sábado, 2 de diciembre de 2017

Bailar hasta hacerse texto / Algunas reflexiones en torno a “Mover la lengua + Fecha 5” (propuesta de Martina Kogan)

por Manuel Ignacio Moyano



Estrella, la Maestra de Ceremonias del ciclo “Mover la lengua + Fecha 5”, se plantó en medio de la escena y comenzó diciendo con su tono de jocosa seriedad: “Lo que más me gusta no es actuar.” Alguien que llegó tarde, forzando el portón de calle e ingresando, interrumpió su momento. La presentadora retomó el hilo de su presentación con una mirada lacerante ante la retardada e insistió: “Lo que más me gusta no es que la gente llegue tarde. (Risas) Lo que más me gusta es bailar.” Me dejó pensando ahí mismo. “Lo que más me gusta es bailar.”
La gente sale a bailar, la gente baila, tus ojos en este momento bailan. Pero también hay gente que no baila, que está al costado. Esperando u observando. Me gusta pensar que esa gente también está bailando, sin que nadie lo sepa. Recuerdo una fiesta de cuando era muy chico, entrando a la adolescencia, había un pibe bastante tímido, lleno de granos y con todo el pelo peinado para adelante, tapándole casi toda la cara. Recuerdo que sus ojos ni se veían, entre el pelo y las cejas se armaba un fondo oscuro que no dejaba ver. Obviamente era el freak de la fiesta, todos los miraban, los de siempre (que eran mis amigos del secundario) lo burlaban. Era una fiesta de chetitos. Era la época en la que se escuchaban “marchas electrónicas” y algo de cumbia o cuarteto. El pibe, me acuerdo como si fuera ayer, estaba apoyado en una columna de la galería en la que casi todos bailaban o charlaban. Estaba absolutamente solo y quieto. Tan pero tan quieto que no pude dejar de mirarlo ni un momento, tan quieto que una y otra vez la gente lo miraba. Tenía la escapula izquierda apoyada contra la columna blanca, la pierna izquierda estirada, la derecha flexionada cruzando por delante la izquierda, el torso levemente curvado hacia adelante y un vaso en el brazo derecho, también flexionado con su mano apoyada en la boca del estómago. Nunca tomó ni un trago. Solo miraba y era mirado por todos. Nunca cambió de posición, nunca habló con nadie, solamente miraba cómo los otros bailábamos y nos relacionábamos. Era un imán. Todavía lo recuerdo. Era imposible que pasara desapercibido, imposible. Capaz haya sido uno de los mejores bailarines que vi en mi vida. Tal vez porque era el único que se movía de otra forma, o porque era el único que realmente hacía lo que hay que hacer para bailar: observar. Pero creo que había algo más, algo más que le daba todo su misterio, en su no-movimiento, en su conservar la misma posición, en su estar ahí sin otra cosa más que estar ahí se armaba, sí, se armaba un verdadero lenguaje. Ese cuerpo decía muchísimo.
No sé bien porqué recuerdo esto, pero tal vez  porque creo que bailar es también una forma de decir. Aunque un decir que dice siempre lo mismo. ¿Qué? Un cuerpo, el cuerpo. Creo que bailar, como el pibe con su performance inmóvil en la fiesta cheta, es una forma de decir no solo con el cuerpo sino de decir al cuerpo mismo. Saltar, rolar, rotar, flexionar, ritmarse, caerse, dejarse caer, fluir, percibir, girar, tocar, dejarse tocar, chocar, golpear, respirar, romper y curvar los esquemas de las coordenadas arriba-abajo/izquierda-derecha, torcer, retorcer, gritar, callar, llorar, reír, mirar, dejarse mirar, así como todo ese infinito en constante recomienzo que hacen al cuerpo que baila son formas de decir con el cuerpo, sí, pero un decir que no dice otra cosa más que al cuerpo mismo. La danza es el texto del cuerpo, es la forma en la que el cuerpo se escribe, la forma en que el cuerpo se coreo-grafía (de “choros”, baile y de “grafos”, escritura). Por esto no creo que bailar sea decir algo más allá del cuerpo y no les creo a los que bailan para decir otra cosa. Bailar es decir al cuerpo. El pibe ese, absolutamente quieto y callado, decía al cuerpo mismo. Insisto: bailar, decir al cuerpo y nada más.
