martes, 26 de julio de 2016

Un detalle en el desierto. Sobre Lejos, dirigida por Marina Sarmiento


por Manuel Ignacio Moyano

La “usurpación” existe desde un principio.
Jacques Derrida, de la gramatología.

Ph: Marina Roveda

En El teatro de la crueldad y la clausura de la representación, un gran ensayo sobre Artaud, Jacques Derrida finaliza su escritura con la siguiente declaración, o mejor, con la siguiente aclaración: “Pensar la clausura de la representación es pensar lo trágico: no como representación del destino sino como destino de la representación. Su necesidad gratuita y sin fondo. / Y por qué en su clausura es fatal que siga la representación.” Estas palabras, que contienen una condensación magistral de las preocupaciones derrideanas, que avisan la trágica ambivalencia artaudiana respecto del hecho escénico (la clausura de su repetición y, a la vez, su inevitabilidad), son a la vez el lugar de una inmensamente precisa definición de la noción misma de tragedia. Lo trágico es, desde esta perspectiva, ya no una representación del destino sino el destino de la representación, “su necesidad gratuita y sin fondo.” ¿Desde dónde viene la tragedia, entonces? Desde ningún lugar. O mejor, desde el no-lugar que es todo destino, el no-lugar que implica la inevitabilidad de la representación. ¿Desde dónde viene la representación, entonces? Igualmente, desde ningún lugar, desde un pozo sin fondo. En consecuencia, la representación no representa un algo previo y dado. La representación es una necesidad surgida de la inexistencia de un fondo previo y dado. Solo porque no hay nada en el principio es que hay representación, una huella originaria que se coloca en el diferendo entre un hueco y las representaciones que de allí, como de la boca de un acantilado, no dejan de emerger. No hay caminantes, pero hay huellas —huellas que señalan el abismo de toda representación, el círculo ciego sobre el que bailan estas huellas, o mejor, los espectros de esos caminantes nunca sidos.
Es en el marco de esta grandísima redefinición derrideana de lo trágico donde se torna pensable la magnífica pieza escénica que es Lejos, dirigida por Marina Sarmiento y corporeizada por una actriz enorme, pero enorme de verdad: Florencia Bergallo. Entendámonos: no es una obra “representativa”, con la carga peyorativa que esta noción porta actualmente en las artes escénicas contemporáneas. Es una obra que interroga el estatuto mismo de la representación. Y lo hace de una manera particular: a través de la relación entre cuerpo y memoria. Sin embargo, en verdad no podríamos hablar de una “relación”, como si por un lado hubiera un cuerpo y por el otro una memoria. La gran contribución de esta pieza es que en ella el cuerpo es la memoria. Es el cuerpo el que recuerda, es el cuerpo donde el pasado existe. Por lo tanto, el cuerpo no es aquello que representa un pasado, sino más bien aquello que presenta la representación en la que vive indefectiblemente todo pasado. Una representación que siempre está reinventándose, re-in-corporándose. La corporalidad extrema de Florencia, aquella donde se tiene una “cita” con el pasado, es el espacio en donde lo trágico —en el preciso sentido que le dimos a partir de Derrida— tiene lugar. El cuerpo es el lugar, involuntario, donde la representación, “su necesidad gratuita y sin fondo”, aparece. Pero, como dijimos, se trata de una representación sin representado ni representante. En este cuerpo el pasado no es algo que ocurrió y que ahora, escénicamente, vuelve a representarse. Aquí el pasado se encuentra en su estado más puro, esto es, en su consistencia representativa surgida desde el fondo de un fondo sin fondo. De la sonoridad que de este fondo imposible surge, sonoridad que en Lejos está excelentemente puntuada por el diseño y la música de Ezequiel Abregú.

Ph: Marina Roveda

Escenográficamente, la gran lengua blanca (una larga lona tendida desde el techo de la sala hasta el proscenio que borra los límites espaciales y hace ingresar el infinito en el espacio visual) sobre la que la actriz despliega el cuerpo del pasado potencia esta corporalidad. Es más, diremos que la crea. Es que entre ella y la disposición del cuerpo (sus posiciones, sus gestos, sus movimientos, su recorrido espacial, su uso del objeto-toalla) se crea precisamente la escena, la representación, la historia. La lengua blanca, entonces, se convierte en una sombra, la sombra de los antepasados —y la noción de sombra nos es fundamental porque ella, como el pasado, es lo que se genera a partir de la proyección de los cuerpos presentes atravesados por una luz, es decir, ella muestra la “presentación” oblicua de toda “representación”. Sin embargo, su blancura es fundamental para este dispositivo tan complejo creado por Lejos. Porque el blanco es, antes que un referente determinado al cual debe representarse, la superficie última donde todas las representaciones pueden tener lugar. El blanco, la hoja en blanco, la página sin escribir es la misma posibilidad de la gramatología —la posibilidad última de la escritura, de la letra, de la différance derrideana. Pero es su posibilidad porque ella no es lo que está antes de la escritura-representación, sino lo que una y otra vez emerge desde dentro de ella, lo que abre en la letra, en el gramma, la diferencia respecto a sí misma. Por ello, Giorgio Agamben, en un texto dedicado a la filosofía de Derrida, la llamará “la escritura de la potencia”, es decir, la escritura ya no de la pluma sino de la misma hoja en blanco —su capacidad para impresionarse, para recibir la marca de la letra. Sin esa potencia blanca no habría representación, no habría escritura. Por esta sencilla razón, la potencia blanca vive dentro de la representación y de la escritura, es la tinta invisible que acompaña cualquier otra tinta. En este sentido, la blancura de esta escenografía —excelentemente producida con el sistema lumínico sobre el cual se diferencian tonalidades del blanco—  es aquello que, dejándose impresionar por el cuerpo de la actriz, escribe esa coreo-grafía singular en Lejos.

