sábado, 30 de abril de 2016

“Mentira caminante” o Urdapilleta, Kartun y el “trompete”.
Sobre Bulto Magno

por Manuel Ignacio Moyano



I. En El chiste y su relación con el inconsciente (1905), Freud nos relata una humorada particular. Dice así: “Dos judíos se encuentran en un vagón de un ferrocarril de Galitzia. ‘¿A dónde vas?’ pregunta uno de ellos. ‘A Cracovia’, responde el otro. ‘¿Ves lo mentiroso que sos? —reacciona indignado el primero—. Si decís que vas a Cracovia, es para hacerme creer que vas a Lemberg. Pero ahora sé que de verdad vas a Cracovia. Entonces, ¿para qué me mentís?’.”
¿Dónde está el chiste? En la reacción desmedida del segundo judío, en el que sabe que le pueden mentir diciendo la verdad. Bien podría suceder que el primer judío no tuviera la más mínima intención de mentir, sin embargo su respuesta es de por sí sospechosa. Ella bien podría esconder una segunda intención en la que diciendo la verdad, intentáramos hacer creer al otro que vamos a Lamberg, induciéndolo a sospechar de nuestra respuesta. Como en el famoso juego de cartas españolas conocido como “Mentiroso” o “Desconfío”, aquel en el que jugamos a deshacernos de las cartas lo más rápido posible. En nuestro turno, dejamos una carta boca abajo sobre el montón y avisamos su número o palo. Este puede ser real o falso, podemos decir la verdad o mentira. Y es el compañero del lado quien debe creernos o no, sabiendo que si levanta nuestra carta y hubiéramos dicho la verdad debe llevarse el montón de cartas entero, de lo contrario nos lo llevamos nosotros. La posición de este compañero es la misma que la del segundo judío en el chiste de Freud: cualquier cosa que le digamos es motivo de desconfianza. Para cualquier epistemología, para cualquier teoría del conocimiento este chiste representa un impasse, una paradoja enorme: la verdad y la mentira pueden coincidir —de ahí el interés del psicoanálisis, la praxis del inconsciente. Entonces, ¿qué conocemos si todo lo verdadero puede ser falso y todo lo falso verdadero? O, mejor, ¿qué nos queda entonces si la verdad y la mentira se encaman de tal modo? Nos queda una sola: seguir contando chistes.
Esto es Urdapilleta. Es una máquina atroz de comicidades del vuelo más bajo, un vuelo de cocodrilo, de piel de cocodrilo. Es el más sincero de todos los falsetes, el reverso under del “capocómico” argentino. Y por ello, la mejor desactivación del fachismo “progre”, misógino, homofóbico de esta figura que tan hondo vive en las subjetividades argentinas. Urdapilleta y las viejas locas, las putas suicidas, las travas de cotillón; Urdapilleta y los perfumes vulgares, la voluptuosidad de un ropero lleno de vestidos y tapados donde el parche y la marca dan lo mismo. Urdapilleta es maquillaje puro. Es la verdad del maquillaje, de los labios mal pintados, del rush, del sombreado exagerado, del ojo delineado sin línea. Urdapilleta es un alcohólico, puto y drogadicto tratándose de maquillar, bien puesto, frente a un espejo. Es esa imagen toda corrida, toda exagerada, casi demencial. Esa imagen viscosa que nos devuelve el espejo cuando lo miramos bien puestos. Urdapilleta no vende humo: dice la verdad y la mentira a la vez, ahí está su enorme gracia. No es un “progre” comprometido con las calamidades de lo bajo, tampoco un cínico, tampoco un reaccionario. No va ni para adelante ni para atrás, se bambolea para los costados, de un lado para el otro —como el paso del borracho. No nos deja saber nunca si todo lo que dice es verdad o mentira porque, como el primer judío en el chiste de Freud, cualquier cosa que diga es sospechosa. Como todo lo que pasa entre las piernas, donde todo cuelga, se para o se tajea, o se abulta y donde se tocan verdades y mentiras con igual ardor. “El universo entero cabe en un maní”, nos grita por ahí, y esa es otra forma de decirnos: esta pija, esta concha, estas bolas y estos pezones, y esta cara toda maquillada y pintadarrajeada “como una puerta”, pues todo esto que es falso es lo único que existe, es la vida.
Gilles Deleuze, escribiendo sobre el cine moderno, llama a ese efecto extraño de verdad y mentira, de pureza y fabulación, “las potencias de lo falso”. Urdapilleta, desde el teatro, se inscribe en ellas.

II. Bulto Magno. Montaje basado en textos de Alejandro Urdapilleta (proyecto surgido de Actuación IV 2014, UNA, con supervisión artística de Guillermo Cacace, Julieta De Simone y Andrés Molina) es una obra exquisitamente fiel a esta potencias. Pero es fiel porque no trabaja sus textos desde la melancolía homenajeante. No viene a “recitarnos” textos de Urdapilleta. Nos viene a urdapilletear todo, la cabeza y el cuerpo. ¿Qué es una urdapilleteada? El día en que murió en 2013, la negra Vernaci contaba, entre lágrimas, algunas andanzas entre ellos y Humberto Tortonese. Entre éstas, una muy singular: se sentaban en las escaleras de algún canal o alguna radio, escaleras por las que pasaba mucha gente, y a cada hombre que pasaba le manoteaban el bulto. Las veintidós bombas de Bulto Magno se calibran precisamente ahí, en un toqueteo cosmético del bulto espectador. No sólo revientan la sala de risa sino también de belleza, de esa extraña belleza kitsch que siempre viajó entre las actuaciones y los escritos de Urdapilleta. Es una obra precisa, preciosa y fundamentalmente vulgar. Pero ser precisos, preciosos y vulgares no es un trabajo nada fácil. Se puede ser preciso y nada más. O precioso, como la boba máscara de las modelos. O vulgares, como Miguel del Sel. Lo mágico es ser las tres cosas a la vez. Y Bulto Magno lo logra porque se realiza escénicamente desde la piedra basal de toda escena: el ritmo. El ritmo de un buen culo visto en su andar. El de un bulto que se menea. El ritmo groncho del exceso. El ritmo de la escritura misma de Urdapilleta.
Cada una de esas bombas escénicas viene a ablandarnos, ante la rigidez inicial de cualquier espectador, desde esa rítmica. Por momentos quilombera y festiva, por momentos trazada a través de claras coreografías. Con voces potentes y prepotentes, y con ropa, ropa, mucha ropa y bien groncha. Pelucas, maquillaje, carteras, bolsos, collares, pulseras, perlas, aros, tacones, polleras. Es que esta obra trabaja el ritmo femenino —femenino en un sentido subjetivo, no biológico. El ritmo de un derroche ontológico que hace del ser un puro aparecer, en otras palabras, el ritmo de la noche. Y también, hay que decirlo, el ritmo lacerante de Marilú (la mucama), que desde su rostro ominoso, callado e inmóvil largando las mejores comicidades, nos enseña que un simple gesto puede contener todo el ritmo del mundo (como quería Urdapilleta, cuando decía “el universo cabe en un maní”). Un rostro que puede ser un culo, y ahí está la magia. Porque a fin de cuentas se trata de lo mismo que hacemos todas las noches: dar ocote. Y para dar ocote hay que saber trabajar con precisión, preciosura y vulgaridad. Esta obra lo sabe. Dos hermosos audios de Urdapilleta, uno de entrada y otro de salida como en una linda cogida, abren y cierran esta rítmica feroz de una noche femenina.