Pero si bailar ya es un lenguaje, ¿qué pasa con las palabras en sí? ¿Y qué pasa con la relación cuerpo/palabra, esa relación que a esta altura de las experimentaciones escénicas no puede ser más “dramatúrgica”? Lo primero que habría que decir es que toda palabra es ya un cuerpo. La palabra es un cuerpo. Y como todo cuerpo, toca. Por eso me interesa muchísimo la propuesta “Mover la lengua”, organizada por Martina Kogan y un gran equipo en el teatro del perro. Me interesa porque se juega en el límite de dos tipos de lenguajes y de dos tipos de cuerpos: el cuerpo físico y el cuerpo de las palabras, el lenguaje corporal y el lenguaje de las palabras. Límite donde todo se trans-grede, obviamente. En la primera ronda de estos encuentros, la del 28 de noviembre, Laura Friedman y Nelson Barrios bailaron una serie de diversos textos (poesías, relatos de fútbol, discursos o reflexiones) proyectados en off y algo editados al punto de rozar cierta musicalidad, pero sin hacerse “música” (en sentido tradicional). Lo que los performes hacían en escena, en un estadio absolutamente experimental, entrando y saliendo alternadamente, era moverse en la resonancia de la proyección de esos textos. Bailaban textos,  literalmente, así como suena la ambigüedad de la afirmación: bailaban textos. ¿Quiénes bailaban? Los performers y también los textos, y ambos se dejaban tocar, se hacían movimiento, tiempo, transpiración. Se producía una especie de dúo entre la voz en off hablando y el cuerpo de los performers bailando. Bailar-hablar, el baile era el texto y el texto era el baile. El cruce estaba todo el tiempo produciéndose al punto de que algo nuevo empezaba a nacer, algo que me parece lo más importante para indagar hoy en el marco de las prácticas escénicas: ya no un cuerpo bailando un texto, o un texto diciéndose en un cuerpo, sino, así de una, un cuerpo-textual. Ese cuerpo-textual es el que después de las presentaciones, mediadas por la intervención de la Maestra de Ceremonias doña Estrella de la Noche, se extrema en la obra “Fecha 5” (ideada e interpretada por Martina Kogan y dirigida por Lucía Disalvo). Allí lo que se hace es proyectar un relato de fútbol (un Boca-Independiente de hace algunos años, con muchos goles), también editado e intervenido sonoramente, a partir del cual Martina elabora todo un sistema de movimientos y resonancias físicas desde el relato y su vociferación. Pero, como dijimos antes, el cuerpo es ya un lenguaje, uno que se dice solo bailando. Y las palabras también son cuerpos (por eso para leerlas hay que mover los ojos, la lengua para decirlas, las manos para escribirlas, la disposición corporal para escucharlas). Entonces, cuando hay de fondo un texto, uno tan particular como un relato de fútbol, se empieza a gestar algo raro, algo como un lenguaje doble, un lenguaje al cuadrado, uno de cuerpo y palabras, un lenguaje que coagula el lenguaje del cuerpo y el cuerpo de las palabras.
Escribe Jean-Luc Nancy en algún lado: “Siempre tenemos el cuerpo agitado por algunas rimas y algunos ritmos, por palabras golpeadas, entrecortadas, escandidas, sacudidas como si fueran ellas mismas la piel del tambor, y que es mi propia piel, que es la propia piel de quien habla, tendida para resonar, y su vientre y sus nervios, bajo los golpes de las palabras que golpean firme, que remueven, que agitan, ellas mismas palmas o baquetas, palabras que son absolutamente las cosas y los choques, cantando, bailando, meneando toda la máquina de disfrutar y gemir, y vociferar, soporte de su voz.” No hay texto por un lado y cuerpo por el otro, no hay piel separada de las palabras. Siempre tenemos palabras en el cuerpo, resonándonos. Y cada palabra es un cuerpo, sí, esta PALABRA es un par de manos tecleando, es un par de ojos mirando, esta PALABRA está acá, al frente mío, bailando sobre los píxeles de mi monitor, pero esta PALABRA está también ahí, al frente tuyo, bailando y haciéndote escuchar este par de manos, este teclado, este ritmo que no es mi cuerpo ni el tuyo, sino el del texto, el texto, este texto donde ahora vos y yo estamos bailando, donde tus pupilas se están moviendo, donde mis dedos caen en tus ojos, este texto que los dos estamos escuchando, observando, este texto baila y nos hace bailar, juntos, a pesar de las distancias y de los des-tiempos.

