges, los hombres casi no leen. La Utopía de Moro,
por ello, es recordada como ejemplo de los pocos libros que se mantienen y ya
solo se releen. En lugar de abrir otro futuro, recuerda un pasado en el que se
imaginaba la construcción de un futuro compartido a través de una promesa que
no se quiere heredar. Como en el futuro que imagina Borges, cada cual escribe
solo para sí mismo, sin ser recordado más que para una que otra elegía, acaso
como último recuerdo de un mundo en el que los finitos hombres se preocupaban
de la muerte ajena, mediante una inscripción del duelo que en un mundo sin
individuos ha resultado imposible. Puesto que ya no existen amigos por
recordar, la genérica vida del hombre pierde su valor individual. Si no hay
gobernantes no es, entonces, porque todos los hombres son libres en un orden
anarquista, sino porque se ha pasado de una representación política mínima y,
para Borges, necesaria, a una vida en la que ya no se puede distinguir entre la
vida del individuo y su representación en el género. En ese mundo, casi al
pasar, se narra que un tal Hitler, por haber inventado el crematorio, es
considerado un filántropo[41].
La
sutil mención de Borges a Hitler resulta curiosa, y no han faltado quienes lo
han leído como parte de su supuesto humor negro[42].
Resulta difícil, sin embargo, creer que Borges juega con algo que ha tomado tan
en serio como el nazismo. En 1945 había afirmado que procuraría no escribir una
línea que pudiera confundirse con el nazismo[43],
y nada hace pensar que en los textos posteriores ha abandonado ese imperativo.
Por ello, un mundo en el que Hitler puede ser percibido como un filántropo no
podría ser destacado. Antes bien, parece el dato final de una vida en la cual
junto a las cenizas del individuo se pierde la diferencia entre el individuo
real y la ficción de la humanidad. Sin ese hiato cae también la posibilidad de
que los individuos escriban nuevas ficciones, después de leer las antiguas
ficciones legadas por otros hombres igual de finitos. Sometidos a la eternidad,
pierden cualquier rastro de la individualidad liberal, y con ello el empirismo
que se le apareja, ese que para Borges la literatura debiese cuestionar y la
ética suponer:
“Pero
no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de
partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la
duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos
en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis.
Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar.
Eludimos las precisiones inútiles. No hay cronología ni historia. No hay
tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte
cómo me llamo, porque me dicen alguien”[44].
Las cifras de la
ilusión. Frente a tales posiciones, Borges busca retomar una política
nominalista que pueda contar con un teatro distinto al de la teatralidad
política nacionalista. Es decir, un teatro que pueda cuestionar la identidad el
representante y lo representado. Al mostrar durante que todo hombre puede ser
otro, el teatro debe enseñar a los hombres, después de la función, a desconfiar
de quienes los representantes dicen que son. Si el contrato teatral solo puede
funcionar si nos abandonamos y creemos que los actores son quienes representan[45],
ante la política considera es necesario no abandonar el juicio y notar la farsa
política que se presenta como realidad. Contra la
falsa ilusión de verdad del nacionalismo, Borges clama por una ilusión que se
muestre como tal, minando el régimen de las certezas que busca construir, según
su mirada, la teatralidad nacionalista.
Para pensar en ello, resulta crucial que los hombres comprendan el
teatro como tal, y así luego poder distinguir entre el teatro y la realidad.
Esa alternativa desconocida para los gauchos del Fausto de Del Campo es
reescrita, por Borges, en su conocido relato sobre las dificultades de Averroes
para traducir los vocablos aristotélicos “tragedia” y “comedia”. En este
cuento, Borges reescribe el comentario de Averroes que hace Renán desde el
supuesto de la jerarquía filosófica de los griegos por sobre los árabes.
Averroes, señala Renan, admira a Aristóteles con superstición. Pese a ello,
desde el mundo árabe no puede comprender la teoría aristotélica de la ficción,
dado que los árabes han conocido de Grecia la filosofía y la ciencia griega,
pero son incapaces, para Renan, de comprender su literatura. Tal como a los
chinos la Biblia les parece un libro inmoral, los árabes no comprenderían la
poesía griega de haberla conocido: los errores de Averroes acerca de ella,
escribe el francés, hacen sonreír[46].
Los deslices de la lengua griega a la árabe, por tanto, son
pensadas por Renán, en materia de literatura, como una pérdida en la que nada
se gana. Su posición, por cierto, no resulta tan aislada a la hora de ponderar
la producción de Averroes. Al menos en el relato la historia de la filosofía
occidental que Borges prefiere, escrito por Russell, se sostiene que Averroes habría
sido un comentarista y no un autor original. En particular, de Aristóteles, por
quien afirma Rusell que Averroes habría tenido la reverencia que se otorga al
fundador de una religión[47].
Esa eurocentrada posición es reiterada por Borges, para quien Averroes habría
sido un limitado puente entre el teatro griego y el mundo moderno, antes que un
autor capaz de reescribir la filosofía aristotélica. Hermosa y patética es su
tarea, escribe el narrador de “La busca de Averroes”, ya que se consagra a
comprender a un hombre que ha vivido catorce siglos antes, y a quien no podría
comprender. Antes que la distancia temporal, es la hermenéutica la que otorga
ese patetismo. En
uno de sus ensayos, de hecho, Borges sospecha que el culto de Aristóteles no es
acompañado de una total comprensión de su obra. Antes bien, parecen guardar un
testimonio Occidental que luego otra Europa podría relevar, mientras que ellos
transmiten la filosofía aristotélica como si repitieran o transcribieran un
mensaje cifrado[48].
Y es justamente esa cifra
aristotélica la que Averroes no puede descifrar, de acuerdo a Renan, tal como
Borges reconoce que Renan no puede descifrarlo, ni Borges a Renán o Averroes,
de modo tal que debe imaginar la historia del fracaso averroísta como el
fracaso de todos los intérpretes en cuestión. De acuerdo a algunos ejemplos de una
larga y variada tradición de comentaristas, muchos de ellos muy lúcidos, lo que
tematiza entonces Borges es la imposibilidad de traducir del mundo griego al
árabe las categorías de tragedia y comedia[49]. La
confirmación de esta imposibilidad se halla, de acuerdo a tal estrategia de
lectura, en el torpe ademán de Averroes de traducir, al final de la historia,
las voces tragedia y comedia como panegírico y sátira, respectivamente. Así, de
modo ejemplar, Umberto Eco lee ahí la incapacidad de la traducción entre
culturas que no vaya acompañada del viaje entre culturas:
“Es
trágica la comedia puesta en escena, sin quererlo, por tantos traductores que,
por una discrepancia entre culturas, han retardado en algunos siglos la mutua
comprensión entre esas culturas. Esto no es para animarnos a seguir repitiendo
la gastada boutade según la cual el traduttore es siempre un traditore; más
bien debe llevarnos al menos a pensar que quién sabe cuántas veces los
desencuentros entre culturas se han debido (y se deben aún hoy) a traducciones
fatalmente infieles. Para traducir no basta conocer una lengua, aunque haya
sido estudiada a fondo. Averroes hubiera debido viajar de Córdoba a Atenas.
Pero lamentablemente, en su tiempo, no habría encontrado nada que pudiera
interesarle”[50].