Ph: Marina Roveda


Precisemos todo esto. Beckett escribió alguna vez: “El ojo mirando fijamente con dureza un detalle en el desierto se llena de lágrimas.” Y aquí se muestra su grandeza, que es también la misma grandeza de la gramatología derrideana y, a la vez, de Lejos. Es la grandeza de entrever un detalle en el desierto. Las lágrimas del ojo beckettiano, antes que de congojo, son lágrimas de felicidad —de esa extraña felicidad que proviene de los horizontes y de los detalles. Pues bien, ese detalle es lo que le da verdad al desierto, ese detalle es la letra que representa tan solo su propia existencia, su propia necesidad. Pero una necesidad abierta y producida en y por la hoja en blanco. Es el sinuoso cuerpo de Florencia Bergallo, ese cuerpo por el que transitan las respiraciones de los muertos, los gestos del pasado, la vida de los fantasmas. Sin embargo, es un cuerpo que se contorsiona en el desierto, en la lejanía propia de todo desierto, para determinarlo, para singularizarlo, para detallarlo. Ella es un hermoso detalle en el desierto, como cualquier recuerdo. Y esto hace de su cuerpo una inmensa oscilación entre lo infinito y lo finito, precisamente la misma oscilación de la memoria y del olvido, de la vida y la muerte —cabría preguntarle a la obra porqué esta oscilación tiene siempre la forma del tormento y del sufrimiento. En este sentido, la blancura escénica y el cuerpo detallado pierden su diferencia y, tal como la letra y la página blanca, se entreveran en la escritura. Se entreveran en la historia —historia como la del desierto, esto es, sin final ni principio, historia llena de pequeños remolinos arenosos que cada tanto dibujan un rostro en la arena o también un mapa. El cuerpo escénico —donde la luz, el ambiente sonoro, la actriz, la escenografía blanca, los objetos— es “usurpado” constantemente por los fantasmas del pasado y sus coreografías, sus escrituras. Es más, el cuerpo escénico es esa usurpación originaria en la cual, desde siempre y desde Lejos, esos fantasmas han bailado desde siempre. Por esta razón, la pieza dirigida por Marina Sarmiento es, como la memoria, un reencuentro con esa danza milenaria. Un reencuentro con la representación originaria de cualquier escena.

martes, 19 de julio de 2016

La suspensión del choc. Sobre La pelota, de Lucía Magdalena Disalvo




por Manuel Ignacio Moyano

I. “Haber estado atento a los empujones de la multitud es la experiencia que Baudelaire —entre todas las que hicieron su vida lo que fue— toma como decisiva e insustituible”, escribe Walter Benjamin en Sobre algunos temas en Baudelaire. Luego, finaliza sus reflexiones con la siguiente consideración: “Ha mostrado el precio al cual se conquista la sensación de la modernidad: la disolución del aura a través de la ‘experiencia’ del shock.” Benjamin lee muy bien la ambivalencia de la poética en Baudelaire, su arraigo en la multitud y su desprecio hacia ella. Pero arraigarse en la multitud, atender a sus empujones no significa otra cosa más que disolver el aura. Recordemos su clásica definición del aura: “la aparición irrepetible de una lejanía, por más cercana que pueda estar”. Por esta razón, el choc en Baudelaire rompe con la esencia aurática de la obra de arte, esencia en la cual el objeto adquiere vida propia y se acerca al punto de hacerse uno con el sujeto —de hacerse el sujeto (de allí la valencia mayor en la modernidad del artista antes que de la obra). La experiencia del choc es, en este sentido, la desaparición de la unicidad de cualquier lejanía. El choc acerca. Y para hacerlo se repite una y otra vez, como las máquinas. Y como los codazos y los empujones, los tirones y los mareos ciegos que cualquier calle de una gran ciudad impone al transeúnte, no al ciudadano, al transeúnte. Es la ciudad experimentada a fondo. ¿Qué deja esa experiencia? Nada. Quizás el recuerdo de alguna bocina, algún murmullo, el cansancio de los pies. Es el tráfico, la prisa, las señales con las que esquivamos a todo lo que se traspone. “Moverse a través del tránsito significa para el individuo una serie de shocks y de colisiones. En los puntos de cruce peligrosos, lo recorren en rápida sucesión contracciones iguales a los golpes de una batería. Baudelaire habla del hombre que se sumerge en la multitud como en un reservoir de energía eléctrica.” El hombre cuya sensación es moderna es un hombre eléctrico, vive a 220. No solo es éste el signo de la experiencia diaria del moderno, señala Benjamin, es también el signo de su arte. Y todo lo que Benjamin escribe sobre Baudelaire bien podría aplicarse a cualquier hinchada en un partido de fútbol, a una manifestación callejera, a un carnaval, a una buena fiesta. El arte moderno es choc, aquello que produce un extrañamiento en la sensación y que no puede ser resuelta por medio de una imagen aurática.
Ahora, ¿qué pasa si suspendemos todo esto? ¿Qué pasa si paramos la pelota? La grandísima valía de La pelota, dirigida por Lucía Magdalena Disalvo, es que se arriesga a suspender el choc —y se arriesga a suspender la propia construcción escénica. Es que La pelota es una obra escénica, insertada entre la performance y la danza, que propone el choc, abre el juego, se entrega a la experiencia moderna —aquella en la que los sujetos se levantan del suelo para volver a arrojarse, sin otro sentido más que el del puro hecho bruto de arrojarse— pero la suspende. Por segundos todo levita, como pequeñas pavesas, perdidas en el espacio sin otra función más que quedarse suspendidas. Los cuerpos de los intérpretes, cansados y atravesados por los empujones de la multitud, se convierten en las partículas microscópicas que entrevemos cuando el sol atraviesa de costado una pequeña nube de polvillo. Es un bostezo. Un bostezo de lo real. Algo que no se explica ni quiere ser explicado. En literatura solo una experiencia es equivalente: la de la hoja en blanco.