El ciclo y la experimentación que ofrece “Mover la lengua” apuntan a ese lugar donde el cuerpo y el texto se mezclan en un solo baile. Ahí hay que seguir indagando y moviendo la lengua.

martes, 31 de octubre de 2017

Clásicos y modernos

Sobre La voluntad de los monstruos, dirigida por Ramiro Guggiari

de Manuel Ignacio Moyano

Ph. Micaela Lenzetti


Si se nos permitiera la arbitrariedad de las clasificaciones, arbitrariedad que encontrará siempre su justicia en la imposibilidad última de toda clasificación, pero si a pesar de esa redención futura se nos permitiera aquí por unos segundos clasificar arbitrariamente, podríamos sostener que el teatro actual se divide en dos: clásico y moderno —clasificación pura y exclusivamente conceptual, no cronológica. El punto de división es uno: la verosimilitud. Sea cual sea el género, sea cual sea la puesta, sea cual sea el sistema de actuación que se emplee en cada obra o pieza teatral, ella bien podrá tejerse desde lo verosímil o bien desde lo inverosímil. Evitemos a toda costa el moralismo que surge de las clasificaciones. No se trata de que el teatro clásico, en cuanto verosímil, sea peor o padeciera alguna maldad implícita que el moderno —fuera de todo registro y juego de lo verosímil— no padeciera. También deberíamos evitar la equiparación entre el verosímil y el realismo. Bien puede suceder que la obra o pieza en cuestión sea lo más fantástica posible, esté cargada de magias y de diamantes negros al servicio de una fantasía sin límites ni principios. A lo único que tiende lo verosímil es al convencimiento, a la persuasión. Aristóteles lo supo: sin persuasión no hay ficción posible. En cambio, lo inverosímil, como afirma Pilar Carrera en un bellísimo libro dedicado al cine de Andrei Tarkovski, “surge de la intuición de lo ajeno, de lo ‘otro’, de lo que no se deja manejar como proyección de una subjetividad, del texto absoluto que nos aprisiona como una tela de araña.” (Cursivas nuestras). En consecuencia, como no es la sombra proyectada de un sujeto —proyección voluntaria o involuntaria, poco importa—, lo inverosímil es una alteridad absoluta. Nada tiene que ver con un Yo, con una psiquis. Él emerge desde las cosas y en las cosas se queda. Por ello, es imposible que pueda convencer, persuadir. Solo puede exponer y exhibir.
La obra escrita y dirigida por Ramiro Guggiari, La voluntad de los monstruos, tiene una gran virtud que es también su derrota: tiene la espalda quebrada y es tan clásica como moderna. Es clásica en cuanto nos relata historias, complejas, atravesadas, trágicas y cómicas, construye diversos personajes que salpicándose unos a otros nos dejan en una furibunda reflexión sobre los temas más amados del teatro: el amor, la vida y la muerte —y obviamente, el teatro mismo. Pero, a la vez, es moderna ya que nos desarma y rearma la escenografía con clara intención de romper la artificialidad ficticia, nos pone una banda musical en vivo que sigilosamente nos llama una y otra vez la atención para escapar al círculo de la representación, los textos tienen sus momentos en que dejan de actuar para empezar a sonar, juega con las cosas para quedarse en ellas sin entroncarlas al árbol siempre ramificado de la subjetividad.
Sin embargo, Guggiari es un dramaturgo clásico, y como tal, nos tiene que convencer —como todo dramaturgo, él no quiere morir y solo escribiendo podrá vencer a la muerte, escribiendo algo que sepa persuadirnos. Y su elenco entiende ese juego, y como precisos actores y actrices que quieren ser amados, saben seducirnos. Y ahí se crea una magia que permite, justamente, el entrelazado de tres historias con fuertes espacios y temporalidades diversas. Y ellas se corporeizan en un gran despliegue de diferentes marcos de actuación en el elenco que permiten atravesar fluidamente los diversos géneros teatrales. Esta magia crea un hermoso anacronismo que, como bien se declara en el monólogo final (magia del dramaturgo y de la actriz que, valga la pena recordarlo, son hermanos y comparten un linaje psicodramático), parece avisarnos de la constitución arquetípica del deseo humano —lo que nos rompe toda volición y nos encomienda a la voluntad de los monstruos. Alcanzamos aquí el punto álgido de la obra: el deseo, aquello que para existir verdaderamente nunca podría exponerse en su totalidad porque solo el fuego podría hacerle justicia. De ahí que las más diversas instituciones (la Iglesia, ejemplarmente) lo hayan conjurado de diferentes formas.