La
posición de Eco es discutible pues puede afirmarse que el viaje no asegura la
certeza de la traducción. Quizás, incluso, la torna más esquiva, de modo tal
que lo que habría que pensar es cómo se traduce en ese desencuentro. Como bien
arguye Pablo Oyarzún, en breves pero decisivos párrafos para comprender el
relato de Borges, lo que allí se tematiza no es la tensión entre la distancia
del traductor y la comprensión de la experiencia, sino la ubicua distancia de
la traducción con la experiencia[51].
La pregunta que Borges abre entonces es la de cómo habitar ese hiato, asumiendo
la imposibilidad de una representación correcta. Es por esto que algunos
comentaristas del texto han señalado,
retomando quizás de forma acaso algo apresurada algunas ideas borgianas sobre
la traducción, que Averroes sí halla algo en su búsqueda, abriéndose la opción
de pensar en otra lengua. De este modo, se ha afirmado que el cuento concluye
con la alternativa de que sí exista la comunicación intercultural[52],
o que sería un texto precursor a la crítica de Said al orientalismo[53].
Borges,
en efecto, cuestiona en variados textos que una traducción no literal no sea
una traducción, o que sea una traducción inferior. En un ejemplo decisivo,
argumenta las virtudes de las distintas traducciones inglesas de Las Mil y
Una Noches, incluyendo las menos literales. Los traductores occidentales,
en ese sentido, bien podría reescribir las letras orientales, a través de
estrategias que pueden implicar la reescritura del texto en un tiempo y espacio
distinto al que ha surgido. La posibilidad del movimiento inverso, sin embargo,
no es segura, y no porque no exista una cultura oriental que a Borges fascina
con fuerte orientalismo, sino porque el mundo oriental en general, y el mundo
árabe en particular que se tematiza en el cuento, no pareciera poder avanzar
hacia el nominalista mundo moderno que asume la multiplicidad de los nombres.
Y, con ella, la posibilidad de más de una traducción. En ese sentido, el texto
parece, contra lo recién descrito, prolongar un imaginario orientalista en el
que, desde un Oriente que desconoce el romanticismo, una traducción libre no es
una traducción buena. Para describir esto, es necesario abusar otro poco de la
paciencia de quien lea, y detenernos en el cuento mencionado.
La busca de la modernidad. En
ese sentido, más que como una narración del desencuentro geográfico, nos
interesa leer el relato como una historia de la imposibilidad del paso temporal
del mundo árabe a la modernidad y sus teatros. Situado en un contexto platónico
antes que aristotélico, como bien argumenta Sylvia Dapía[54],
el Averroes que narra Borges argumenta, desde el primer párrafo, que la
divinidad piensa las especies por sobre el individuo. Por esta razón, Averroes
no es capaz de subsumir en género algúno el caso que interrumpe su meditación
platónica, en el que un grupo de niños, semidesnudos y en español, juegan a
representar una escena religiosa[55].
Desde el comienzo del relato, el evanescente teatro se opone a la religión y
sus repartos, alterando toda reproducción simple de la ceremonia: El juego que
se narra es poco duradero, puesto que ninguno de los niños quiere simular ser
congregación o torre. La atea comedia, desde el comienzo, no respeta género
alguno de lo humano, partiendo por la distinción entre lo humano y lo no
humano.
Esta
tensión entre el desorden teatral y el orden teológico de los géneros puede ser
leída en los siguientes pasajes del cuento. En particular, en el poco atendido
diálogo que sostienen Averroes y el viajero Albucásim acerca de la relación
entre naturaleza y escritura. Mientras frutos y pájaros pertenecen al mundo
natural, argumenta allí Averroes, la escritura es un arte. Esto es, una
inscripción artificial distinta a los objetos naturales que sí existen. Frente
a quienes entienden que el Corán es una sustancia que puede encarnarse en
hombres u animales, Averroes mantiene una estricta separación entre las letras
y los cuerpos, obliterando toda alternativa mediante la cual la letra pueda
transformarse en un cuerpo, y transformar los cuerpos, como acontece en el
incomprensible teatro. De ahí, por cierto, que pueda reflexionar y traducir la
poesía dramática, pero no la puesta en escena teatral, como tematiza el relato.
Dado
que Averroes no puede discutir de teología con el ignorante Albucásim, el
diálogo se desvía. A falta de universales, han de conversar sobre particulares,
de modo tal que se le pregunta al viajero por las maravillas del mundo que ha
observado. Evidentemente, con ello el estatuto del diálogo se desplaza hacia
cierto empirismo sin el que el saber del viaje no podría autorizarse. Y el
narrador, de hecho, se vale de ello para cuestionar cualquier certeza del
género al señalar que la luna de Bengala no es igual a la de Yemen, pese a que
se describen con las mismas voces. Mientras para la primacía platónica del
género toda luna se inscribe bajo su género o especie, dependiendo qué
cosmología suponga, para el empirismo del viaje la luna nunca es la misma, de
modo tal que no podría haber un nombre adecuado para ella. La maravilla,
reflexiona el narrador, es algo incomunicable. La poesía, deja entrever, ha de
buscar una y otra vez esa nominación. No podría alcanzarla, y es esa falta de
nombre propio la que permite su búsqueda.
El
propio Borges, por cierto, se vale en otros textos del ejemplo de la luna para
tematizar la cuestión del nombre. Incluso en sus textos de juventud, más
cercanos al nacionalismo que luego cuestiona, desconfía de cualquier nombre que
pudiera dar con la luna. De este modo, uno de los ensayos recogidos en El
Tamaño de mi Esperanza argumenta que luna misma es una ficción. Más allá de
conveniencias astronómicas que no vienen el caso, argumenta Borges, no hay
semejanza entre las lunas, incluso cuando se perciban tan cerca. El redondel
amarillo que se está alzando sobre el paredón de Recoleta, explicita, no es la
tajadita rosa que ha visto noches atrás en la Plaza de Mayo[56].
La luna siempre es más de una, incluso, si es que no es especialmente, cuando
sea observada desde lugares cercanos. La historia literaria de la luna,
parafraseando un texto más conocido de Borges, es entonces la historia de las necesariamente
múltiples metáforas de ella:
“Otras palabras hay cuyo sentido depende del
escritor que use de ellas: así, bajo la pluma
de Shakespeare, la luna es un alarde más de la magnificencia del mundo; bajo la
de Heine, es indicio de exaltación; para los parnasiano era dura, como luna de
piedra; para don Julio Herrera y Reissig, era una luna de fotógrafo, entre
aguanosas nubes moradas; para
algún literato de hoy será una luna de papel, alegrona, que el viento puede
agujerear”[57].
En
un notable trabajo que pasa de modo muy sugerente por “La busca de Averroes”,
Ezequiel de Olaso recuerda que para Aristóteles la capacidad de producir
metáforas es lo único que no puede aprenderse de otro. Esto puede significar,
para de Olaso, que toda metáfora es una invención irrepetible, pero también que
toda metáfora se inscribe en un contexto de modo irrepetible, al punto de que
si se inscribe en otro discurso resulta otra metáfora[58].
La luna escrita por cada poeta, retomando el ejemplo de lo antes citado, sería
distinta en cada poeta, o bien sería distinta cada vez que se escribe o se lee.