II. Ahora bien, esta suspensión tiene dos bastiones escénicos que muy eficazmente logran sostener y producir esos cuerpos: el contrapunto espacial y la detención temporal. En una multitud eléctrica ingresa una partícula desprendida de ella, se contrapone a ella (en su ritmo, en su intensidad) y le quita el protagonismo. La multitud se disuelve, lentamente, para volverse a rearmar. Y un nuevo contrapunto escénico se produce. Y una multitud nueva crece en el seno de aquella. Y vuelve el arrojo desmedido, los choques, las corridas. Vuelve a crecer el gozoso infierno del tráfico. Hasta que de repente todo se detiene, se suspende. Los cuerpos, no necesariamente inmóviles, están suspendidos. Y la multitud se convierte ahora en un desperdigamiento de paseantes. Si volvemos al Baudelaire de Benjamin, diremos que el sujeto de la multitud se convierte entonces en un flâneur —aquel que, fuera de la multitud, la contempla e incluso desprecia porque se sabe inevitablemente atraído por ella. Ya no hay un performer, hay un flâneur que, como el literato del siglo XIX, se pasea por las calles sin rumbo y sin objetivo. Se produce así el vagabundeo. Pero en La pelota sucede algo extraordinario con esta conversión del sujeto eléctrico en un paseante: en esos cuerpos que quedan suspendidos se escuchan de lejos los sonidos de la multitud. Como si en ellos se reinventara un nuevo aura, una lejanía que remite a la multitud, al choc, al tráfico, a la modernidad. Se trata de la misma experiencia que padecemos cuando en una gran ciudad se corta la luz. No tenemos otra salida que la obvia y estúpida reflexión que siempre repetimos: “se cortó la luz”. Ese micro-instante, inmensurable, fuera de todo minutero, es valiosísimo porque el tiempo se detiene. Diamante negro porque es tiempo en estado puro, tiempo fuera del reloj. No entendemos nada y no nos importa entender, crece el estupor, es decir, una estupidez benigna que nos conmina a des-atender.


III. Pero también algo más: en esa suspensión todo lo otro adquiere un fuerte, fortísimo espesor. La multitud, los golpes se espesan y de alguna forma extraña se vuelven mucho más reales. Lo dijimos: es el momento del bostezo de lo real. La pelota es una obra que trabaja con lo real, no con la realidad. Trabaja a la multitud física —llena de movimientos, de posiciones, de posturas, de violencias y de choques— desde esa física de otro mundo en que las cosas empiezan a moverse cuando están suspendidas, cuando están en estado de flotación —como los deseos en los sueños. Es una obra que propone el desquicio troglodita de la multitud y lo suspende. Es hija de Baudelaire. Experimenta la multitud y se arroga el derecho a contemplarla. Es una obra que rayando con múltiples crayones todo el espacio escénico, extrañamente (y allí su modernidad), crea una hoja en blanco en el cuerpo de la electricidad. Y se crea, extrañamente, un hermoso sol entrevisto en la oscuridad de los párpados.

miércoles, 13 de julio de 2016

Los cuerpos por venir. Leer lo que jamás se ha escrito


Hervé Diasnas - Le Premier Silence

por Giorgio Agamben
(Traducción: Felipe Kong Aránguiz) [1]

1. Método
Mallarmé ha enunciado a propósito de la danza un axioma que no ha dejado de fascinar a los espíritus: a saber, que la bailarina no baila, sino que escribe. La danza no sería así más que una escritura corporal, “un poema liberado de todo aparato de escribano”. Que lo creado por la  danza sea aún al día de hoy llamado coreografía es testimonio de la fuerza y la tenacidad de  esta concepción (la escritura de la danza en el sentido técnico, de Feulliet a Laban, no sería entonces más que la escritura de una escritura).
No se puede comprender el método de Hervé Diasnas si no se abandona sin reservas este prejuicio o si, al menos, se le desplaza en algún grado. La danza no se presenta aquí como una escritura, sino como una lectura. Salvo que el texto por leer falta, o más bien, es ilegible. Según la bella imagen de Hofmannstahl, el bailarín “lee lo que jamás se ha escrito”. Los gestos de Diasnas deletrean y casi balbucean este texto ausente, se dejan guiar por una carencia de trazo. Su escritura escribe una no-escritura: corea-grafía.