III. Ahora, ¿qué tiene que ver el bueno de Kartun en todo esto? A priori nada. Sólo nos imaginamos que para los anales del teatro argentino una linda imagen hubiera sido ver a Kartun dándole un “trompete” a Urdapilleta. ¿Cómo es eso? Así: Urdapilleta parado de espaldas, Kartun arrodillado atrás chupándole el ojete, con la mano izquierda acariciándole el escroto y con la derecha pajeándole el tallo (como se toca una trompeta). Es que el trompete es el reverso del pete, así como Urdapilleta el reverso de la dramaturgia nacional —por eso lo amamos.

martes, 26 de abril de 2016

Creaturas

por Manuel Ignacio Moyano


Fotografía extraída de la página de Facebook "Samuel Beckett"
Sin especificaciones sobre fotógrafo o producción en cuestión.

La teología cristiana divide el mundo de los muertos entre los que habitan el paraíso, los que moran en el purgatorio y los condenados al infierno. Todos ellos, juzgados previamente por Dios y declarados culpables o inocentes, o castigados con una temporada en el purgatorio, deben pagar el precio de sus pecados en vida en esa otra vida, la extraña vida después de la muerte con que la misma teología piensa el más allá de los seres —ultra-vida necesaria para asumir el dogma de la resurrección, prevista para todos salvo para los condenados al infierno, institución eterna y sin fin). Así, quienes mueren son enviados a cada una de estas instituciones de acuerdo al juicio divino. Sin embargo, la misma teología añade otra institución que denomina limbo, institución destinada a quienes Dios no juzga porque jamás han llegado a conocerlo —el caso ejemplar que da Santo Tomás es el de los niños que mueren apenas nacidos sin haber cometido otro pecado más que el de haber nacido, el pecado original. En el limbo, entonces, habitarán las creaturas y los cuerpos de quienes han sido olvidados por Él. Ni culpables ni inocentes, los habitantes de esta institución descansan fuera de la organización divina de la existencia. Son verdaderas creaturas. Figuras perdidas, formas incompletas, resina acumulada, órganos sin cuerpo, partes sin parte. Ni humanos de pleno derecho, tampoco animales reconocibles. Nada “natural” es propio de la condición creatural que se afinca más allá de Dios, nada de esa naturaleza siempre regida por las misteriosas fauces de las causas divinas. Es que las creaturas son en verdad las marcas de una existencia paralela, que ni la vida ni la muerte pueden definir. Un principio de auto-indefinición las corroe internamente. No constituyen identidad, por ello no son identificables. Entonces, ¿cómo es que pueden ser “marcas” si toda marca por definición es identificable, esto es, una diferencia que corta el flujo ilimitado y monótono de las equivalencias? Pues bien, para responder el interrogante sólo hay dos caminos: o se asume que ellas son las marcas de una ausencia, de algo que falta que, frente a un conjunto de presencias identificables, vale como un menos uno y abre un hueco heurístico sólo reconocible por sus contornos, jamás por su contenido; o se sostiene que estas marcas son el testimonio de una realidad positiva distinta, una indicación de lo otro en lo mismo, de una alteridad que el testimonio no puede definir cabalmente pero la asume como real en un juego de ensueños sin soñador. Diferencia negativa (una ausencia) o diferencia positiva (otra presencia virtual). En esta alternativa se mueven hoy las artes escénicas, las mejores de ellas —las que están entendiendo que entre teatro, danza, música y performance ya no puede haber serias distancias.
Con esto se ataca el último templo de la tradición escénica de Occidente (que, como en las verdaderas tragedias, es también el primero, el aristotélico): la acción dramática. Porque sin personajes no hay acciones: se quiebra así la pareja reinante de las artes escénicas. Hemos acabado con la tiranía del matrimonio Macbeth. Somos sus brujas, las mismas que tendiéndole la trampa de la profecía autocumplida los han llevado al poder para arrebatarles todo, hasta la cordura. ¿Qué hay entonces, para disgusto de los melancólicos y nostálgicos de siempre, en el lugar vacío que han dejado el personaje y la acción? Antes de responder, es necesario hacer una constatación más: una vez muertos el personaje y la acción —por medio de la última acción dramática posible, esto es, el matar— ha muerto también la historia, la forma-narrativa. Todos aquellos que intentan leer las producciones escénicas contemporáneas desde esta cópula personaje-acción dramática, y de su cama matrimonial (la historia), quedan enceguecidos ante la escena que ni quiere ni presenta acciones, personajes e historias. El siglo XX y su “pasión por lo real”, como lo describe Alain Badiou en El siglo, han terminado el trabajo sucio y han enterrado sus cadáveres. Se nos dirá: ya han llamado a todo esto “Teatro posdramático”. Responderemos: no decimos nada distinto. Hay dramas aún, hay representaciones, hay dramaturgos, hay nuevas versiones de Hamlet, de Edipo. Hay mucho teatro dramático aún. Dos cosas: ese es un teatro clásico. Un teatro moderno —el verdadero asesino de la acción dramática, del personaje y de su historia; el verdadero “teatro posdramático”— comienza con Beckett y con Brecht y alcanza su máxima expresión con Artaud (poco importa acá la cronología, la distinción clásico/moderno debe ser asumida en términos conceptuales, no historiográficos). Y en él podrán haber acciones, representaciones, re-versiones interminables de Hamlet, de Edipo. Sí, pero, y esta es la segunda cuestión, el principio-formal de construcción de todo eso ya no es el de la acción dramática y el desencadenamiento de una historia a partir de ella. Los personajes son ahora cajas cerradas, como quería Beckett. O máquinas, como quería Brecht. O magia, o enfermos de peste que contagian todo, como quería Artaud. Las historias se enturbian al punto de disolverse. ¿Y qué hay, entonces, en este “vacío narrativo”? Si somos beckettianos, pura detención. Si somos brechtianos, pura ejecución. Si somos artaudianos, pura destrucción. Nada de sugestión, nada de metáfora, nada de sub-texto. Física pura y dura.