De Olaso remarca la imposibilidad de afirmar una u otra lectura en el texto
aristotélico, señalando que la primera interpretación resulta la más simple,
mas también la más difícil de aceptar. Quizás, sin embargo, la radicalidad del
nominalismo que tematiza Borges en el discurso de Albucásim radica en su
exigencia de aceptar, de modo simultáneo, ambas afirmaciones, eludiendo
cualquier certeza de la identidad del autor o de la de sus metáforas. La
enunciación nominalista, en ese sentido, no tendría ni más ni menos estabilidad
que la de su siempre coyuntural e irrepetible inscripción, irreductible a
cualquier género que administre sus nombres.
Y
es esa errancia moderna del nombre lo que amenaza el discurso del árabe
Averroes, incapaz de comprender la pluralidad de las maravillas observadas por
el viajero. Sin gran capacidad de inventar metáforas, Albucásim prefiere contar
una curiosa anécdota: ha visto una escena en la que distintos hombres mostraban
ser otros que sí mismos. Padecían prisiones que no se veían y cabalgaban sin
tener caballos, según describe. Morían, y luego estaban de pie. Tan extraños
hombres parecen padecer una realidad puramente nominal, ya que dan por ciertas
muertes y caballos solo por nombrarlas, sin que hubiese antes un objeto que las
presentase o que quedase después un nombre que asegurase la futura identidad de
lo que han, de modo fugaz, experimentado.
Ante
quien caracteriza a tales hombres como unos locos, Albucásim cuenta que un
mercader le ha explicado que estaban figurando una historia. Deseando aclarar
esto a sus platónicos contertulios, el viajero les pide imaginar que alguien
muestra una historia en lugar de referirla. Es decir, una singular narración en
la cual la realidad puede exponerse sin necesariamente ser nombrada, por lo que
que la palabra pierde allí la centralidad que incluso en Aristóteles mantiene
la poesía dramática. De modo predecible, no lo pueden comprender bien. Por
esto, Albucásim luego debe responder si acaso los personajes hablaban. Al decir
que sí, otro interlocutor dice que, en ese caso, habría bastado con una persona
en lugar de veinte. Todos los comensales, narra Borges, corroboran esa opinión.
Es
evidente, en la perspectiva de quienes asienten, la reducción del diálogo
teatral al monólogo, la sujeción del teatro a la narración, el deseo de
subordinar el mostrar al referir. Con ello, los partidarios de Averroes buscan
resguardar la escritura de todo potencial desdoblamiento y alteración de la
inscripción, siempre nueva, del gesto teatral. Al no poder pensar la
inscripción nominalista, y el individualismo que autoriza la vida de singulares
que no se dejan subsumir en género alguno, pierden la opción de comprender la
lógica del mundo moderno anticipada por el teatro. El mundo árabe, sometido a
un platonismo que imposibilita cualquier liberalismo, queda así fuera de la
modernidad que Borges quiere rescatar de los nuevos platonismos nacionalistas.
Contra
la tentación moderna de la singularidad, Averroes cierra la conversación con un
largo monólogo que todos asienten por su defensa de lo antiguo. En ella, el
personaje rescata una metáfora que compara la vida de los hombres, por su
sujeción al destino, con la de camellos ciegos. Con ello, Averroes afirma tanto
una ética no individual como una poética coherente con esa ética. El valor de
un poema, según argumenta, trasciende el asombro fugaz, pues presenta una
verdad intemporal. Se lo lee, por así decirlo, siempre de la misma forma. De
ahí que el teatro narrado por Albucásim no pueda ser un poema, pues éste solo
puede inscribirse cada vez de modo distinto, cada vez de forma efímera y
parcial. Mientras el teatro inventa un mundo artificial con más que un hombre y
más cuerpos que los de la letra, para Averroes el poeta es uno que da, en la
letra, con la analogía correcta para los muchos al Uno de un mundo ya dado,
respetando la distinción entre la letra y el mundo. Su trabajo, sentencia el
filósofo, es el de descubrir y no el de inventar. Quien haya descubierto una
buena metáfora no podría ser superado:
“Infinitas
cosas hay en la tierra; cualquiera puede equipararse a cualquiera. Equiparar
estrellas con hojas no es menos arbitrario que equipararlas con peces o con
pájaros. En cambio, nadie no sintió alguna vez que el destino es fuerte y es
torpe, que es inocente y es también inhumano. Para esa convicción, que puede
ser pasajera o continua, pero que nadie elude, fue escrito el verso de Zuhair.
No se dirá mejor lo que allí se dijo"[59].
Los géneros de la múltiple. Ya
antes del Islam, prosigue Averroes, los poetas habrían dicho todo en el
infinito lenguaje de los desiertos. Tras la verdad del Islam, esos verdaderos
poemas permite orientarse en los desiertos, al punto que Averroes reconoce
haber recordado España en un desierto africano gracias a algunos versos. A
diferencia de los viajes de quien cree que cada luna es otra, o de los locos
que simulan ser otros que ellos mismos, el saber platónico que brinda la poesía
permite confirmar el objeto incluso cuando no se está con el. Y es la claridad
de esa relación lo que la moderna narración nominalista de Borges despedaza al
señalar que, tras traducir a Aristóteles, Averroes desaparece, y con él las
imágenes y personajes narrados, incluyendo Albucásim. E incluso, tal vez,
el río de Guadalquivir que antes Averroes, de quien el relato parte señalando
que agradece la estabilidad del agua, había destacado porque podía compararse
al agua de un pozo. Frente a la seguridad en las comparaciones y tamaños, la
narrativa desestabiliza su referencia una vez que ha sido nombrada, incluso
cuando es parte del mundo natural que para Averroes es parte del mundo y no de
la letra. Como en un teatro, en la narración de Borges no queda seguridad
alguna tras lo enunciado.
Perdido
el nombre, se pierde la cosa que únicamente podrá buscarse, de modo siempre
incompleto, en una futura nominación que no podría asegurar su retorno, sino la
siempre incierta ficción. De
este modo, el desencuentro narrado no es, en Borges, pura pérdida. Al contrario,
esa pérdida del objeto es la que le permite la narración. Mientras en su
fracaso Averroes no puede ampliar las concepciones de la literatura, debiendo
limitarse a leer de forma equivocada categorías antiguas para leer la
literatura antigua, Borges, en tanto escritor moderno, sí puede llevar a la
literatura la busca del pensador árabe como una historia que no se deja pensar
desde las categorías antiguas. Ni estrictamente cómica ni estrictamente
trágica, la historia de Averroes escrita por Borges supera la distinción entre
ambos géneros, mientras que el Averroes que narra ni siquiera logra dar con esa
distinción.
De esa manera, Borges conjetura que la
única opción de mantener el discurso de la primacía del género es a través del
nominalismo que imposibilita esa primacía. Averroes hoy solo puede ser
recordado desde un mundo nominalista al que el mundo árabe no ingresa, a
diferencia de lo que acontece con los gauchos del Fausto, cuya
incomprensión del teatro, acaso similar a la de Averroes, puede ser narrada por
alguno de sus contemporáneos. En el comentario con el que cierra el relato
sobre Averroes, Borges su historia como la de quien ha deseado comprender un drama
sin haber visto un teatro[60].