La filosofía hizo de éste uno de sus temas centrales. Sin ir más lejos, el propio Hegel lo nombró el motor de su dialéctica entre amo y esclavo, el deseo de reconocimiento en tanto cuestión vital. En esta pieza, el deseo está diseñado a partir de su formato sexual, en un trabajo sin moral ni prejuicios. Es acertada esta hipótesis porque ningún deseo tiene moral. Y como es una pieza dramática, ella juega al ritmo de todo deseo —a su esconderse y mostrarse, para volverse a esconder. A los dramaturgos clásicos les encanta este juego, el juego de las escondidas. Por lo general, sus obras esconden referencias a otras obras, reflexiones personales puestas en boca de los personajes más infames, diálogos que anticipan un desenlace imprevisto y, sobre todo, enigmas indescifrables —también para ellos mismos— que singularizan la dulzura de sus personajes, incluso de los más bajos. En otras palabras, los dramaturgos clásicos escriben desde el deseo. Sin embargo, para ellos como para gran parte de la filosofía, donde hay deseo hay un sujeto. Y es aquí donde resurge lo verosímil en la obra, la pretensión de convencimiento arrojada al espectador. Pero también donde hay deseo, como para gran parte de otra filosofía, se quiebra cualquier sujeción. Y aquí la obra rompe sus pretensiones y deja de convencer para solo exponerse, exhibir sus vestidos y sus cuerpos como puro aparecer sin acción que lo sostenga, como pura piel erizándose sin moral en un contacto deseoso. Pero, tal vez aquí, cuando la obra realiza este segundo movimiento, tal vez aquí ya no pertenezcamos más al linaje de la dramaturgia y del teatro, sino al de la pura y simple escritura-escénica. Y estos dos movimientos nos quiebran la espalda y así salimos victoriosos y perdidos a la vez.

sábado, 14 de octubre de 2017

Las cosas o los hombres.

Sobre La intemperie de las cosas
(dirigida por Belén Couluccio, Andi García Strauss y Matías Miranda)