No decimos nada nuevo. Sólo agregamos: el limbo, verdadera institución a la que pertenecen las creaturas (singularidades cualquieras sin identidad reconocible), es el paradigma de esta escena posdramática. Escena sobre la cual ningún templo podrá construirse, escena a-teológica —escena olvidada por Dios que permite, en su descuido y contra su rígida taxonomía, indiferenciar la danza y el teatro, la performance y la poesía, la revolución y las huelgas, las calles y los escenarios, las iglesias y los prostíbulos, estas letras y la realidad misma. Creaturas sin creador. Seamos modernos, aunque lo demás también importe.

lunes, 25 de abril de 2016

Algunas impresiones de “La verdad de los pies”

por José Luis Arce

Ph: Gastón Malgieri

El gran psicólogo Daniel Stern, plantea una serie de etapas en el crecimiento y evolución de un bebé. Aunque esas etapas se presentan secuencialmente, sucesivamente, no implica que la aparición de una de ellas supera y anula a la anterior. Más bien, dice, se asimilan y absorben para manifestar sus signos específicos a lo largo de toda la vida, en la que es propio aparezcan, ahora sí, simultaneizadas. La dramaturgia de “La verdad de los pies” que dirige Jazmín Sequeira parece acogerse a ese patrón, donde pulsiona lo individual y lo colectivo de una manera incesante y expeliendo al aire, las distintas edades de lo humano, ya sucesivamente, ya simultáneamente, siempre en multiplicidad. Aunque el individuo, el pobre humano, cada vez menos, logra decantar su identidad hacia la singularidad. Hay angustias (casi un grito de Munch) que se pegan a la épica antiheroica del hombre común, por conocerse, por sentirse. Pero en este trabajo, más que dramaturgia de actor o director, una dramaturgia de signo integral, donde las materias primas existenciarias de los propios emisores, se imbrican y se manifiestan como sueños, como pequeños poemas visuales o dramáticos, ironías alevosas de los crímenes cometidos en común, ante los que sin embargo, cada vez se guarda una actitud más desmantelada y naif que se levanta como el peligro de olvidarnos de nosotros mismos. Este principio dramatúrgico se extiende al espectador, que hilvana sensaciones, esquemas lúdicos, hasta experiencias anteriores al pensamiento, con el mecanismo fruente que se basa en el desnudamiento colectivo. La desnudez, por morbo o placer, siempre seduce.
Hay un registro en el espectáculo que remite a reconocer que aquella sombra en la pared, es la misma que proyectamos cualquiera de nosotros, y que, como en la caverna platónica, hay que ver si nos representa acabadamente. Quizá un contorno de ausencia en una pantalla, donde ya no somos referencia de nosotros mismos. Se usa para ello todo tipo de ‘extrañadores’ de energía. Se motoriza a base de entusiasmos de diseño, el olvido de las propias fuentes. Las propias angustias representativas, captan la paradojal tendencia darwiniana de una marcha despersonalizante hacia la horda, pero de una inquietante inversión. Ya no como evolución sino como entropía. Si hasta no hace mucho, las modas arcaizantes hendían el cuerpo para corroborar aún por el dolor, que algo de vida, de capacidad de sentir aún quedaba en él, ahora, la fricción-fisión anímica asedia directamente a la capa cortical, hasta saturar todo capacidad de respuesta capaz de indicar ‘quiénes somos’, ‘qué hacemos aquí’, ‘cómo nos llamamos’, en medio de un ‘groove’ atormentador, aturdidor, que percuta con placeres hápticos sobre la piel, hasta hacer de una maravillosa unidad psico-física que se precia, nada más que una achura mortuoria. Hay un torbellino, un vórtice con el background de rave, en un éxtasis que no llega, una donación que nadie brinda. Un potlatch que fracasa, porque se obturan los canales sensibles bajo capas de exuberancia sonora, donde la rarefacción de las ondas humanas, ya no viaja hasta los sistemas de captación consciente, y cae agotada en una saturación solipsista.
La vorágine física desagrega y sustrae estratos defensivos, en una estrategia de exposición de lo más íntimo y profundo de manera urgente y postrera, que tensiona políticamente el relato, por la complicidad o vivencia común que se hace reconocible porque está en el origen de la experiencia de todos (magno momento teatral de Carolina Cismondi, desplegando el cinismo retro-neocons).
Las madres del post-apocalipsis, atemorizadas, re-infetan los bebés nacidos de vuelta a sus vientres. Una ‘vía regressiva’. Un parto al revés.
La vaciedad del espacio para agudizar una radio prendida, o un televisor dando curso a la tropilla de rinocerontes que planteaba Ionesco como fascistización social. Hasta el doloroso momento, en que el mensajero es silenciado, bajo la mirada reminiscente de los mirones, que ponen en juego así, su capacidad de reconstruir lo que de verdad es importante.
Hay una consecuencia poética potente: La virulencia corrosiva de la gente danzando sobre la tapa del Averno. Más que desmontar los estratos que tapan, alienan, el efecto de la dirección es la exposición, la ostensión, el desocultamiento de una fragilidad que enternece y que lleva a preguntar si aún nos queda la entereza, el volumen de percatación para afrontar las asechanzas.

                                                                                        

viernes, 15 de abril de 2016

Chat público con Lucas Condró


 Lucas Condró (Buenos Aires, 1977) es bailarín, coreógrafo y docente. Desde hace 10 años desarrolla su investigación sobre el movimiento dentro del campo de la danza contemporánea. Ha publicado en febrero de 2016, en colaboración con Pablo Messiez (Buenos Aires, 1974. Actor, director y dramaturgo), Asymmetrical-Motion. Notas sobre pedagogía y movimiento, en una bella y cuidada edición de Continta me tienes (Madrid). A pesar de su formato liliputiense, de sus 81 páginas, este libro no es sólo un libro —son muchos en uno. Son notas que, escritas por alguien que experimenta su oficio desde el no-conocimiento, desde la experimentación, se convierten en poemas, o en afirmaciones políticas, o en asunciones filosóficas. Cada notación, encabalgada en forma de poema, establece solicitudes en infinitivo (“Moverme y ser espectador / de mi propio movimiento”), o bien definiciones fortísimas (“Bailar es, en definitiva, / dejarse caer, es la combinación / de estas dos ideas («dejarse» y «caer»). / En medio de la caída está la danza.”), o bien constataciones de la práctica (“es inevitable que me mueva. / Inevitable que caiga de curva en curva. / Y la caída es infinita”). Es que cada notación es un mundo de posibilidades, muchas notaciones en una. Como el cuerpo del que habla, que siempre es uno contaminado de muchos. Desde “Escrituras escénicas” decidimos chatear con Lucas porque nos vimos maravillados por esta perla que baila (y recomendamos que no dejen de leer el libro!).

Bueno, nada, para comenzar diría: "Asymmetrical-Motion" es un muy buen libro, pero lo es porque está bien escrito. Es decir, trata sobre la danza, ese es su contenido, pero la forma de la escritura hace de ese contenido algo mucho más rico, incluso lo vuelve algo más cercano a la danza misma. Como si la única forma para escribir sobre danza está en producir una escritura rítmica, que baile ella misma, que "se deje caer" (para usar la bellísima definición que das de bailar). Entonces, son "notas sobre pedagogía y movimiento" (como se lee en el subtítulo), sí, pero ellas están escritas de forma poética (se encabalgan y cada nota es como una estrofa de un largo poema). Y así ya son algo más que notas. La edición tan cuidada también parece ir en este sentido. Ahora, esta "escritura" es buena porque juega bien con las legalidades de la escritura, de la poesía, de la forma literaria; pero, ¿traduce entonces la danza? ¿Qué pierde o qué se modifica de la propia legalidad de la danza al ser escrita? En una palabra, ¿cuál es o podría ser para vos la relación entre escritura y danza?