Al introducir aquel vocablo, y no el de comedia o tragedia, Borges parece
expresar que desde su presente moderno incluso una adecuada traducción de las
nociones de comedia y tragedia resultan, por genéricas, algo toscas. La poesía
dramática moderna, por el contrario, es para Borges escrita frente a cualquier
ley simple del paso del género a la obra, o incluso del texto al teatro.
Las ilusiones del individuo. En esa dirección, bien puede
contraponerse el relato borgiano de Averroes con algunas de las múltiples
indicaciones y relatos sobre Shakespeare que pueden hallarse en la obra de
Borges. De modo decisivo, la figura del dramaturgo inglés se emplaza dos
ensayos en los que Borges reflexiona sobre la impotencia moderna de la
enunciación divina que creía poder asegurar su propia nominación a través de la
singular performatividad de quien enuncia “Yo soy el que soy”. Antes del
nominalismo, la teología gustaba de pensar la autonominación divina como una
confirmación de quien se nombra a sí mismo, al punto que Dios puede ser Nadie
para no determinarse en una u otra forma concreta. El que es, más que un quién,
es lo que es. A diferencia de los hombres en general, puede decir Yo con toda
propiedad en su generalidad; A diferencia de los peronistas en particular,
puede nombrarse a sí mismo sin que esa indeterminación remita a una indistinción
abstracta, sino a sus determinadas notas divinas.
Entre la verdad divina y la falsedad
peronista, la nominación liberal es simultáneamente más débil y más fuerte: no
puede asegurar su identidad con su nombre, y por eso al nombrar construye una
frágil identidad que no existía antes de ser nombrada. La ficción del yo, por
tanto, se abre con una nominación incierta. Aún cuando desde Johnson hasta
Víctor Hugo, según documenta Borges, se piensa a Shakespeare como un hombre que
es todos los hombres[61],
el escritor argentino lee la obra del dramaturgo inglés como dato de lo
contrario. Por esto, Borges resalta que una de las comedias de Shakespeare
reescribe de modo profano, con una réplica fallida, la autoafirmación divina a
través de la falla humana. Después de que se descubre la farsa de uno de sus
personajes, este último vuelve a ser concebido como un hombre. Igual a todos en
sus necesidades, es desigual a todos en su libertad. Es todos los hombres
porque, tras la máscara momentánea, es un hombre real que resulta siempre
distinto al resto de los hombres:
“La trampa se
descubre, el hombre es degradado públicamente y entonces Shakespeare interviene
y le pone en la boca palabras que reflejan, como en un espejo caído, aquellas
otras que la divinidad dijo en la montaña: «Ya no seré capitán, pero he de
comer y beber y dormir como un capitán; esta cosa que soy me hará vivir». Así
habla Parolles y bruscamente deja de ser un personaje convencional de la farsa
cómica y es un hombre y todos los hombres.“[62].
El
arte de Shakespeare, por tanto, habita la imposibilidad de que un hombre sea el
hombre. Asumiendo esa finita individualidad, ninguna de sus creaciones podría
valer de modo platónico: ha de crear sin creer que una obra ha de ser todas las
obras. Hostil
a las normas predeterminadas de producción teatral, las ficciones de
Shakespeare inauguran el nuevo tiempo del teatro al instaurar un teatro sin el
tiempo del teatro clásico. Por esta razón, Borges destaca una
introducción a su obra que reconoce que más que infringir las normas clásicas,
Shakespearte simplemente la trasciende o ignora[63] . En
su obra, para Borges, existen anacronismos que abren la ambigüedad literaria
contra la verdad histórica. Sucede que para Shakespeare -a diferencia de Bacon,
lo que permite a Borges objetar a quienes suponen que Bacon ha sido
Shakespeare- la historia universal es un mero caos de fábulas casuales. Por
ello, ejemplifica mostrando que en una de las comedias de Shakespeare
Aristóteles es anterior a la Guerra de Troya[64].
Con ese ejemplo, Shakespeare desquicia
tanto al personaje histórico Aristóteles como a las categorías de su poética.
La modernidad literaria ya no ha de operar con sus categorías, al punto que la
noción misma del teatro, irreductible a su determinación textual, comienza entonces
entonces a autorizarse. Frente a la sujeción aristotélica del efecto trágico al
texto, la novedad de Shakespeare, para Borges, está en su afirmación de la
irreductibilidad de la escena: sentía que el momentáneo hecho estético emerge
en la observación de la escena, y no en la menos fugaz posibilidad de leer un libro[65] .
Las
obras de Shakespeare, que por cierto poco cuando fueron escritas casi no
circulaban por escrito fuera de su compañía, solo podrían ser pensadas desde el
Averroes borgiano como un mostrar sin mucho referir. Incluso en el momento de
la escritura, necesita imaginar la encarnación de sus nombres. En efecto,
Borges conjetura que para escribir necesitaba imaginar las tablas y actores[66].
A diferencia de Averroes, no le preocupa tanto la intemporalidad de la metáfora
eterna como la evanescencia de lo que presenta. Más preocupado del presente que
del tiempo[67]
-es decir, de un presente que jamás podría creerse del todo pleno- su obra
permite el surgimiento de un arte nominalista que abre, en la historia del
teatro, la autonomía de las formas que luego habrá de desarrollar la escritura
que poco le ha importado. Un gustador de Joyce o Mallarmé, especula Borges,
sería quizá su mejor traductor[68].
A diferencia de Averroes, sus traductores están autorizados a una variación que
no implica incomprensión. El propio Borges, en efecto, confiesa haber
comenzado, junto con Bioy Casares, una traducción de Shakespeare que no
prosigue. La idea que los motiva, coherente con lo antes expuesto, habría sido
la de traducir libremente: inventando y fantaseando[69]
.
Nadie en la historia. Esta
radicalidad que Borges atribuye a Shakespeare se explica porque su disolución
de las categorías clásicas de la comedia o la tragedia abre la disolución de
cualquier certeza en los personajes. Más cerca de
Joyce que de los grandes novelistas, de acuerdo a lo que reconoce en una
entrevista[70], Borges lee en su obra cierta
discusión sobre la disolución de la personalidad que recorre la literatura que
Borges destaca de sus contemporáneos. Si Hamlet, según argumenta, ha
interesado de forma tan decisiva a la crítica es porque instala, de modo casi
profético, discusiones psicológicas del siglo XIX a las que Dostoievski saca
mayor partido que nadie[71],
justamente a propósito de “nadie”.
Huelga
aquí recordar que Borges, en su tensa relación con el escritor ruso recién
mencionado, señala que este ha enseñado que nadie es imposible[72].
Quizá es necesario leer esa oración en su doblez: No es posible que exista
nadie, por lo cual es posible que cualquiera existe, incluso aquel que crea ser
todos. A diferencia de lo que ocurre en el futuro que Borges imagina, todo
hombre para Dostoievski, lector de Hamlet, es un alguien no genérico. De allí
se sigue que ningún género puede delimitar, de antemano, como habrá ser cada
cual, cada vez. El nombre que se porte se hace real en la medida en que se
encarna siempre de otro modo. Y es esa hiperbolización de la singularidad la
que Shakespeare narra. Lo que le interesa, argumenta Borges, eran las diversas
maneras de ser hombre de que la humanidad es capaz[73].