por Manuel Ignacio Moyano




Hay tiempos que son humanos y tiempos que no lo son. Éstos, los tiempos de lo no-humano, no pueden ser captados sino por una traducción al tiempo de los hombres. Esa es quizás la primera dimensión del humanismo: cree que las cosas son traducibles al tiempo de lo humano. Pero, ¿qué pasa si se retrasa esa traducción del tiempo de las cosas al tiempo humano? ¿No se abre un tercer tiempo, aquel en que se demora la misma traducción?
La primera escena nos provee una altísima apuesta: el tiempo de las cosas. Una escena vacía, donde solo hay cosas de una supuesta casa, un supuesto hogar, un supuesto refugio. A pesar de los errores técnicos de la función, la apuesta de esa primera escena es realmente contundente. ¿Escuchan las cosas? ¿Ven las cosas? ¿O somos nosotros los que lo hacemos? Por un instante, las cosas parecen percibir plenamente. Hay una percepción extraña que sobrevive antes de traducirse a un sistema categorial de explicitación humanista. Vemos algo así como un cuadro en el que aparece una alacena, una mesa, un par de sillas y algunas que otras cosas más. Presentadas así, como cosas crudas, se abre un tiempo viscoso absolutamente singular, como una pátina de aceite cayendo sobre un vidrio. Es bellísimo y riesgoso. No hay teatro y se agradece. Hay ficción, claro que sí, pero no teatral. Luego ingresa una pareja, los performers y directores del proyecto, pero inhumanos. En un hermoso juego de tracciones físicas, mecánicas, arman una intensa coreografía que no dice nada y dice todo. Y luego ingresan, con su tiempo, allí donde estaba el tiempo puro de las cosas. Se mezclan diversos tiempos, los de las cosas, sus pequeños ruidos y destellos, y los de las acciones de los hombres. Todavía todo en términos inhumanos, perfectamente inhumanos. Encienden una pava eléctrica y escuchamos el tiempo absoluto en que el agua hierve. Escuchamos el click de la máquina. Ponen una taza transparente en el centro de la meza y la llenan de agua hirviente. Ellos miran la taza, nosotros miramos la taza y el agua se vuelve vapor, el vapor sube, se aleja, se pierde, se esfuma, se invisibiliza. Es la intemperie de las cosas, la belleza de sus tiempos, de sus formas. Colocan un saquito de té en la taza y vemos el agua colorarse. Vemos la reacción química, inhumana, absolutamente inhumana.  Pero somos nosotros, los espectadores, y también los performes quienes observamos. Y ahí es donde se produce esa suerte de tercer tiempo, aquel donde entre el tiempo absoluto de las cosas y el nuestro todavía no se ha realizado una traducción completa. En ello, la obra es magistral.

Sin embargo, de alguna forma, el proyecto se traiciona a sí mismo. Las escenas subsiguientes explican filosóficamente todo aquello que ya escénicamente han logrado. Claro que no todas las escenas pues varios instantes más se rigen por las tracciones físicas de los cuerpos, las sonoridades de las cosas así como por lenguajes inentendibles y altamente cómicos. Ahora bien, si la Cosa es desde Platón en adelante el objeto de la filosofía, las cosas no hacen filosofía. Por ello, la filosofía es cosa de hombres, no de las cosas. Y en ello es reprochable la actitud de la obra de cerrarse filosóficamente, todavía cuando en esa filosofía no haya más que absurdos y citas encubiertas de libros de moda. Es reprochable puesto que el inmenso abismo que una simple taza transparente llena de agua humeante abre, la simplicidad de ese instante, es explicitada en una craneada discusión sobre el estatuto de la realidad. En esa discusión vuelve el Señor Teatro, Occidente, el Humanismo y la tropa de emociones y pensamientos que por siglos y siglos nos han dominado… Pero le agradecemos haberse animado a apostar a una escena sin teatro, una escena sostenida en las cosas y no en los hombres.  Y eso nos enseña que el acontecer escénico existe antes que la filosofía y antes que el hombre: en ello reside su gracia.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Un poema azul.

Un poema azul.
Sobre Una primavera, dirigida por Ezequiel Rodríguez y escenificada por Cecilia Priotto

por Manuel Ignacio Moyano



Un músculo se contrae, la mano se cierra, se abre, se distiende, y vuelve a contraerse. La espalda también, forjada por la memoria, se contrae y distiende para volver a contraerse. Los tonos musculares se multiplican y oscilan en intensidades desangeladas, como el mar. El mar cuando empieza a hacerse presente, cuando empieza a dejar la calma tramposa, siempre tramposa de la quietud. Los flujos son intensísimos. Y azules. Músculos azules. Una guerra, una fiera en plena batalla, cuando ya ha dejado de estar agazapada esperando a su víctima. A su íntima enemiga. Es la guerra entre la música y el cuerpo. O la guerra de la música en el cuerpo, una guerra azul. Tremendamente azul. ¿Qué toma a un cuerpo cuando en él todo se azula?

La música y la guerra se co-pertenecen: en medio de ellas, sobreviven los cuerpos. Tiempos que sobreviven, anacrónicos, que reinventan encuentros entre pasados y presentes. Pero el cuerpo, ¿cómo es que se azula? La muerte es azul. El mar también. El cielo también. Los recuerdos y los olvidos, también.