Lo primero que se me viene a la cabeza es que me encuentro dentro de las primeras generaciones de bailarines que se formó fuera de la escuela más clásica de la danza contemporánea. Por poner algunos ejemplos concretos:
- No estoy formado en Ballet.
- Me forme experimentando el movimiento más que copiando formas.
- Casi todas las clases que tomé mientras me formaba las disfrutaba mucho.
Una de las primeras obsesiones cuando comencé a dar clase era cómo hacerme entender mejor. Si pensamos que la danza tiene que ver con tener una experiencia física concreta, eso es lo que siempre intenté hacer, explicar la experiencia física subjetiva que tenía al bailar. Eso sucede a través del lenguaje. Entonces, siempre estuve interesado en relacionar la experiencia sensible de la danza y el lenguaje como modo de objetivar esa experiencia y transmitir a otros.
Escribir es un modo de objetivar el lenguaje y la experiencia física de mi práctica de la danza y la docencia, y también un modo para que esa información tenga una circulación externa a la propia practica dancística.
En el libro se lee también esa búsqueda por la claridad y la transmisión, el apartado final que trae los ejercicios termina por, precisamente, darle la claridad físico-sensible a las notas anteriores. Es claramente una escritura de artista y también de maestro que busca transmitir su experimentación. Y, aún más, se deniega la postura del bailarín que no piensa. Todo el tiempo se le solicita acción y observación, propuesta y entendimiento. Digamos, sensibilidad e inteligibilidad. ¿Podríamos pensar, entonces, al cuerpo del bailarín o performer como una coreo-grafía, como una escritura que baila? ¿Es posible equiparar la experiencia de quien escribe un poema, por poner un ejemplo, a la de quién baila? ¿O son dos mundos por completo diferentes?

Quizá la diferencia está más en la especificidad que tiene cada una de esas artes para expresar. En el uso del lenguaje para comunicar sus ideas, finalmente. Creo que tanto el poeta como el bailarín escriben desde su experiencia subjetiva, por lo tanto física y sensible.
Sí, y ahí están sus técnicas diferenciadas. Escribís: "la técnica como resultado de nombrar / la experiencia." Eso hace precisamente todo el libro: nombra la experiencia, pero lo hace desde el lugar de quién pregunta y experimenta. Dejás siempre lugar a la duda: "Que toda idea acerca del cuerpo sea provisional, / como él mismo." Siempre una apertura al infinito. ¿Cómo se termina de bailar entonces? ¿Habría algún fin para la danza (fin en el sentido de conclusión pero también de objetivo)?

Como en este momento lo que más me interesa son las cuestiones pedagógicas, o sea la relación con el conocimiento, diría que no, que no tiene fin aunque sí objetivo. Creo que es más importante tomar conciencia de la dimensión de lo que no sé, de lo que desconozco, para que ese volumen o ese cuerpo aparezcan en mi cuerpo cuando me muevo. Me gusta mucho pensarlo como volumen, como materia. También tomar conciencia de esa falta es fundamental para que se fortalezca el deseo de conocer, que justamente es infinito. Ver a un cuerpo que tiene una pregunta que lo está interpelando, que lo está moviendo es muy cautivante.
Un cuerpo "ignorante", podríamos decir, en el sentido de alguien que sabe que no sabe y se guía desde allí. ¿Creés que se podrían repetir los mismos movimientos, absolutamente marcados, en una "obra" determinada y seguir siendo un cuerpo "que tiene una pregunta"? ¿O la actitud del cuerpo que pregunta modifica siempre los movimientos?

Hay muchos modos de preguntarse. Podemos pensarlo en términos grandes, un cuerpo ignorante o podemos hacer pequeñas intervenciones de desconocimiento, jaja. Por ejemplo, volver a preguntarnos sobre algo que conocemos mucho, como el acto de caminar. Entonces más bien lo que sucede ahí es algo así como un cambio en los hábitos que requiere una actitud para percibir eso, para observar en detalle unos movimientos que hacemos todos los días. O sea que los movimientos se pueden ejecutar igual, digo de igual manera pero el foco de atención cambia y eso modifica el movimiento, pero quizá no radicalmente. Un modo de apoyar el talón. Un dedo del pie que no toca el piso…tomar conciencia de esas diferencias. El desafío es poder estar moviendo y observando cómo hacer para mover mi foco de lugar. Estar desenfocados. Que el patrón no mande, revelarse.

Ganar cierta autonomía en esa movilidad.
Una micro-ignorancia, me encanta, ja. La última y no te jodo más: en el libro insistís mucho en el movimiento, le das vuelta por todos lados y buscás que se atienda a las "repercusiones" de ese movimiento, a las miles de repercusiones. Se me vino la imagen de la música, de un tambor, del pulso, del ritmo. ¿Cuál sería para vos la relación en este modo de trabajar la danza que planteás con la música y su, a veces, dirección de los cuerpos y los movimientos?

Volviendo al inicio de mi formación más bien “informal”, donde la música dejó de tener una relación especifica con la danza, no tengo claro cuál sería la relación que tengo de mi modo de pensar el movimiento y la danza con la música. Solo sé que la música te da ganas de bailar, muchas ganas!


jueves, 14 de abril de 2016

Bertolt Brecht, maestro ignorante

por Luis Ignacio García[1]

Die Maßnahme/Mauser [La medida] de Brecht/Eisler/Müller
Dirección: Frank Castor

Me-ti decía: “Todo maestro debe aprender a dejar de enseñar cuando llegue el momento.”
B. Brecht