En
el cuento que dedica a Shakespeare, de hecho, Borges narra su vida como la de
quien, por no haber sido alguien tras de rostro, encarna múltiples personajes.
Tan extraño personaje, de acuerdo a lo narrado, pronto nota que las otras
personas sí son alguien. Aprende, por esto, el oficio de presentar su falta de
personalidad como personalidad ajena frente a quienes sí poseen una
personalidad delimitada. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre,
narra Borges, y acaso Nadie allí sea tanto ningún otro hombre como el impropio
nombre propio de quien, como Proteo o Shakespeare, desarrolla una cruel
existencia en la que deviene infinitas existencias ajenas:
“Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era
alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró
la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario,
juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel
otro.”[74]
Tras
veinte años con la singular felicidad que le otorga la actuación, y las
posteriores tristezas de volver a la irrealidad de ser Nadie, ese hombre sí
logra ser alguien: Vende su teatro, recupera los árboles y pasados de niñez sin
incluirlos en el teatro, hace fortuna con préstamos, litigios y pequeña usura,
escribe un testamento ajeno a todo rasgo patético o literario. Contra la
romántica figura de un Shakespeare atormentado, Borges insiste, en este cuento
y en sus ensayos sobre Shakespeare, en que, fuera del escenario, fue un burgués
como cualquier otro. Es decir, un hombre
distinto de todos los otros por haber sido uno y no otro.
A
diferencia del futuro que se visita en “Utopía de un hombre que está cansado”,
en la Inglaterra admirada por Borges los anónimos hombres pueden retomar la
identidad, y con ella poner en funcionamiento el liberalismo económico.
Gústenos o no ello, para Borges esa posibilidad deviene necesaria para poder
vivir en un mundo de libertades y amigos, en el cual el principio de identidad
puede suspenderse de manera momentánea en el arte, y ser retomado una vez que
ha caído la función. A diferencia del mundo de artistas aislados imaginados en
aquel cuento, en el mundo de Shakespeare puede distinguirse entre la escena y
la realidad. Cuando los amigos visitan al retirado Shakespeare, anota el
narrador, este vuelve a ser el poeta que ha dejado de ser[75].
Cuando la amistad le brinda otras individualidades puede volver a ser Nadie
para luego volver a ser alguien. Incluso puede, de acuerdo a lo narrado en un
posterior cuento de Borges, dar su memoria a otro hombre que no deja de ser
quien es por recordar, de modo doblemente singular, su vida con la de
Shakespeare[76].
Un alguien que recibe la memoria de ese otro alguien no deja de ser un
individuo, puesto que la multiplicidad de experiencias del hombre que en la
literatura anula su personalidad es lo que confirma, en la fragilidad de la
memoria, su personalidad fuera de la escena. Bajo la ficción del nombre propio
que la literatura desarma y la economía restituye, Shakespeare no es sus
personajes.
Desenmascaramientos de la
política. Si hemos debido dar esta larga
vuelta por sus versiones de Averroes y Shakespeare de Borges para pensar la
política en Borges es porque su crítica al peronismo necesita afirmar el teatro
como mecanismo de destitución de la ilusión política. Para tematizar ese
vínculo, recuerda un drama en el que Corneille, a quien Borges en esta cuestión
emplaza en la línea de Shakespeare[77],
retoma la estrategia del teatro dentro del teatro. A saber, L'Illusion Comique, temprana pieza en la
que el autor francés recorre las tensiones entre ficción y realidad al escribir
una obra teatral en la que los personajes han sido engañados por otra ilusión.
Borges
recupera el título de esa obra para describir el peronismo a diez años del
denominado Día de la Lealtad Nacional. En este breve ensayo, narra lo que
considera un melodrama político, patético o burdamente sentimental, que juzga
acaso tan detestable como encarcelamientos, torturas y otros métodos que atribuye
al gobierno peronista. La renuncia de Perón, las manifestaciones públicas en su
apoyo, la supuesta quema de una bandera por parte de los grupos católicos y
todo lo que ocurre en ese día en realidad, para Borges, no ocurre. No es ni más
ni menos que una ficción escénica, al punto que argumenta que Perón pudo
olvidarse de renunciar a su renuncia ya que su renuncia fue tan irreal que no
hubo real necesidad de negarla. En el torpe paso de un mundo de individuos a un
mundo de símbolos, la discordia ya no pasa por partidarios y opositores al
dictador, sino entre quienes apoyan o cuestionan una efigie o un nombre. Es
decir, por un público igualmente falso que cree que es nombrado en lo que
nombra, como si esa ficción fuese real y con eso también ellos se hicieran
reales:
“ya Samuel Johnson observó en
defensa de Shakespeare que los espectadores de una tragedia no creen que están
en Alejandría durante el primer acto y en Roma durante el segundo pero
condescienden al agrado de una ficción. Parejamente, las mentiras de la
dictadura no eran creídas o descreídas; pertenecían a un plano intermedio y su
propósito era encubrir o justificar sórdidas o atroces realidades”.[78]
Es
frente a ello que Borges clama por un teatro moderno que pueda, en su
insistencia por lo singular, oponerse a un ya determinado teatro genérico. Al
destituir esa ilusión cómica con su ilusión nominalista, puede colaborar a
construir otro orden de representación. De hecho, opone la teatralidad
peronista al posterior régimen y su modo no patético de gobernar, en el que el
nombre del gobernador no es más, ni menos, que el de un hombre que gobierna.
Por esto, Borges puede pensar que el liberal es un gobierno que no supone como
real la ficción de la nación, o cualquier otra ficción, salvo las ficciones
mínimas que permiten las siempre plurales vidas de los individuos, sus negocios
y amistades. Más que una crítica radical a la representación, por tanto, aspira
a una representación política que asuma sus límites. Esto es, un ejercicio del
gobierno que asuma que debe alterar lo menos posible la libertad de los
individuos, y que no se parezca al Congreso descrito en el cuento homónimo. La
utopía de un Borges descansado es la de un capitalismo sin autoridad política,
mas sus energías políticas están siempre ya demasiado cansadas para superar el
liberalismo político que ha defendido. Ante el riesgo de una sociedad sin
hombres, prefiere una más concreta posibilidad de gobierno liberal contra los
fantasmas del peronismo. Mientras en este último la política aparece al modo de
un complot en el cual hasta los espacios secretos se hallan enmascarados,
Borges aspira a un Congreso público que pueda asegurar un mínimo orden público.
Que la facticidad muestre, de acuerdo a su diagnóstico, la creciente dificultad
de que el Parlamento no se parezca al Congreso que fabula no resulta un dato
que anule la necesidad del liberalismo, sino lo contrario.