La música, el sonido re-percute. La piel, la superficie de las repercusiones, es expuesta (y batallada) en esa re-percusión. No hay música sin piel, no hay música sin cuerpo, y sin embargo… sí, sin embargo, la música domina, doma, ritma, controla, gobierna los cuerpos. Pero el cuerpo, la piel, se contorsiona y sobrevive a la música, a su reinado. Azules son los cuerpos que sobreviven las repercusiones, las muertes de cada día, de cada segundo.

El cuerpo no existe, insiste. ¿Qué significa esto? Que no siempre hay cuerpo, no siempre.

La música se enciende a todo volumen. Suena La consagración de la primavera, de Ígor Stravinsky. Compuesta en 1913, hoy resuena como ayer… y como las bombas que se escucharon en todo el siglo XX. La música se enciende a todo volumen y lo chupa todo, lo toma todo. Todos los cuerpos, todos, humanos o no, son avasallados por la música. El sonido no pide permiso, golpea. Y los cuerpos resisten. La música es golpe. Golpe. El cuerpo aquello que se golpea. El golpe crea los cuerpos, los anima. La música se enciende a todo volumen y un cuerpo, azul, emerge en una jaula atosigada de niebla. Soporta, en su superficie, en su encierro, toda la atmósfera sonora y sus músculos se azulan.

El vestuario, esa otra piel del cuerpo, dibuja milimétricamente, bellísimo, la figura de ese soporte. El vestuario azul de una guerrera encendida. Los cuerpos contra la música, los cuerpos en la música, los cuerpos después de la música. Pero esa guerra es librada solo en el cuerpo, solo en el cuerpo que asume y soporta el totalitarismo de la música, los Golpes acústicos, Golpes de viento, de aire, percusiones sin fin. ¿Escuchaste alguna vez un cuerpo durmiendo? No descansa, la respiración no deja de golpearlo. Los sueños son los efectos de ese golpe constante, de ese padecimiento. Convulsiones. Por ello, como la muerte, son azules.

“Soportar” es no “actuar”, es no entregarse a las soberbias de la acción, la producción, la gobernación. Soportar es sobrevivir, dejar de gobernar, dejar de actuar, dejar de producir. Sobrevivir a la música y al teatro, eso es la danza: lo que, a pesar del golpe, sobrevive, vive más allá de la muerte, de la representación, de los sonidos, o en ellos, como los fantasmas. Azules.

La soledad también es azul.

Cecilia Priotto es el nombre de una intensidad, de una supervivencia, de aquel cuerpo que se modula en la música, en el golpe, para sobrevivirles. Cuerpo sin soberbia, cuerpo sin la soberbia de los productores. Pero cuerpo que insiste, que resiste, que sobrevive tonalmente, perceptivamente. Un manojo de percepciones y sensaciones que en vez de re-accionar ante los golpes, las percusiones, encuentran líneas de fuga en las cuales el cuerpo se metamorfosea, se ondula, sustrayéndose a esas mismas percusiones. Esquiva los golpes, esquiva la música. La música que todo lo toma, que todo lo chupa, entonces, tiene agujeros: allí emerge (no se hace) el cuerpo. La danza es un cuerpo que agujerea la música, el tempo. Como la muerte. Por ello son azules. ¿Alguna vez escuchaste un cuerpo muriendo? ¿Viste el silencio azul que lo va tomando todo, incluso a la muerte misma, sobreviviéndola? La danza es supervivencia, anacronismo, arcaísmo.

Posdata: en la función que tuve la suerte de presenciar, hubo un “desperfecto técnico”. De repente, cuando la pieza estaba comenzando, la música se detuvo completamente. ¿No fue hermoso ese silencio azul en que la bailarina quedó como suspendida, como soñada, como olvidada, tan solo azulándose, por algunos instantes? El director pidió disculpas, salió a hablar con el encargado de la técnica y al cabo de unos minutos solucionaron el “desperfecto”. La función se reinició y Priotto volvió a comenzar la guerra. Lo hizo con la entrega requerida. Pero dejó leer, al mismo tiempo, que la danza sobrevive a la música y a cualquier técnica.