2. Cuerpo
La marioneta está inscrita en el blasón de la danza al menos a partir del ensayo de Kleist Sobre el teatro de marionetas. Kleist fija aquí tres principios: 1) la superioridad de la marioneta sobre el cuerpo  vivo  del  bailarín  (corolario:  bailar  no  significa  más  que  transponerse  en  el  centro  de gravedad de la marioneta); 2) la proporción inversa entre gracia y conciencia; 3) la posibilidad para el conocimiento de reunir el cuerpo edénico de la marioneta solo al precio de atravesar el infinito.
Se sabe la fortuna de este paradigma en el teatro moderno: Gordon Craig, Decroux, Artaud, cada uno a su manera, hacen de ello el arquetipo mismo del cuerpo escénico, la des-organización cruel e integral del cuerpo humano con el fin de elevar al actor al rango de una super-marioneta.
La coreografía de Diasnas Dnaba ou le Premier Silence [Dnaba o el primer silencio] es una extraordinaria meditación sobre el cuerpo en el teatro moderno, que vuelve a poner en cuestión el primado de la marioneta. Cuando el telón se levanta, el cuerpo del bailarín oscila suspendido por encima de la escena y se derrumba repentinamente mientras que la marioneta, sentada sobre un estrado detrás de él, corta de un gesto el hilo que la retiene. El cuerpo del bailarín caído a la tierra se encuentra habitado por un devenir animal ilimitado: mitad golem, mitad insecto, a veces mono, a veces escorpión, repta, convulsiona, cabecea, luego reencuentra provisoriamente la vertical. En este genial remedo del texto kleistiano, la marioneta deja de ser el paradigma edénico de la danza: ella ocupa ahora por entera el espacio entre el cuerpo humano y el maniquí reducido a su simple ser de madera. El proyecto moderno de igualar el cuerpo escénico a la marioneta es así depuesto sin ninguna nostalgia. Y en el momento donde el cuerpo del bailarín y el de la marioneta vienen a tocarse, es como si Diasnas trazara el diagrama de un cuerpo por venir.

3. Tiempo
Desde Kant, tiempo y espacio no son más que las dos dimensiones de lo Inagotable. Es así que Valéry, remarcando el gesto de Mallarmé en Mímica, ha podido reencontrar en la inminencia la dimensión temporal propia de la danza. En el mismo sentido, Ramón Gaya, ante la gran bailaora Rosita Durán, escribió que ella no bailaba, sino que creaba el espacio donde la danza debía ocurrir. Este tiempo de la inminencia, al mismo tiempo febril e inexorable, de profecía y de suspenso, marca sin lugar a dudas el tempo de la danza moderna de Isadora a Mary Wigman. El cuerpo del bailarín está literalmente trabajado de inminencia, incesantemente ocupado en devenir sí mismo.
Al contrario, Diasnas comienza a bailar cuando todo el tiempo está agotado, cuando todo lo que debía ocurrir ya ocurrió. La inminencia es una suerte de pellejo inservible que el bailarín deja tras de sí y del que ya no se puede extraer nada. Su tiempo propio, eternamente en falta, es ese que Beckett llama “la hora de Jamás”, y del cual dice que es demasiado corto para que valga la pena comenzar, y demasiado largo para que, de cualquier modo, no vuelva a comenzar. Diasnas trabaja en una temporalidad segunda, algo así como el tiempo que el tiempo pone a ser tiempo, donde está siempre en retraso o adelantado sobre sí mismo: siempre errado, siempre acertado. Es como el Mesías del que habla Kafka, que no llega más que al día siguiente de su llegada, cuando ya no hay nada que salvar. De allí la cualidad especial de sus gestos, que ya no son ni profecía ni memoria, ni repetición ni anuncio, sino que evocan los gestos evasivos e inmemoriales de los juglares o las palabras de un evangelio apócrifo al describir la noche mesiánica: “Yo camino y no avanzo […] ellos mastican y no mastican […] el pastor levanta el bastón para golpear y su mano se queda detenida en el aire”.

4. Sin fondo
A propósito de un espectáculo de los payasos Fratellini en el Circo de Invierno, Siegfried Kracauer escribió en 1926 que los elementos de sus cuerpos dejaban de ser parte de un organismo para devenir líneas, puntos, abstracciones e inscribirse en una figura que no tenía ya nada de humano, antes de reencontrar brutalmente su identidad:

Los  pliegues  de  los  pantalones  abombados,  los  botones  blancos  de  las  chaquetas,  los  dedos ligeramente abiertos: todos estos componentes que tenían antes su lugar en un organismo, o al menos en el fantasma de éste, son ahora líneas, puntos, superficies de una estructura que ha apartado de su elemento humano hasta la sombra misma. Ésta no se desarrolla tampoco como una planta, no tiene ningún crecimiento, ni siquiera el de los corales de la fauna marina. Es más bien un monograma escrito en una lengua desconocida que los investigadores no logran descifrar. El jeroglífico se alza solemnemente en el vacío. […] Un instante solamente, y la escritura que se inscribía en la nada colapsa sobre sí misma. Los elementos de las curvas devienen los miembros y troncos que recaen sobre la silla.

Así mismo, en febrero de 1995, sobre el escenario del Teatro de la Bastilla, en un episodio de Sourire de l'aube [Sonrisa del alba], Diasnas deja reposar sus pies desnudos negligentemente sobre una maleta, y estos pies de pronto se despegan del cuerpo humano, se transforman en títeres metafísicos que por unos diez minutos urden una inolvidable intriga de encuentros, de flechazos, de separaciones. Pero, en el momento cuando la mano surge de improviso para tomar la manilla de la maleta, vuelven a su simple naturaleza de pies, que absurdamente, atrozmente, deben recuperar el calzado y caminar. Ahora, en este breve suspenso donde los pies del mimo han acabado ya su rol de títeres sin haber aún vuelto a su función ambulatoria, hay un ser sin fondo que aparece, más allá de la forma y de lo informe, de lo expresable y lo inexpresable.