Por
lo mismo, en otra crónica escrita durante los años marcados por el peronismo,
Borges vincula, de un modo solo aparentemente azaroso, la simulación política
moderna con la introducción de un segundo personaje en el drama ateniense. Tan
decisiva modificación, que marca el futuro del teatro al abrirlo más allá de la
declamación atribuida al averroísmo, permite que sea más de uno el que fabula,
abriendo el desquicio de una presentación en la que varios hombres potencian
mutuamente su irrealidad. Con ello, se abre la posibilidad del teatro que
heredan Shakespeare y tantos más:
“En aquel día de una primavera remota, en aquel teatro del color de la
miel ¿qué pensaron, qué sintieron exactamente? Acaso ni estupor ni escándalo;
acaso, apenas, un principio de asombro. En las Tusculanas consta que Esquilo
ingresó en la orden pitagórica, pero nunca sabremos si presintió, siquiera de
un modo imperfecto, lo significativo de aquel pasaje del uno al dos, de la
unidad a la pluralidad y así a lo infinito. Con el segundo actor entraron el
diálogo y las indefinidas posibilidades de la reacción de unos caracteres sobre
otros. Un espectador profético hubiera visto que multitudes de apariencias
futuras lo acompañaban: Hamlet y Fausto y Segismundo y Macbeth y Peer Gynt, y
otros que, todavía, no pueden discernir nuestros ojos”[79].
La imposibilidad de clausurar la historia del teatro muestra la
constitutiva apertura de la historia de los individuos que el nacionalismo, en
su deseo de conformación de un héroe definitivo, desea cerrar. El porvenir del
teatro, por así decirlo, abre la posibilidad de que los individuos, asumiéndose
como tales, inventen nuevos porvenires dentro y fuera del teatro. El del
nacionalismo, por el contrario, amenaza con cerrarlo con un falso diálogo
preestablecido. Por esto, Borges cuestiona los regímenes nacionalistas como torpes
imitaciones de los profesionales del patriotismo. En una época en la que lo
heroico solo puede añorarse, según explicita, las simulaciones nacionalistas
constituyen para el autor un régimen patético frente al que Borges sueña con la
sobriedad de quien gobierne sin teatro.
Postdata. Borges y el porvenir. No
es necesaria ninguna maestría en sospecha, por cierto, para notar los límites
de la crítica de Borges, desde su incapacidad de comprender históricamente la
emergencia del populismo hasta el eurocentrismo de sus posiciones, pasando por
la ingenuidad de su liberalismo o su incapacidad de notar los privilegios de su
posicionamiento como intelectual. Con más espacio, bien podría contraponerse su
posición a la de pensadores contemporáneos de la política que explican la
ingenuidad de su deseo. Como bien explica Scavino, también el liberalismo
supone cierta mitología política, las cuales derivaron en acciones no menos
cuestionables que las que Borges critica[80]
Frente
a esa ilusión de una política sin ilusiones, huelga repensar lo político
asumiendo la constitutiva disputa de los procesos de agenciamiento de quienes
Borges naturaliza como individuos, contra los nuevos liberalismos y su relato
tecnocrático. Lo cual, por cierto, exige pensar la constitutiva disputa en la
herencia de ese nombre que fue Perón. Si los nuevos modos del peronismo
instalan solo otro modo de repartir entre individuos desde un reparto ya dado,
es nula su capacidad de construir un teatro que interrumpa el liberalismo. Y
quizás ello no pueda sino partir por desindividualizar, fuera de toda tentación
de nuevos heroísmos, cualquier irrupción de lo heroico. Frente a la certeza de
nombres propios que administren el teatro político, urge imaginar un nuevo
teatro en el que Nadie sea posible. Y Borges, para nuestros deseos
anticapitalistas y pese a sus deseos capitalistas, no es poco lo que puede
ayudar en esa tarea: “lo que decimos no siempre se parece a nosotros”[81].
[1] Lo aquí presentado se proyecta
como parte de la introducción de una tesis de Doctorado en Estudios
Latinoamericanos en torno a las tensiones entre política y comedia en algunos
pensadores del siglo XIX latinoamericano, a partir de las lecturas de
Shakespeare realizadas por Brecht y Derrida, que por motivos de espacio aquí no
podemos exponer. Retomamos y profundizamos aquí la posición de Borges en ese
debate, retomando lo presentado en el Ciclo “Estudios críticos de la Cultura”
en la Universidad de Querétaro, en febrero del 2016. Aprovecho la oportunidad
para volver a agradecer a los organizadores del Seminario de Estudios por su
generosa invitación a dicha casa de estudios.
[2] Sociólogo y
licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Magíster en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Actualmente, cursa
estudios de Doctorado en Estudios Latinoamericanos en la UNAM, y es
coinvestigador del Proyecto Fondecyt “Filosofía y Literatura en América Latina.
(Fines del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX).Entre sus publicaciones
destacan la coediciones de los libros El poder de la cultura. Espacios y
discursos en América Latina (Universidad
de Chile, 2014) y Contrabandos. Conceptos, escrituras y políticas de la
frontera entre Chile y Bolivia (Communes, 2016) y la autoría del libro Los
bordes de la letra. Ensayos de teoría literaria latinoamericana en clave
cosmopolita (Almenara,
2017, en edición)
[3] Citaremos los textos de Borges
incluidos en sus Obras Completas de acuerdo a la edición de Emecé,
publicada en Buenos Aires en 1995. Para ello, con el numeral nos referiremos al
tomo, y con el número al número de página citado. Para el caso de los Textos
Recobrados (Emecé, Buenos Aires, 2003), escribiremos TR, y BES para Borges
en Sur (Emecé, Buenos Aires, 1999). Valga esta cita a modo de ejemplo:
I, p. 396
[4] Rosa, L. O. (2016). Comienzos para
una estética anarquista: Borges con Macedonio. Santiago, Cuarto Propio
[5] II, p. 36
[6] TR, III, p. 292
Lo aquí expuesto
sobre la gauchesca, así como sobre la amistad, la nación, el peronismo y otros
tantos temas, resume y prolonga argumentos que hemos podido presentar más
acabadamente en el texto “Funes: Civilización y barbarie”, a publicarse en el
libro Los bordes de la letra. Ensayos
sobre teoría literaria latinoamericana en clave cosmopolita (Almenara,
Leiden, 2017, en edición). Hemos debido soslayar aquí la posición de Borges en
torno al nominalismo, ante la cual hemos intentado describir cierta posición
melancólica cuya obliteración, nos parece, explica buena parte de las
diferencias que tenemos con la interpretación de Rosa. Sin detenerse en la
melancolía que marca el hiato entre las palabras y las cosas, Rosa lee un
inmanentismo en Boges en el que los signos coinciden con las cosas; en el que,
por mencionar un ejemplo que nos resulta crucial, la memoria de Funes coincide
con el presente (p. 95)
[7] Borges,
J.L. (1994). “El “Fausto” criollo”.
En El tamaño de mi esperanza. Barcelona,
Seix Barral
[8] IV, p. 31
[9] Del Campo, E. (2007). Fausto.
Buenos Aires, Colihue, p. 64
[10] IV, p. 63
[11] I, p. 187
[12] No sobra recordar, asumiendo que se
trata de un nivel de análisis muy distinto y que además necesitaríamos más
conocimiento del tema para tener alguna hipótesis al respecto, que la
historiografía del teatro argentino ha destacado ciertas tensiones y censuras
entre el peronismo y el teatro moderno, particularmente el de carácter europeo.
Lo interesante de tales lecturas, por cierto, es que muestran que ese desdéna
un teatro que pareciera contraponerse a la ilusión nacional va acompañado con
la promoción de otro teatro que sí parece más proclive al discurso que Borges
cuestiona. Que allí pueda aparecer, entre otras, la obra de Marechal muestra
que la lectura del peronismo como paso del drama literario al político ha de
cuestionarse, asumiendo que los Estados no solo pueden restringir la
literatura, sino también forjarla, y que difícilmente todo lo que de allí surja
pueda considerarse ajeno a la literatura.