Posdata 2: cuando finalizó la función, me puse de pie y aplaudí fuertemente. Fue la tercera vez en mi vida en que me puse de pie para aplaudir un hecho escénico. No sé bien qué significa eso, pero, seguro, que mi cuerpo necesitaba corresponder de algún modo ese otro cuerpo, ese poema azul.

viernes, 8 de septiembre de 2017

La “muerte” del teatro

Sobre El mundo es más fuerte que yo

Escrita por Manuel Ignacio Moyano

ph. Nora Lezano


Hacia el final de su afamado Homo sacer. El poder soberano y la vida desnuda, en un capítulo titulado “Politizar la muerte”, el filósofo italiano Giorgio Agamben se encarga de señalar cómo la fijación de la muerte biológica del cuerpo humano constituye un ejercicio pura y exclusivamente político. Así, retomando la disputa entre neurofisiólogos y médicos, muestra cómo los conceptos de “coma” y “ultracoma” vienen a desestabilizar los criterios tradicionales de fijación de la muerte. Se sabe: se concebía la muerte como el momento en que el corazón dejaba de latir y el sistema respiratorio, por tanto, se disolvía. Sin embargo, con las técnicas y tecnologías de reanimación (respiración artificial, circulación cardiaca mantenida por profusión endovenosas de adrenalina, control de la temperatura, etc.) así como las de transplante, la muerte ya no podía ser definida pura y exclusivamente como una detención del sistema cardio-respiratorio, pues gracias a la tecnología el mismo podría seguir funcionando. Se necesitaron, por lo tanto, nuevos criterios. Agamben explícita las consecuencias políticas de esta distorsión, puesto que la “hora” de la muerte constituye un elemento estrictamente jurídico donde el poder estatal recodifica toda una gama de derechos y obligaciones sobre el cuerpo del paciente (el caso más palpable es que cualquier intervención médica que se ejerza antes de haber sido declarada la hora de muerte corre el riesgo de constituir un “homicidio”). Es allí cuando emerge el concepto de “muerte cerebral” emerge como sustituto, que sería el límite de la vida puesto que el cerebro es el único órgano que no se puede transplantar. Sin embargo, se crea una gran paradoja puesto que puede suceder que algunos pacientes padezcan muerte cerebral y, gracias a las tecnologías de reanimación, sigan respirando así como manteniendo funciones vitales vegetativas (respiración, circulación, regulación de la temperatura, etc.). Esa es precisamente la situación del ultracomatoso, un “superviviente” que se sitúa entre dos criterios de muerte diversos: la muerte somática, que se fija según el funcionamiento del sistema respiratorio y cardiaco (que puede ser reanimado según diversas tecnologías), y la muerte cerebral, donde el entero cerebro deja de funcionar. Si bien la hora de la muerte sería, de allí en más, la concurrencia de “ambas” muertes, la paradoja se hace mucho más fuerte puesto que el caso de los “comatosos” señalaba que tanto la vida y la muerte dependían de la tecnología humana y su capacidad de reanimación. Son, por lo demás, archiconocidas las disputas político-legales en torno a los pacientes terminales que sufren muerte cerebral y siguen, sin embargo, “vivos” gracias a los aparatos técnicos de cuya conexión depende no solo su vida sino, en muchos países, la culpabilidad o inocencia de quienes lo asisten.