5. Condición
Se conoce el ejemplo por el cual Decroux distinguía las condiciones trascendentales del mimo del actor. “Imagínense —decía él— dos condenados: uno amordazado, pero con el cuerpo libre, el otro doblegado en un poste, pero sin mordaza. El primer es el actor mímico; el segundo, el actor parlante. Ninguno de los dos siente ganas de bailar.”
Imaginen ahora un tercer condenado, a la vez amordazado y amarrado a un poste. Su cuerpo sería la condición trascendental de la danza según Diasnas: un cuerpo en el cual la inmovilidad se disloca a cada  instante  en  movimiento  y  donde  los  movimientos  arrastran  una  masa  importante de inmovilidad. Dicho de otra forma, un cuerpo en el que la potencia (o la impotencia) queda intacta en todo acto realizado y donde los gestos más libres no son más que la presentación de un absoluto estar-atado, la exhibición de una potencia irreductible.

6. Objetos
Entre 1924 y 1926 el filósofo Sohn-Rethel vivía en la ciudad de Nápoles. Observando a los pescadores que lidiaban con sus barcos a motor o a los automovilistas que buscaban hacer arrancar sus coches viejos, formuló una teoría de la técnica irónicamente llamada “filosofía de  lo estropeado” (Philosophie  des  Kaputten). Según Sohn-Rethel, las cosas para un napolitano no comienzan a funcionar más que cuando se estropean. Esto quiere decir que él no comienza verdaderamente a manejar los objetos técnicos sino en el momento en que ya no funcionan: las cosas intactas, que funcionan bien por su propia cuenta, le exasperan y le son odiosas. Sea como sea, metiendo una punta de madera en el sitio correcto, dando un puntapié en un buen momento, consigue hacer funcionar los objetos exactamente como desea. Según el filósofo,  este comportamiento implica un paradigma tecnológico más elevado: la verdadera técnica comienza cuando el hombre logra oponerse al automatismo hostil y ciego de las máquinas para desplazarlas sobre territorios imprevistos, como ese muchacho que, en una calle de Nápoles, había transformado un motor de ciclomotor en una batidora de crema.
Entre esta filosofía de lo estropeado y la danza de Diasnas existe un parentesco secreto, como entre el motor-batidora de Sohn-Rethel y los objetos que Diasnas inserta en sus coreografías. Si algo sobrevive aquí del cuerpo tecnificado de la super-marioneta es enseguida transpuesto al servicio de fines completamente inesperados, en el horizonte de una nueva experiencia de la técnica y de la relación del cuerpo vivo con el objeto inerte. Esta nueva tecnología recuerda la relación cuerpo-máquina que Jarry instituye en Le Surmâle [El Supermacho], cuando el cuerpo de André Marcueil y la máquina eléctrica que le debe inspirar amor se funden en un sistema único, donde lo vivo y lo inorgánico intercambian sus roles.  
De los objetos en su teatro, Kantor decía que no eran accesorios sino bio-objetos, que comenzaban a jugar con los organismos vivos de los actores. Se podría decir lo mismo para el bastón de Naï, para los tubos luminosos y la marioneta en Le Premier Silence o incluso para la maleta y las dos pequeñas muñecas con velo en Le Sourire de l'aube. A ellos responden las manos y los pies que se despegan del cuerpo del bailarín y comienzan a jugar por cuenta propia. No se trata ya de un umbral estético por franquear, como en el desvío surrealista de los objetos, sino de una nueva tecnología del cuerpo, dado que el cuerpo allí se encuentra implicado en primera persona. Es un nuevo sistema cuerpo-objeto lo que se crea cada vez, donde los objetos comienzan precisamente a funcionar cuando pierden su función propia para entrar con los cuerpos en una zona de indiferencia creadora.
La danza de Diasnas constituye la exploración metódica de esta nueva tecnología, algo así como un Novum Organum de la experiencia corporal.




[1] “Les corps à venir”, publicado en Les Saisons de la danse, mayo 1997, n° 292, pp. 6-8. Cahier spécial “L'univers  d'un artiste”, n° 5, “Hervé Diasnas”. Escrito originalmente en francés. Editado también en Agamben, Giorgio. Image et mémoire. Écrits sur l'image, la danse et le cinéma. Paris: Desclée de Brouwer, 2004.