Leonardi, Y. (2008)
,”Teatro y propaganda durante el primer gobierno peronista: la difusión de los
imaginarios sociales”. Disponible en: http://redesperonismo.com.ar/archivos/CD1/SC/leonardi.pdf ,
p. 3; Mogliani, L. (2004). “El teatro en la política cultural del primer y
segundo gobierno peronista”. Assaig de teatre: revista de l'Associació d'Investigació i
Experimentació Teatral n°42, p. 174; Pelletieri, O.
(1999). “Peronismo y teatro (1945-1955)”. Cuadernos hispanoamericanos n°588,
pp. 93-94
[13] IV, p. 32
[14] II, p. 268
[15] En ese sentido, habría que recordar
que Borges recibe la influencia de su querido Schopenhauer comprendiendo el
mundo como voluntad de representación, y no como representación a secas. El
olvido de esa distinción, y de la posibilidad nacionalista de movilizar esa
voluntad, es lo que permite leer a Borges como un autor irrealista. Frente a
ello, huelga recordar que para el pensador alemán es particularidad de la
ilusión artística la suspensión de esa voluntad.
[16] I,
p. 497
[17] Evidentemente, esto pasa también
por la posición que Borges ve y destaca en Irlanda. Para pensar en esto, además
de las conocidas posiciones de Borges sobre la afinidad lateral entre
irlandeses y judíos, ello, habría que releer sus reiteradas y difíciles
opiniones sobre Joyce.
[18] González, H. (1996). “Irrisoria
ética borgiana”. En VVAA. Filosofía y literatura en la obra de Borges.
Santiago, LOM, p. 76
[19] BES, p. 174
[20] BES, p. 175
[21] Sarmiento, D.F. (1993). Facundo, o
civilización y barbarie. Caracas, Ayacucho, p. 46
[22] Borges, J.L. (2008).
Inquisiciones. Madrid, Alianza, p. 143
[23] Cabezas, O. (2013). “El
antiperonismo de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Ezequiel Martínez
Estrada”. En: Postsoberanía. Literatura, política y trabajo. Buenos Aires, La
Cebra, p. 145
[24] Vásquez,
M. E. (1984). Borges: Sus días y su tiempo. Barcelona, Javier Vergara, p. 133
[25] II, p. 167
[26] Borges, J.L (1995). Obras completas
en colaboración. Buenos Aires, Emecé, p. 820; La afinidad entre el Quijote y
Hamlet aparece también, pero a partir del primero y no del segundo, en OC, II,
pp. 46-47
[27] TR, p. 57
[28] Barrenechea, M.A. (1984): La
expresión de la irrrealidad en la obra de Borges. Buenos Aires, Centro Editor
de América Latina, p. 16
[29] II, p. 150
[30] Sorrentino,
F, (2006). Siete conversaciones con
Jorge Luis Borges. Buenos Aires, El Ateneo, p. 120
[31] Tatián, D (2000). La Conjura de los Justos. Borges y la ciudad
de los hombres, Las Cuarenta, Buenos Aires, p. 81
[32] Véase al respecto, por ejemplo, la
desmesurada alabanza de Borges a Churchill en TR III, p. 264
[33] II, p. 127
[34] II, p. 349
[35] Carrizo, A.
(1986). Borges el memorioso. Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio
Carrizo, México D.F., Fondo de Cultura Económica, p. 78
Evidentemente, una
lectura de las relaciones entre Borges y Heidegger sería tan larga como
necesaria. En esta nota, simplemente nos interesa recordar que la crítica
liberal de Borges a Heidegger puede no ser tan torpe si se considera la
predilección borgiana por autores desconsiderados en la historia de la
filosofía moderna narrada por Heidegger, tales como Berkeley, Spinoza y Schopenhauer,
tan ajenos a un individualismo liberal simple que pudiera criticar a Heidegger
de modo apresurado. A partir de allí, sería necesario repensar a Heidegger
después de Borges, y de la filosofía postheideggeriana que, en parte, se
autoriza solo con parte de su literatura, lo cual requiere una lectura tan
crítica como generosa con uno y otro autor. Algunas de las mejores lecturas de
Borges, creo, surgen desde esa estrategia. Pienso, entre muchos, en los textos
de Johnson, Marchant, Moreiras, Oyarzún o Tatián. Y, en particular, en “La rosa
apostrofada”, de Pablo Oyarzún (publicado en Filosofía y literatura en la
obra de Borges. Santiago, LOM, 1996)
[36] Es claro que a esto se podría oponer que justamente
porque cada hombre se identifica con la humanidad no existiría en ese mundo la
hostilidad con los antiperonistas que Borges experimenta. Y que, en ese
sentido, la ficción que aquí se supone parece mucho más deseable a Borges que
la peronista. Sin embargo, la cuestión central no parece estar entre una u otra
ficción del género, sino en cuánto se despliega éste en desmedro del individuo.
[37] Rosa, Op. Cit. p. 222
[38] Al respecto, Centenera Tapia, G
(2013). “Nueva refutación del viaje en el tiempo. Una lectura de "Utopía
de un hombre que está cansado"”. En M. Cannavacciuolo y A. Zava (eds).
Diaspore. Cuaderni di ricerca. Scritture plurali e viaggi temporali. Venezia,
Edizioni Ca' Foscari, pp. 50-51
[39] III, p. 72
[40] TR III, p. 268
[41] III, p. 56
[43] BES, p. 302
[44] III, p. 53
[45] III, p. 211
[46] Renán, E. (1907). Averroes y el
averroísmo. (Ensayo histórico). Madrid y Valencia: F. Sempere y Compañía, p.68
[47] En una entrevista tardía, de hecho,
Borges confiesa que, ante la burda pregunta periodística por qué libro llevaría
a una isla, señala que llevaría el volumen de Russell, puesto que sería poco
probable que pudiera llevarse los varios tomos de sus amadas Enciclopedias
Ferraris, O. &
Borges, J.L. En Diálogo. Tomo II. Buenos Aires, Siglo XXI, 2005, p. 25
[48] BES, p.
49
[49] Cfr.
Alazraki, J. (1974). La prosa
narrativa de Jorge Luis Borges. Temas-Estilo.
Madrid,
Gredos, p. 119; Balderstone, D. (1996) “Borges, Averroes, Aristotle: The
Poetics of Poetics”. En: Hispania n°79, 1996, p. 205 y (2000).
“El escritor argentino y la tradición (occidental)”. En Borges: realidades y simulacros. Biblos, Buenos Aires, 2000, p.
160; H. Bell-Villada, G (1999). Borges and His Fiction: A
Guide to His Mind and Art. Austin, University of Texas Press, Austin, p. 173;
Castellino, M. E. (2005). “Borges
y la cultura árabe”. En M, Cittadini (Comp.); Borges y los otros. Mérida, Fundación Internacional Jorge Luis Borges, p. 117; Da Costa, R
(1999). El humor en Borges.
Cátedra, Madrid, 1999, p. 25; Hulme, P. (1979). “The face in the mirror:
Borges's “La busca de Averroes”. Forum for Modern Languages XV (3), p. 294; Pérez Villalobos, C.