La discusión sobre las “piezas didácticas” (Lehrstücke) de Bertolt Brecht ha estado atravesada desde un comienzo por una serie de confusiones y equívocos que determinaron gran parte de su recepción y su fortuna posterior. Ya su propia denominación resultaba poco afortunada, como el propio Brecht señaló en su momento. En efecto, el sesgo doctrinario de “Lehre”, sumado a la idea de obra cerrada, de pieza terminada, implícita en “Stück”, generó desde su propia denominación como “Lehrstücke” (trasladada de manera desafortunadamente fiel al castellano) la idea de piezas destinadas al adoctrinamiento del público a través de la transmisión más o menos directa de una lección moral o política, de un contenido (la teoría marxista) decidido con anterioridad al hecho teatral en cuanto tal. El propio Brecht acuñó la traducción inglesa del término “Lehrstück” como “learning-play” (que podría traducirse como “representación de aprendizaje”). Esta denominación inglesa subraya el acto del aprender sobre lo que se aprende, y el proceso de representación sobre el texto o la pieza cerrada. Aunque el sesgo de la traducción inglesa resultaba más fiel a lo que sucedía en esta práctica teatral, la marca de la expresión alemana, Lehrstücke, fue más determinante de su recepción. Se vio el didactismo adoctrinador y no las prácticas de aprendizaje.
Junto a esta marca de origen, las piezas didácticas resultaron muy polémicas tanto por lo austero de su forma cuanto por lo desconcertante de su contenido. Pensadas como espacio de experimentación colectiva, las piezas didácticas planteaban una situación de laboratorio en la que el punto de partida era una reducción radical de los recursos escénicos y dramáticos. Admirador del teatro no japonés, Brecht desarrolló una economía de los recursos radical, que busca menos expresar la desolación y el sinsentido, la deshumanización del hombre (como en Beckett), que ofrecer las condiciones para una más dúctil manipulación de la situación teatral. Como para la formulación experimental de una ley científica, se hace necesario prescindir de lo accesorio y construir una situación abstracta que ponga de relieve los elementos en su pureza. La economía de elementos está puesta en función de reducir el valor de exposición y de acentuar el valor de uso de la pieza, de ofrecer la obra como dispositivo para su manipulación. Brecht decía: “La forma de la pieza didáctica es austera, pero solo para que las invenciones e innovaciones individuales puedan ser fácilmente adaptadas en la representación.”[2] Vale decir, la austeridad es un modo de atentar contra el “cuarto muro” no tanto para épater le bourgeois, cuanto para abrirse a una dinámica de acción participativa. Sin embargo, se vio en la adusta forma de las piezas didácticas una extensión del principio vanguardista de extrañamiento, un apéndice del Verfremdung-effekt del teatro épico, y no la apuesta didáctica de la apertura a la activa colaboración de los participantes. Se vio la vanguardia y no la pedagogía revolucionaria, el experimentalismo formal más que el laboratorio de investigación.
Pero sin dudas lo que más confusiones generó fue el “contenido” de estas piezas. Por un lado, todas las piezas didácticas se plantean como cuestión central el problema de la autoridad, el poder y la violencia. Y lo hacen de una manera extrema e hiperbólica: hay en ellas un elemento truculento, incluso sádico, que atenta contra los “valores” de la derecha, pero también contra la “corrección política” de la izquierda. Son piezas que plantean el problema de las relaciones entre los hombres en situaciones límites de una manera tan radical y cruda que el elemento bárbaro prima sobre la promesa iluminista (liberal o socialista) de resolución racional de los conflictos. Este anti-humanismo le hubiese bastado para ganarse el desprecio de todo el arco político, pero Brecht fue más allá. Algunas de sus piezas didácticas –y de manera paradigmática la polémica La Medida (Die Massnahme)– se plantean el problema del sacrificio y del autosacrificio como parte del proceso de subjetivación política. Autosacrificio que implica un brutal “borramiento” del rostro individual en función de una causa colectiva. Una causa que, para colmo de males, aparece en La Medida representada por el partido. Este planteo, aunque formulado varios años antes que las purgas soviéticas, fue visto como una suerte de apología anticipada de los infames juicios estalinistas. Sin embargo, se olvida que el cometido brechtiano era representar a la sociedad y a los hombres como transformables; se omite que lo que interesaba a Brecht era la posibilidad de los participantes de asumir los distintos roles que planteaba la pieza. Refiriéndose a La Medida, decía Brecht: “Cada uno de ellos [de los actores –LG] debe cambiar de un rol a otro, y asumir la figura de, por ejemplo, el acusado, el perseguidor, el testigo, el juez, en rápida sucesión. Bajo esta condición, cada uno de ellos podrá supeditarse a los ejercicios de la discusión y por supuesto ganar el conocimiento, el conocimiento práctico, de lo que la dialéctica es en realidad.”[3] Es claro que este dinamismo que reemplaza al acusado por el juez, al perseguidor por el perseguido, en un carnaval desjerarquizante de los roles atenta contra toda lógica de partido. El sacrificio o el autosacrificio como núcleo del concepto brechtiano de subjetivación política no tiene el sentido trivial de la negación del individuo en aras del colectivo, sino que indica el modo en que el desmontaje de un modo de concebir lo humano es condición necesaria para un nuevo montaje. Con el sacrificio, Brecht inscribe la instancia de la desubjetivación como parte de la constitución subjetiva, como condición para la construcción de una nueva figura de lo humano en la que los anónimos, ese punto cero de la subjetivación, tomen la palabra. Y ello se traduce en la práctica teatral en el ejercicio del cambio de roles: no se trata de la negación del individuo, sino de la negación de la fijación de un rol para cada individuo, el rechazo de un reparto fijo de las capacidades, esto es, la disolución del individuo en tanto que relación estática entre una posición subjetiva y una capacidad de acción. De modo que, contra toda obsecuencia con las cúpulas partidarias, en las piezas didácticas se rompe con la idea misma de un sujeto político preconstituido: ellas testimonian una concepción del “sujeto político” como proceso colectivo de subjetivación política. Sin embargo, canciones como “Alabanza de la URSS” y “Elogio del Partido” pudieron más. La recepción de las piezas didácticas repudió el sacrificio del individuo y la obsecuencia con la URSS. Se vio la disolución del individuo en el partido, y se perdió de vista la activa producción de lo anónimo.
Esta serie de confusiones hizo que se viera en las piezas didácticas meras obras de agitación política, piezas de tesis que pretenderían activar al público mediante la transmisión de una doctrina revolucionaria. Este esquema recién pudo comenzar a ser trastocado a partir de la decisiva relectura que Reiner Steinweg comenzó a formular ya en los años 70.[4] En el corazón de su interpretación está la convicción de que “la pieza didáctica no contiene ninguna instrucción, no enseña ‘marxismo’ u otra filosofía o teoría social.”[5] ¿Qué son estas piezas didácticas que no enseñan nada? ¿Qué y cómo enseñan si no transmiten ninguna teoría de lo social? “La pieza didáctica enseña al ser actuada, no al ser contemplada”,[6] aclara Brecht. Esto implica ya no sólo una auténtica disolución del sistema de oposiciones entre actor y espectador, sino además una conmoción del propio estatuto de “obra”: como lo vio Walter Benjamin, más que de obras deberíamos hablar de aparatos, de instrumentos, o mejor, de laboratorios.[7] Las “piezas didácticas” no enseñan nada porque no son obras de adoctrinamiento sino artefactos de auto-aprendizaje, dispositivos experimentales de aprendizaje e investigación colectiva.
En los últimos años Jacques Rancière es quien con más consistencia viene planteando la pregunta por las relaciones entre arte y política a partir de una interrogación por el sentido de la relación pedagógica. Resulta curioso, sin embargo, que las “piezas didácticas” no ocupen un lugar destacado en sus reflexiones, y es aún más llamativo que la producción de Brecht termine ocupando un lugar más bien incómodo en su sistema de referencias.
El proyecto general de Rancière en los últimos años plantea una crítica izquierdista a las políticas culturales de la izquierda. En El espectador emancipado,[8] uno de sus últimos trabajos, se propone pensar este problema en el caso paradigmático del teatro. Y es justamente en ese texto donde su crítica al “arte crítico” asume los rasgos más radicales y provocativos. El meollo de su crítica apunta a poner en cuestión lo que muchos consideran el corazón de todo arte crítico: la activación del receptor, o, para el caso del teatro, la convicción de que el teatro político es el teatro que transforma el espectador en actor. Sin dejar de creer en el arte crítico, Rancière suspende sin embargo esta creencia en la que tradicionalmente se ha legitimado el arte crítico. Si esto es así, es comprensible que Brecht aparezca en este libro como ejemplo paradigmático de la concepción del arte político de la que Rancière se quiere alejar.
Rancière plantea que el problema del “arte crítico” no tiene que ver con asumir y desplegar las relaciones entre arte y política, por la sencilla razón de que arte y política siempre estuvieron ligados. De hecho, estética no es en Rancière la “teoría del arte”, sino –más próximo al sentido griego del término– “el reparto de lo sensible”,[9] es decir, la ordenación de las formas de la sensibilidad y de la experiencia de una época, los modos de distribución de lo visible y lo decible, el reparto de las capacidades y las funciones en el sensorium de una comunidad. La estética es, por tanto, inmediatamente política. Incluso el art pour l’art tendría su propio modo de trazar esta distribución de las formas de la sensibilidad. En este sentido, todo arte es “político”.
Por lo tanto, la frontera se desplaza. Lo que hace de una práctica estética “arte crítico” no es su mero vínculo con la política sino un modo particular de inscribir esa inevitable relación entre arte y política. Arte crítico no es arte “comprometido”, sino un arte que instaura una distribución igualitaria de lo sensible, de las capacidades y las funciones. Esto le permite a Rancière criticar esas formas del arte que se creían “críticas” por el simple hecho de estar ligadas a lo social y a las luchas políticas emancipatorias. Ese arte es ciertamente “arte político” –como todo arte–, pero no es de por sí “arte crítico”. Arte “crítico” es el arte que esté en condiciones de trastocar las formas jerárquicas del “reparto de lo sensible”. Y eso es algo que el arte “comprometido” tradicionalmente visto como “político” y “crítico” no ha sabido hacer. La izquierda ha confundido el eje de la discusión (el problema no es la relación arte-política, sino el modo en que las políticas estéticas reproducen o trastocan la configuración del sensorium) y al confundir el debate, no ha sabido darse las estrategias para romper con las formas jerárquicas de esa distribución. La mayoría de las veces que nos enfrentamos a prácticas estéticas de “izquierda”, nos dice Rancière, nos topamos con la reproducción de formas opresivas, “policiales”,[10] de reparto de lo sensible (una función para cada uno, cada uno en su lugar) en nombre de la liberación de los oprimidos.
Este planteo reposa en la crítica anti-autoritaria de las formas de la teoría y la militancia de los años 60 y 70, que Rancière viene elaborando desde los años 80. Según Rancière en aquellos años operaba una distribución de lo sensible que oponía un principio activo a una materia inerte a la que se impone: el trabajo de la militancia (política o estética) presuponía una verdad a disposición de unos que debía ser transmitida a otros que no la poseían, una forma que debía modelar una materia. La relación entre intelectuales y pueblo se pensó desde esa matriz, desde esa “distribución” no igualitaria de lo visible y lo decible, ocupando alternativamente unos u otros el rol de actividad o pasividad. Lo que nunca se rompió, sin embargo, es el reparto jerárquico de las capacidades. El principio que exige activar al espectador sería deudor de esta lógica militante, y estaría por tanto entrampado en una división jerárquica de lo sensible. Esa división es, precisamente, lo que el arte crítico debería contribuir a romper. De allí la necesaria “emancipación del espectador”.
El modo de eficacia de este arte emancipatorio es tomado de manera directa del principio pedagógico de la “emancipación intelectual” desplegado en El maestro ignorante, de 1987.[11] Allí reconstruye Rancière la excéntrica pedagogía de Joseph Jacotot, que a comienzos del siglo XIX había afirmado que un ignorante podía enseñarle a otro ignorante aquello que él mismo no sabía, proclamando la igualdad de las inteligencias y oponiendo a la instrucción del pueblo la “emancipación intelectual”. El aprendizaje es como la libertad: no se da, sino que se toma. La igualdad no se plantea aquí como fin de la enseñanza, sino como su punto de partida. Por lo tanto, la enseñanza no presupone una desigualdad a ser reducida –es decir, la desigualdad de principio entre el saber del maestro y la ignorancia del alumno, que como tal se reproduce tras cada aprendizaje–, sino una igualdad a ser verificada en cada aprendizaje: la igualdad de inteligencias entre maestro e ignorante. El maestro ignorante “no les enseña a sus alumnos su saber, les pide que se aventuren en la selva de las cosas y de los signos, que digan lo que han visto y lo que piensan de lo que han visto, que lo verifiquen y lo hagan verificar”.[12] El maestro ignorante suspende el presupuesto de la diferencia de las inteligencias, oponiéndose así a “la lógica del pedagogo embrutecedor, la lógica de la transmisión directa de lo idéntico.”[13] Rancière plantea que la eficacia política del “arte crítico” debe partir del presupuesto de la emancipación intelectual, es decir, de la igualdad de las inteligencias. “No tenemos que transformar a los espectadores en actores ni a los ignorantes en doctos. Lo que tenemos que hacer es reconocer el saber que obra en el ignorante y la actividad propia del espectador.”[14]
La pregunta que surge entonces es: ¿cae el planteo brechtiano de una pedagogía estético-política bajo esta crítica, como el propio Rancière sugiere? Y aquí volvemos al centro de la primera parte de este texto: si consideramos la lectura convencional, sin dudas que Brecht sería un ejemplo más de “pedagogo embrutecedor”, pero si asumimos que las piezas didácticas no enseñan nada, ¿no deberíamos ver en Brecht a un maestro ignorante? Si las piezas didácticas no son pensadas como piezas de tesis, sino como laboratorios de experimentación colectiva, ¿no se está atentando contra “la lógica de la transmisión directa de lo idéntico”, no se está invitando a los “alumnos” a “que digan lo que han visto y lo que piensan de lo que han visto, que lo verifiquen y lo hagan verificar”? “Enseñar lo que no se sabe”, la máxima de Joseph Jacotot, ¿no es otra manera de plantear lo que expresara Brecht en la bella fórmula: “el arte de pensar en las cabezas de otra gente”?
Rancière también insiste en que suspender el presupuesto de la diferencia de las inteligencias, implica suspender también un concepto de la eficacia del arte político entendida en términos de una determinación unívoca de causa a efecto. La indeterminación de los efectos del arte forma parte del concepto de Rancière del arte emancipatorio. A su vez, esta indeterminación impregna al sujeto al que, según Rancière, este arte emancipatorio se dirige: los “anónimos”. Pero ¿no nos conducía por similares sendas la lógica brechtiana del sacrificio? ¿No es la indeterminación del efecto estético el centro del carácter “abstracto” o “sobrio” de las piezas didácticas?
La crítica de Rancière resulta pertinente y eficaz para cuestionar lugares comunes en los que la izquierda recae con frecuencia: el didactismo, el adoctrinamiento, el efectismo, etc. Pero eso no debería llevarnos a despachar la experiencia de la vanguardia en bloque. Hemos visto que resulta inadecuado equiparar a Brecht a la “pedagogía embrutecedora” reproducida por el modelo “crítico” tal como lo conceptualiza Rancière. Como se ha mostrado, el presupuesto básico de las piezas didácticas de Brecht es, precisamente, la igualdad de las inteligencias. Las piezas didácticas son antes que nada dispositivos para la verificación de la igualdad de las inteligencias. En Brecht encontramos no sólo la ignorancia del maestro, es decir, el maestro que enseña lo que no sabe, al abandonar la creación de obras y optar por el diseño de dispositivos; en Brecht también encontramos la suspensión de la causalidad, es decir, el efecto de la pieza didáctica no está anticipado en su construcción dramática, sino que sólo se determina en su efectiva representación. En Brecht, la activación del espectador no implica la reproducción de una forma jerárquica de “reparto de lo sensible”, sino, por el contrario, la puesta en juego del “saber que obra en el ignorante.”
Lo que aquí está en juego no es la defensa de un panteón para la izquierda cultural, sino el problema de la tradición. Por un lado, porque el planteo de Rancière deja muy poco margen para una recepción, por renovadora que ésta sea, de la experiencia de las vanguardias, y tiende más bien a aproximarse a las lecturas conservadoras que impugnan una hybris originaria en las vanguardias, que habría conducido por su propia lógica a las prácticas autoritarias de la izquierda del siglo XX. Pero además, porque si pensamos el pasaje de la obra al laboratorio desde el problema de la tradición, entonces el legado cultural no es ya la acumulación de “bienes culturales” del pasado, de sus “obras cumbre”, sino un reservorio público de recursos y experiencias socialmente disponibles, en condiciones de reactivarse en las distintas luchas para convertir la protesta en un acto creativo y las prácticas creativas en instancias de la resistencia. Las piezas didácticas son no sólo uno de esos recursos, sino también una manera de pensar el arte que habilita este pensamiento de la historia como archivo de recursos que pueden ser funcionalmente transformados (“umfunktioniert” decía Brecht) para las luchas venideras.