martes, 12 de julio de 2016

La esencia de la comedia Sobre Othelo, de Gabriel Chame Buendia


Hernán Franco en "Othelo", de Gabriel Chame Buendia

por Manuel Ignacio Moyano

I. Aristóteles legó a Occidente una definición de la comedia de una fuerza determinante. Escribió en su Poética: “La comedia es, como hemos dicho, imitación de hombres inferiores, pero no en toda la extensión del vicio, sino que lo risible es parte de lo feo. Pues lo risible es un defecto y una fealdad que no causa dolor ni ruina; así, sin ir más lejos, la máscara cómica es algo feo y contrahecho sin dolor.” (Poética 1449a, 31-35). Así concedía a la máscara cómica una determinación particular: su asociación con lo feo, lo que es risible en él y no doloroso, y con la parte inferior de lo humano. Ello explica su poquedad frente a la grandiosa tragedia, el verdadero arte de los hombres, bellos y superiores en este caso, condenados a la historia y sus  dolores. Pero, ¿es esta definición suficiente? Esta tradición, titulada como “aristotélica” por los profesionales del arte escénico, difícilmente pueda alguna vez ser comprendida cabalmente en su verdadero espesor para los griegos. Los géneros por los que Aristóteles se explaya en su Poética son mucho más variados que la simple oposición cómico/trágico —la epopeya y la épica son algunos más—, lo que vuelve más dificultoso su diferenciación. Sumado a ello, todas las disputas filológicas en torno a la Poética, relativas a su apócrifa condición, a su completitud, entre otras, hacen mucho más complejo el panorama sobre la verdadera situación de la comedia y la tragedia en Grecia, o al menos en el pensamiento aristotélico. Borges lo supo bien e ironizó sobre ello en su cuento “La busca de Averroes”, donde “el gran comentarista”, como se conocía a este moro en el mundo árabe, conociendo finamente todos los tratados filosóficos del estagirita se habría anonadado frente a la Poética y la pululación de los términos “tragedia” y “comedia”.
La cuestión no es menor y nos avisa algo fundamental. La “tradición aristotélica” parece ser menos una creación del estagirita que una invención moderna, invención plenamente asociada a la “gran” invención moderna: la literatura. Es por esta razón que en dicha tradición —perdida en el medioevo y, ¡oh casualidad!, recuperada por los primeros modernos— lo que vale realmente es el texto, esto es, las palabras vertidas por el genio literario. Esta modernidad “aristotélica” ha inventado literariamente el teatro que conocemos hoy en día. Esto es: el teatro subsumido a la letra. Y para este teatro otra gran invención ha sido su caballo de batalla. Este caballo tiene un nombre preciso: Shakespeare.
Entendámonos: no estamos diciendo que Aristóteles o Shakespeare no hayan existido y escrito obras formidables, estamos diciendo que con ellos se ha construido un teatro específico, el Occidental, vinculado teológicamente al autor-palabra a través una pragmática concreta. Teológico ya que, dicho en palabras de Derrida, “la escena es teológica en tanto esté dominada por la palabra, por una voluntad de palabra, por el designio de un logos primero que, sin pertenecer al lugar teatral, lo gobierna a distancia”. Como un dios sin lugar escénico, o bien en todos los espacios de la escena, el autor-palabra se ausenta y hace del teatro su templo. Esto ha sido Shakespeare para Occidente y su invención moderna, precisamente esto y no las delicias de sus versos agolpados en un mar de flores silvestres. Es contra esta tradición, o mejor, en los lindes de esta tradición, donde se pliega “Othelo” en la adaptación y dirección de Gabriel Chame Buendia.