(2007). Borges. Agonismo y epigonía. Santiago, Palinodia, p. 57 ; Soriano,
M. (1998). “La représentation interdite ou l'interdit de la représentarion:
Réflections a propos de La busca de
Averroes”. En D. Meyran &
A. Ortiz & F.. Sureda (Editores). Theatre,
public, societe = Teatro, publico, sociedad. Actes du
IIIe Colloque international sur le theatre hispanique, hispano-americain et
mexicain en France, 10, 11 et 12 octobre 1996. Universite de Perpignan, CRILAUP, p. 448; Stavans, I.
(1998). “Borges y la imposibilidad del teatro”. En Latin American Theater Review 22 (1), p.22; Waisman, S (2010). Borges and Translation. The Irreverence of
the Periphery. Lewisburg, Bucknell University Press, pp. 139-146
[50] Eco, U (2004). “Aristóteles, entre Borges y Averroes”.
En Variaciones Borges n°7, p.
85
[51] Oyarzún, P. (2009), “Borges: cuatro
figuras de la traducción y la cara borrosa del individuo”. En La letra volada.
Ensayos sobre literatura. Santigo, UDP, p. 254
[52] Sarkey, J. (2006). “The Comedy of
Language in Borges's “La busca de Averroes”. En Rocky Mountain Review n°53, p. 63
[53] Fishburn, E (1999).
“Borges y el humor”. En R. Olea (Editora). Borges: Desesperaciones aparentes y consuelos secretos. México
D.F., Colegio de México, p. 162; En esa línea, véase, también Ackerley, M. A.
(2006). “Borges, el Islam y la búsqueda del otro”. Eikasia. Revista de
Filosofía, II (7), p. 71
[54] Dapía,
S. (1999). “The Myth of the Framework in Borges's “Averroes Search”. Variaciones Borges n°7, p. 157
[55] Magnavacca,
S (2009). Filósofos medievales en la
obra de Borges. Buenos Aires, Miño y Dávila, p. 210
[56] Borges,
J.L. (1994). “Palabrería para
versos”. En El tamaño de mi esperanza.
Barcelona, Seix Barral, p.47
[57] Borges,
Jorge Luis, “El idioma infinito”. En Op. Cit., p. 42
Quienes conozcan la
poesía de Borges pueden saber que la luna es allí invocada en más de una
ocasión. De hecho, dos poemas llevan como título “La Luna”. El primero de ellos
cuenta la historia del desmesurado proyecto humano de cifrar el universo en un
libro, cuyo fracaso nota quien percibe la luna. Siempre se pierde lo
esencial (II, p. 196), advierte entonces antes de contar el resumen de su largo
comercio (la relación entre nominalismo y capitalismo es algo que
debiéramos poder pensar de forma más adecuada) con ella. En la pluralidad de
lunas que narra, recuerda tanto las avistadas como las leídas. Como si la
pluralidad de lunas reales no pudiera sino multiplicarse en los poemas que la
nombran, nombrando la imposibilidad humana de cualquier nombre propio seguro,
al punto que concluye que es uno de los símbolos dados al hombre para esa
compleja escritura de la multiplicidad que es es. Un día de exaltación gloriosa
u agonía, escribe Borges al final del poema, el hombre podrá escribir, gracias
a la luna, su verdadero nombre.
Contra quien
pudiera leer allí la fe en un nombre propio por venir, huelga señalar que para
Borges esa exaltación habría de ser la agonía del hombre. Es decir, un
cansancio absoluto en el que ninguna nueva nominación sería posible. Si se
puede seguir cantando la luna es porque no hay nombre para ella entre los
vivos, y porque esa falta de nombre es el dato de su vida, contra cualquier
primacía del género. Por esto, escribe en el segundo poema, más breve y tardío,
que la luna de las noches no es la vista por Adán, y que es tu espejo (III,
p. 138). Evidentemente, lo que allí pudiera reflejarse no es una identidad
clara, sino el desvanecimiento de quien pudiera creer que tiene, con el nombre
de la luna, el suyo. Verse en la luna es verse sin nombre, y verse en la
necesidad de dar un nombre siempre fallido a lo que se ve.
[58] De Olaso, E (1999). Jugar en serio:
Aventuras de Borges. México D.F., Paidós, p. 37
[59] I, p. 586
[60] Es evidente que cualquier lectura
del cuento se enriquecería contrastando el Averroes imaginado por Borges con la
filosofía averroísta. Nos limitamos a señalar que la lectura que Averroes de la
Poética, entre otras cosas, abre la posibilidad de desestabilizar la distinción
entre tragedia y comedia que Borges atribuye a Shakespeare: “En Ia comparación
por Ia palabra puede existir, además, una tercera clase, que es Ia que trata de
establecer una mera correspondencia (mufabaqa) entre los dos términos de Ia
comparación sin intención de embellecer o afear. Este género de comparación es
como Ia materia dispuesta para transformarse en una dirección o en otra, es
decir, que unas veces se convierte en embellecimiento, al añadirle algo, y,
otras, en afeamiento, al añadirle algo también”.
Averroes (1999).
“Paráfrasis del libro de la Poética”. En Revista
Española de Filosofía Medieval 6, p. 214 p. 208
[61] II, p.
116
[62] II, p.
129
[63] TC, p.
311
[64] Borges, J. L (s/f). La cuestión Shakespeare”. En Borges sobre Shakespere. Un genio sobre
otro genio. Buenos Aires, Fundación Shakespeare en Argentina, p. 9
[65] “ TR,
III, p. 103
[66] IV, p.
134
[67] “Borges,
J.L. (s/f). “El destino de Shakespeare”. En Borges sobre
Shakespeare... p, 16
[68] BES, p. 214
[69] Carrizo, Op. Cit., p. 80
[70] Sorrentino,
Fernando (2006). Siete conversaciones
con Jorge Luis Borges. Buenos Aires: El Ateneo, p. 72
[71] Alifano, R. & Borges, J.L.
(2007). El misterio Shakespeare. Buenos Aires, Alloni/Proa, p. 27; IV, p. 132
[72] IV, p.
25
[73] BES, p.
170
[74] II, p.
181
[75] Sobre el final del cuento, por
cierto, Borges anota lo siguiente: “La historia
agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo,
que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le
contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú
soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que
como yo eres muchos y nadie.” (II, p. 182). La diferencia del Dios nominalista
con el averroísta (de acuerdo a lo pensado por Borges) es evidente: mientras
este último presenta un fundamento cierto desde el cual clasificar, también con
certeza, a los cuerpos y sus nombres, aquel se halla tan desquiciado como el
mundo que narra Shakespeare. Por así decirlo, se trata de un Dios que nunca
llega a ser el que se supone que es.
[76] IV, 391-397
[77] Y también, por cierto, al ya
mencionado Del Campo. Así lo parece, al menos, y justamente de pareceres esto
se trata, cuando refiere, en decisiva objeción a Lugones, a la “ilusión
cómica”, usando esas comillas, del Fausto en cuestión.
IV, p. 32
[78] BES, p.
57
[79] II, p.
133
[80] Scavino, D. (2012). Rebeldes y confabulados. Narraciones de la política
argentina. Buenos Aires: Eterna Cadencia
[81] III, p. 17
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