[1] Luis Ignacio García (Argentina, 1978) es filósofo, profesor universitario e investigador. Ha centrado sus intereses en la relación entre estética y política en el siglo XX, con especial atención a América Latina. Vive en Córdoba, Argentina.
[2] Cit. en Steinweg, R. (ed.), Brechts Modell der Lehrstücke. Zeugnisse, Discusssion, Erfahrung, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1976, p. 164.
[3] Cit. en ibíd., p. 198.
[4] Steinweg, R., Das Lehrstück. Brechts Theorie einer politisch-ästhetischen Erziehung, Stuttgart, Metzler, 1972.
[5] En Steinweg, R., “Two Chapters from ‘Learning Play and Epic Theater’”, disponible en http://www.bgxmag.com/steinweg2chapters.aspx (énfasis del autor).
[6] Cit. en Steinweg, R. (ed.), Brechts Modell der Lehrstücke, op. cit., p. 164.
[7] Véase Wizisla, E., Benjamin y Brecht. Historia de una amistad, Bs. As., Paidós, 2007.
[8] Rancière, J., El espectador emancipado [2008], Bs. As., Manantial, 2010.
[9] Véase Rancière, J., El reparto de lo sensible. Estética y política [2000], Santiago de Chile, LOM, 2009.
[10] Para la diferencia entre “política” y “policía”, véase Rancière, J., El desacuerdo. Política y filosofía [1995], Bs. As., Nueva Visión, 1996.
[11] Rancière, J., El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual [1987], Bs. As., Laertes, 2003.
[12] Ibíd., p. 18.
[13] Ibíd., p. 20.
[14] Rancière, J., El espectador emancipado, op. cit., p. 23.