II. Hay que decirlo de una, bueno, en verdad de segunda porque ya escribimos un preludio con ínfulas doctas, pero lo digamos: es una obra que la rompe. Pero la rompe no porque nos hace destriparnos de risa, no solo por ello, sino porque define y aclara muy bien qué es la comedia. Como la distinción tragedia/comedia siempre fue tosca —y más tosca fue la solución de compromiso que inventó el oxímoron “tragicómico”—, la definición de cómico que nos otorga la obra ya no define a la misma solo en oposición a lo trágico. De hecho, Othelo es una de las piezas consideradas “trágicas” por la tradición. Entonces, tendríamos una comedia basada en una tragedia shakespereana. Si solo así lo viéramos, bueno, seríamos medio pelotudos. Es mucho más que eso. Empapándose de la escena contemporánea, es una obra que parodia la religión teatral. Parodia sus dioses, sus templos, sus ritos. Pero hay algo mucho más específico en esta obra que no hay en el resto: la parodia es acá un artefacto —y como tal una construcción— sensible y corporal. Y así se nos muestra que lo cómico no es un constructo intelectual sino físico-corporal. Las ideas no hacen reír, hacen reír los cuerpos (alguna vez alguien le dijo a Charles Chaplin: “Ud. no es un cómico, es un bailarín” y  en ese dicho ese alguien entendió toda la comedia chaplinesca). Habría que levantar un monumento a los cuatro actores en escena porque el despliegue físico-sensible es inescindible de las carcajadas del público, inescindible de la comedia. La obra la rompe, entonces, porque rompe la definición monolítica de la comedia como aquello opuesto a la tragedia, opuesto a lo superior y doloroso del destino y la historia. La rompe porque define lo cómico como una sensación. Y precisamente es la sensación la que define esta obra, sensación sobre la que luego van a descansar los personajes, la historia, Shakespeare (¡Shake it, Pierre!), los recursos técnicos y todo el infierno de las cuatro cuartas paredes. Matías Bassi, Julieta Carrera, Hernán Franco, Martín López Carzolio son los nombres de esa sensación. Más que actores son sensaciones. Cada uno de sus gestos, de sus muecas, de sus desplazamientos son formas preciosas de la sensación. Pero la sensación, y esta es su magia, es trans. No se queda jamás en “un” cuerpo, en “un” gesto. Los atraviesa —¡ah, traviesa!— e infunde otros cuerpos, otros gestos. Es la lógica de la complicidad. Pero de la complicidad sensible. Claro que es un manojo de juegos escénicos, formalismos técnicos y gags típicamente cómicos. Pero todos ellos son sensaciones. La lengua adquiriendo vida propia en Hernán Franco, el timbre de Julieta Carrera, la seriedad descolocada de Matías Bassi o la multitud de lenguajes atacando la boca de Martín López son todas traspasamientos cómplices de lo cómico. Y señalan a la perfección que lo cómico es una dimensión físico-sensible. Nos muestran finamente que incluso los juegos de palabras son artilugios sensibles porque se yerguen sobre la sonoridad, o, en el caso de la lectura, sobre la semejanza gramática de su ejecución. O en el oído o en el garabato: ahí está la gracia.
Entonces, la sensación. Pero la sensación es cómplice, ahí está el juego cómico, en la complicidad. Lo dijimos. Avancemos. O retrocedamos. O para un costado, o para el otro. Digámoslo: ésta es la fuerza propiamente política de lo cómico, y de esta obra. Sí, así está muy bien. Porque en la complicidad se figuran los amigos, aquellos con quienes existe una comunidad. Es en la lógica de la complicidad donde la división actor-espectador queda por fin revocada en una amistad sin jerarquías ni divisiones. Porque en estos tiempos donde cada uno quiere inmunizarse frente a todo, aislarse del cuerpo ajeno y elevarse por encima de él, incluso en cualquier contacto, a través de una instrumentalidad sin poros, la comedia física de Othelo nos co-implica, nos complica, nos inunda físicamente. Ir a Shakespeare desde acá, y empalagarse hasta el fondo, es un gran acierto —¡ah, cierto!— del director —¡di rector! Es por esto que la máscara cómica es el trasfondo de toda comunidad, y por ello, podríamos intuir, del comunismo físico-sensible. Un comunismo de amigos que no comparten ideas, que no comparten siquiera un mismo lenguaje, un mismo tono, que no comparten nada más que el puro hecho de compartirse (¡y cuántos amigos se habrán compartido en la historia del teatro! Es más: el teatro así entendido es la historia de los amigos que se reparten y com-parten). Una comunidad ligada por las sensaciones, no por la sangre ni por el linaje, tampoco por la cultura. Una comunidad de la risa. Por ello Aristóteles, ese viejo cerdo burgués, en una premonición astuta sobre las células comunistas que dirigiría el coronel Buendia, le endilgó a la comedia lo feo y lo inferior. Quería prevenir al futuro del asalto irresistible de lo común. Por eso, hoy más que nunca, hay que hacer reír —esto es, trans-poner los propios gestos en el abdomen del voyeur que mira, trans-ponerse en el otro, de allí el componente sexual en toda risa.
En este sentido, diremos que la esencia de la comedia es el comunismo. Por eso mismo, acá están sus revolucionarios, aquellos que han hecho de Shakespeare un leninista que se te mete por los poros y te hierve la sangre con frases puntillosas y que hace de la palabra un gesto, una mañana que te canta al oído mientras te despierta en un goce de mil sensaciones tocando la sensibilidad de tu cuerpo, esa parte que te gusta… Bueno, tampoco es cuestión de volver esto una porno clase B. Comedia=Comunismo, ahí está la cosa. Larga vida a Othelo.

jueves, 7 de julio de 2016

Residencia Escénica de Verano “Stop Making Sense” dirigida por Silvio Lang, Juan Coulasso, Carmen Baliero y Matthieu Perpoint Febrero y Marzo, 2016 Espacio Roseti

– STOP MeKING SENSE –
¿Qué dijo? – Adentro/afuera
Sesión 22 de febrero de 2016

Reseñas escritas por Manuel Ignacio Moyano 
Ph: Nahuel Vec

I. Todo lenguaje es una máquina cuya función primordial se mide en el habla. Se habla, y eso es un hecho, pero ¿cómo se habla? Se habla precisamente como si se supiera hablar y como si se supiera escuchar. Pero una vez que la máquina se detiene, se empiezan a ver sus componentes que pasan casi desapercibidos: tono, ritmo y posición corporal. Es que la voz ya no se presenta tan natural sino como un artificio, un producto de la máquina lingüística. Porque en definitiva la voz es un sonido y como tal, es parte de la naturaleza y al mismo tiempo no lo es. Si cada movimiento del cuerpo, sea de las manos o de las cejas, cambia el sonido de la voz, ella no existe sino en cada uno de esos movimientos, en su composición general. Si incluso la forma en que se mira cambia lo que es proferido por la voz, ella depende enteramente de los modos de su construcción. Por lo tanto, para escuchar la voz hay que mirarla, incluso tocarla. Pero, entonces, ¿dónde está la voz? Otra nueva paradoja: está adentro y afuera, en el interior y en la superficie, en los pulmones y en la piel.



Este breve racconto quiere avisar algo fundamental. Avisar que la voz no es una conciencia interior, “la voz de la conciencia”, sino una producción material físico-sensorial. Que ella es un acto corporal que supone una cierta disposición, esto es, una cierta posición. Por lo tanto, hablar es tomar posición, es encontrarse en y definirse por las coordenadas espacio-temporales que definen el afuera de cualquier singularidad. Pero entonces lo que habla es el cuerpo singular en contacto con todos los otros “cuerpos” que lo rodean, sean hombres, animales, objetos inanimados; como también olores, temperaturas, colores. La voz es física pura. Cuerpos puestos en tensión unos con otros en un sistema de fuerzas global. Escuchar voces, por lo tanto, es simplemente escuchar el choque, la explosión entre de los cuerpos y sus fuerzas y esa explosión es precisamente el motor de la máquina lingüística. PA-PA-IA-IA/PA-PA-IA-IA. Pero, entonces, ¿quién habla? “Qué importa quién hable, alguien ha dicho qué importa quién hable.” (Samuel Beckett, Textos para nada)