martes, 12 de abril de 2016

Bufón.
Dirección: Luciano Del Prato. Actriz: Julieta Daga.

por Juan Manuel Conforte

Ph: Sebastián Sosa


Cuando entramos a la escena de Bufón, como la víctima necesaria de un atentado terrorista, nos recibe el humo, la mugre, y un rey bufón que nos da un número y una definición… ¿44?, preguntó en el momento que yo entraba, sí, le contesté… bien, 44, el comedido, espetó desde un cómodo sillón de goma espuma. Así, con esa acidez el Bufón nos recibe en su reino de algún perdido círculo del infierno. O tal vez, mejor, este Bufón no sería otro que un Virgilio desteñido que nos da su paseo por diversos círculos infernales. La obra tiene capas y esas capas se nos van abriendo en la medida que nos sentamos y nos dejamos conducir. Ya no somos inocentes, estamos allí, y el bufón nos va a cantar unas cuantas verdades ácidas y amargas hasta que nos destornillemos de risa. La verdad es in- munda; es decir que no es de ese mundo al que aspiramos incluso cuando vamos al teatro. En el fondo vamos al teatro para darle el gusto a alguien, para hacernos los interesantes con obras que no entendemos (aunque en el fondo estén hechas para ser entendidas) o para encontrar algún tipo de sentido al mundo que nos mundea sin que nosotros podamos hacer nada al respecto. El bufón nos muestra, nos da la mueca de un teatro sin sentido. Un teatro repleto de deseos inconfesos, de tedios contenidos, de miserias mal habidas. Un teatro in- mundo. Pero ese es sólo uno de los círculos del infierno donde somos invitados a asomar las narices. El círculo del teatro como teatro; incluso, del teatro cordobés de los últimos 12 o 15 años. Pero hay más y más círculos que se nos van a abrir concéntricamente mientras reímos, aunque preferiríamos llorar. Es innegable que los 12 o 15 años últimos del teatro cordobés, coinciden en gran parte con el proyecto político del kirchnerismo. El próximo círculo al que nos asomamos con bufón es un círculo político. El bufón de repente deviene una líder política sumida en las ruinas de lo que fue, de un poder que ha sido devastado por la propia miseria de su pueblo, es decir nuestra miseria de espectadores ciudadanos que estamos allí con nuestra indignación a cuestas. El Bufón se ríe de nuestra fe política y nos recuerda que la política, como el teatro, como el amor, como la vida misma (esos son los otros círculos infernales por los que pasearemos con Bufón-Virgilio), es cosa del tiempo y el tiempo es ese animal salvaje que consta de partes llamadas repeticiones y lo vivido una vez nos retorna como farsa a la vuelta de la historia. Y en esa vuelta ya nos encontramos con una política sin sus brillos fálicos. Es decir lo importante en el teatro, en la política y en el amor son los trajes, los brillos, con los cuales cualquier idiota puede verse investido de genialidad, como nos recuerda aquella obra genial de Genet, El balcón. Bufón es el reverso de eso. Cuando el brillo se va, cuando los trajes devienen basura, mugre, trapo; sólo podemos gozar de la verdad que nos dejan, de la prostitución que hay por debajo de cualquier uniforme. Y esa verdad amarga nos intenta hacer tragar Bufón. ¿Dormir? ¿Morir? No. Bufón nos quiere despertar del brillo del sueño y nos quiere acercar al amargor del despertar. Sólo despertamos con un golpe. Nuestro Bufón (sabemos que tiene nombre y apellido) intenta asestarlo con la punta de un escobillón gastado que sirve de cetro. Así se nos expulsa fuera del infierno con la promesa política de que cada uno de nosotros se lleva un secreto, incluso de que allí hemos ido, al fondo de la mierda, a buscar el dulce de leche que nos saque de nuestra amargura político-existencial; pero ya no hay tiempo, el susurro final que esperamos del bufón sólo nos deja la risa amarga de que para empezar a salir del infierno, deberíamos empezar por ser menos comedidos. Al menos ese fue el número que me tocó en… suerte.

lunes, 11 de abril de 2016

Distancia, fracaso y potencia.
Brecht, Beckett y la contemporaneidad

por Manuel Ignacio Moyano

Dos hombre contemplando la luna de David Friedrich Caspar, 1819.
Pintura que sirvió de inspiró Esperando a Godot de Beckett.