II. Los cuerpos, en sus movimientos, en las diferencias que cada movimiento busca a través de sus repeticiones y alteraciones, suelen cargarse de adentro para afuera y así extenuarse. Es que parecieran no recargarse. Y para ello, para poder recomenzar todo movimiento es necesaria la pausa, la detención que toma conciencia de las líneas de fuga como de las de acceso de todo cuerpo. Las manos, la mirada no solo proyectan sino que también son momentos de introyección por donde el mundo entra en los cuerpos. Como una respiración que exhala para volver a inhalar, y así. En ese balancín entre el adentro y el afuera se construye el pulso del cuerpo, su ritmo, su animación. Respiración proviene del latín “spiritus”, espíritu y del griego latinizado “anima”, lo que precisamente anima y pone en movimiento al viento. El cuerpo respira por todas partes, se dilata y contrae en una coreografía infinita que ha de ser sentida, vivida.
“Sos una manzana y tenés un gusano adentro que sale y vuelve a entrar.”




Se trata de una práctica de atravesamiento en la que se tejen amplitudes y direcciones de cada parte del cuerpo, de cada una de las intensidades que las unen entre sí. El cuerpo no es un organismo cerrado, es una contraseña para entrar y salir hacia lo diverso, una contraseña para producirlo. Se pueden volver extensos, proyectivos, abarcadores como también intensos, profundos, internos cada vez más internos. Es que nunca se puede llegar al fondo del cuerpo (esa es la desgracia que conoció Sade). Él está todo desfondado, y solo se puede seguir desfondándolo o escapando de ese vacío, calibrando las amplitudes y las direcciones con que se llega o escapa de ahí, a través de pausas certeras y registros concretos de esa travesía. Y en relación a esto, hay que decir que se llega a él tocándolo, pero allí también se convierte en lo más extraño y desconocido. Entonces es en el contacto donde se define un cuerpo. Porque si un cuerpo puede tocarse a sí mismo, ello se debe a que él nunca está en sí, siempre está fuera de sí, en el medio que lo rige, y queriendo tocarse a sí mismo, se produce. No se tiene un cuerpo, se produce. Como la respiración, segundo tras segundo sin tregua ni misericordia, se produce a sí misma. Y para manejar y organizar esa producción, hay que conocer y producir su tempo, su ritmo. Un, deux, trois… Pausa.

miércoles, 6 de julio de 2016

Paisaje absoluto. Sobre las imágenes y la pintura en Gloria Curet (Para la muestra por inaugurarse el 22 de Julio de 2016 en la Galería Marchiaro)

por Manuel Ignacio Moyano

"Deslizando el paisaje", óleo sobre tela, 85 x 90 cm.

Uno no pasa desapercibido frente al paisaje absoluto que despliega cada cuadro firmado por Gloria Curet. Repetimos: es uno el que no pasa desapercibido, no “el cuadro”, no “la pintura”. Es uno el que se encuentra compelido a dar testimonio de su existencia frente a la plasticidad de esas imágenes. Es uno el que es percibido. Los paisajes deslizados por Gloria, deslizados porque ni siquiera son suyos sino del paisaje mismo, nos miran. El punto de vista es el de la imagen, no el del hombre. Estas imágenes, así, nos respiran. Y en ello crece, como nuestra sombra, su absolutez. Es el lago calmándose atrás de nuestros párpados, es la montaña alejándose de nuestros pies, es el matorral arremolinando cada uno de nuestros pensamientos. ¿Nuestros? No, nosotros quedamos desarmados y anonadados, en la nada. Es el paisaje pensándonos.
Pero nos equivocaríamos si diéramos una lectura típicamente naturalista a estas imágenes. Ellas no “representan” la naturaleza, tampoco son sus fuerzas “expresándose”. Se trata, en ellas y desde ellas, de una segunda naturaleza, aquella que ni Dios ni los hombres pueden crear. Es la naturaleza de las cosas mismas, una naturaleza in-creada, como escribiera Lucrecio en De rerum natura. En esa naturaleza increada viven estas imágenes. Y si en ellas no hay creación, hay un puro deslizarse. Porque ningún paisaje ha sido creado, solo deslizado. “El cuadro”, “la pintura”, aquí, es un deslizamiento perpetuo, el deslizamiento de la luz abriendo y cerrando colores, el deslizamiento del tiempo que amasa los recuerdos, el deslizamiento de un espacio que se desprende de cualquier territorio. La pintura deviene así danza. Pero, entonces, ¿dónde está el paisaje? ¿En nuestras retinas, en la naturaleza, en “el cuadro”, en la “paleta”, en el velero que se alejaba bajo el arco de nuestras miradas en cada verano, en la mente de un Dios sin rostro? El paisaje no está, vive. Y esa es la verdad que muestra amablemente el desliz pictórico de Gloria.

"En el paisaje", óleo sobre tela, 1 x 1,20 mtrs.

Esto explica su despojo. El oropel, el oro, el sensacionalismo abarrotado del espectáculo no encuentra asidero en el paisaje. Por ello el desliz de Gloria es honesto, y en esa honestidad encuentra su belleza. En la sencillez absoluta de un paisaje que parece pintarse más allá de nuestras personalidades, más allá de estas palabras, en la calma vertical de los lagos que desde ningún lugar nos miran.