A su modo, Brecht y Beckett fueron artistas contemporáneos a su tiempo —tiempos que, obviamente, no se diferencian en cuanto a los años cronológicos (compartieron 50 años en este mundo, desde que Beckett nace en 1906 hasta que Brecht muere en 1956) sino a las pasiones que tejieron. Brecht es el artista escénico de la situación ontológica de entreguerras. Beckett, en cambio, el signo de la posguerra. El primero, uno más de los impulsos artísticos de inicios del siglo XX, uno más de los impulsos vanguardistas. El segundo, el callejón sin salida de todo impulso, el agotamiento de las vanguardias. Sus marcas indelebles en la historia de las formas padecen y forjan dos sistemas de pasiones por completo diferentes: el científico-social en Brecht, el filosófico-ontológico en Beckett. Sin embargo, entre el hombre-máquina brechtiano (como es el personaje de la obra Un hombre es un hombre, o los personajes de las así traducidas “Piezas didácticas”, Lehrstücke), y el hombre-resto (como son, entre muchas otras, las figuras de Esperando a Godot, los de Fin de partida y de todo lo que  vino después) hay una misma intención: descentrar la escena de la figura humana, o bien, hacer escena desde la des-humanización del hombre. ¿Cuál es su resultado? Pues producir la escena más moderna de todas, esto es, la escena donde “el valor extrañamiento” se presenta como “la tarea específica del artista moderno” (Agamben, L’uomo senza contenuto, p. 161). Y producir un extrañamiento no significa otra cosa más que operar una “destrucción de la transmisibilidad de la cultura.” (ibid.) Como todo artista, Brecht y Beckett lesionan la cultura en lo que más íntimo posee ella: en sus canales de transmisión, en su transmisibilidad. El arte moderno se revela no ya como una forma-cultural más (como quisieran los académicos), sino como una interrupción de la tradición, de sus formas de reproducción. Y esta tarea es también una condena: la condena al rupturismo, verdadera espada de Damocles para todo artista.
Sin embargo, los medios importan. No es lo mismo el sistema de Brecht que el de Beckett. El medio del primero fue la distancia, el del segundo el fracaso. Lo que importa de ellos no es que “representaban su época”, sino por el contrario que extrañaban al presente en el cual operaban. Como bien sostiene Agamben en su libro Che cos’è il contemporaneo?, alcanzar el presente sólo es posible por medio de un “desfase”, de un alejarse de sus “luces” para coronarse con sus sombras. Pero ese extrañamiento tiene dos marcas diferenciadas.
En este sentido, la estrategia brechtiana es clara: sobre la capa de una primera representación, se elabora una segunda dando lugar a lo que podríamos denominar una sobre-representación.  Llevado al extremo, el gesto de representar sobre una representación, lo que comúnmente se denomina “teatro dentro del teatro”, abre el espacio para que lo único representado sea el mismo gesto de representar. Representar los medios de la representación –Brecht deseaba que en su teatro nadie olvidara jamás que se encontraba en un teatro–, es decir, mostrar los hilos y la mano que los maneja en la misma escena implica renunciar a  la representación, o bien asumir la pura presentación de toda representación. En este sentido, la “distancia” propia del teatro épico es una forma que, paradójicamente, se acerca a su época y a su tiempo desde una posición determinada: la del cientista social, la de quien re-flexiona una y otra vez sobre los medios de su exposición. Por esto, “la transformación total del teatro —puede afirmar Brecht en sus Escritos— no debe ser consecuencia de un capricho de artista, sino corresponder a la total transformación espiritual de nuestro tiempo.” (Escritos, p. 36) En este hegelianismo teatral (Hegel era su filósofo favorito), la distancia es la exigencia de su época y ella es la que cambia por completo el teatro. Pero, ¿distancia de qué con respecto a qué? Distancia del teatro con respecto a sí mismo, esto es, distancia del representante —el artista— con respecto a lo representado —la época o las circunstancias del arte. Y en esa distancia, en ese extañamiento volver comprensible, o al menos legible, la época y el arte.
Harto diferente es la estrategia beckettiana. En los diálogos que publicara en 1949, bajo el título de “Tres diálogos con Georges Duthuit” —que en verdad no son más que una elaboración propia del irlandés, literaria y bastante cómica, de una serie de conversaciones que mantuviera con el francés sobre la pintura de Matisse, Tal Coat, Masson, Van Velde, entre otros—, donde Beckett expone la imposibilidad del arte y a la vez su obligación. Dice en torno a ese arte indigente que asumirá como su marca: “La situación es la de quién está inerme, no puede actuar, en nuestro caso no puede pintar, por cuanto está obligado a pintar. El acto es el de quien, inerme, incapaz de actuar, actúa, en nuestro caso pinta, puesto que está obligado a pintar” (“Tres diálogos con Georges Duthuit”, en Proust, pp. 113-114) El artista, por lo tanto, ya no sólo toma distancia de su circunstancia —para comprenderla mejor— sino que asume la radical imposibilidad de cualquier relación con ella. Asumir el fracaso de la representación teatral, de la pintura, de la escritura y con ello, no con otra cosa —aquí está su genio—, actuar, pintar y escribir. Es que esta “fidelidad al fracaso [crea] una nueva circunstancia” (ibid, p. 120) El arte, así, no sólo se presenta, como se ha dicho, “autónomo” respecto de su época sino más bien como un “fracaso” en la relación con ella —y en este fracaso, asumir como única tarea expresar la imposibilidad de toda expresión. Toda una ética de la exigencia, ya no de la responsabilidad. Esto es claramente un trabajo con la impotencia, como dijera el mismo Beckett alguna vez para diferenciarse de Joyce, que no la colorea en una nueva “realidad” distinta de ella. Es decir, no hacer del indigente el nuevo mesías —hacer, en cambio, de todo mesianismo un estado de indigencia. Ya no será la toma de distancia reflexiva como en Brecht, será en cambio la asunción de la situación en toda su imposibilidad. Dos modos de ser contemporáneos tan distintos que Beckett brincó de alegría ante la muerte de Brecht, conociendo antes la intención que tenía éste de llevar a escena a Esperando a Godot, donde Godot dejaría de ser quien no cesa de no llegar para encarnarse en un “cerdo burgués”.

¿Cuál es, entonces, el modo de ser contemporáneos hoy en las artes escénicas? Ni la distancia, ni el fracaso. Hoy, aunque de forma incipiente y con avances y retrocesos, lo que realmente moviliza las artes y su función de extrañamiento —al menos aquellas a las cuales les llegó la modernidad— es la potencia, esto es, la multiplicación exponencial de las relaciones posibles con la propia época. Y esto es lo más problemático de ella porque donde todo es posible, nada lo es. Y si nada es posible, el presente se diluye entre las manos y, como la arena, todo parece dar lo mismo. Es necesaria una nueva ética de producción que avise: no todo da lo mismo, la arena no puede seguir cayendo de nuestras manos.