Es posible afirmar que el teatro, el arte occidental por excelencia, padece la misma paradoja: está muerto, pero no del todo (lo cual significa que Occidente está muerto, pero no del todo). Está en coma. La “obra” dirigida por Juan Coulasso, El mundo es más fuerte que yo, se coloca con especial cuidado en esta franja de supervivencia colocada entre las dos muertes. El camino elegido es el eterno dilema entre “realidad” y “ficción”. Veamos. Ingresamos a la sala y nada está listo todavía para que comience la representación, nada salvo la actriz (Victoria Roland). Todo señala el paso de algo así como un terremoto (la gráfica previa, las sillas desordenadas, la demora en hacer ingresar al público), terremoto que será repuesto luego “ficcionalmente”, para señalar que estamos asistiendo a un derrumbe, a un desmoronamiento, a una disolución. Precisamente, una muerte que no deja de acontecer. Los nombres que toman esas dos muertes, en los textos enunciados, son “realidad” y “ficción”. Claro que nombres acotados, tanto de uno como del otro, puesto que se concibe realidad como lo que es y ficción como lo que no es sino inventado. Pero, en tanto se coloca en medio de ambos, se señala la disolución de la frontera que los separa y define. La “obra”, o la presentación, abre así todos sus enunciados en esa eterna frontera del teatro, o la representación, y la realidad, o lo representable. La verbalización constante de todo aquello que están señalando se vuelve una marca distintiva, y agotadora, de la misma escena. El director, la asistente están en escena. No hay nada tras bambalinas, todo está ahí adelante, sin nada para ocultar. ¿No es eso precisamente la “muerte” del teatro? Sí, pero no del todo. Continuemos. La actriz nos habla, nos dice lo que va a hacer, lo que va a suceder, lo que va a representar, lo que no va a representar y que todo, pero todo lo que estamos viviendo en ese instante no es real, no es verdad, es ficción. Pero, Lacan lo enseñó, lo real no es la realidad. Precisamente, lo real es aquel agujero-imposible que señala que toda realidad es ficcional y toda ficción es real. La sala ya está lista y la actriz, que no deja de actuar, nos relata los pormenores de la construcción de la obra. Otra vez: el fin del teatro, pero ¡actuado! Es decir, todavía teatro. La asistente, Florencia Sánchez Elía, asiste y asedia a la actriz. Es el fantasma de toda actriz: la no actuación, aquello que asedia a cualquier “representante”. Matías Coulasso, hermano del director y dueño junto a él de la sala Roseti, espacio escénico donde se experimentan los límites del teatro, es el baterista, el dueño de una atmósfera de sonidos que atosigan la realidad, la ficción, la estructura del relato y la narrativa. En una palabra, que atosiga a la actriz. Hay momentos en que ella es vencida, quizás seducida, y decide entregar sus textos de actriz a las experiencias performáticas del sonido y crean una enorme vocalización del texto, que allí vale por cómo suena y no por aquello que dice. Claro: en medio de todo ello, empleando retazos de un texto clásico del teatro, Ifigenia en Áulide, del eterno Eurípides, padre de Occidente. Todo se compone de retazos, como si el cuerpo moribundo del teatro quisiera ser recompuesto al menos como un monstruo, como un collage que quiere seguir viviendo después de su muerte. Pero es la actriz la que sostiene ese hilo vital, ella es la técnica de reanimación que quiere sostener el teatro.
Hay un conflicto central (y trágico) que estructura toda la pieza: la actriz actúa y el resto (director, asistente, batería) la interrumpe. Pero “es todo mentira”, nos dicen los enunciados que no callan. La representación es interrumpida, recompuesta en collage y, para reafirmar la acción de reanimcación, se nos avisa de esa destrucción y recomposición del teatro, de Occidente, en casi todos los textos. Caben destacar los “momentos”: esas imágenes donde los materiales sonoros, visuales, plásticos, de vestuario, y de un anclaje mucho más perceptivo que activo, ya no se preguntan sobre qué es el teatro y quién fue y cómo es y cómo murió, sino que están ahí nada más que para estar ahí, como los seres, incluso no-humanos, que velan silenciosamente a los muertos. “Momentos” de una belleza que logran escapar a la “acción” de recomponer a un muerto-vivo. Son esos “momentos” donde otra forma-de-vida distinta al teatro es posible. “Momentos” de escena sin teatro. “Momentos-imágenes” de una calidez que arrolla con todos los presentes: la actriz, el director, el batero, la asistente y el público. Y es justamente allí donde la pieza se vuelve absolutamente ambigua: mientras que por un lado se encuentra asediada por una voluntad melancólica de reanimación, de sostenimiento de la vida de un semi-muerto; por el otro indaga e investiga en aquello que vive más allá del muerto en cuestión, esa otra vida. Pero esta ambigüedad es resultado del conflicto central, el de la actriz actuando y el del resto de los materiales interrumpiendo esa actuación.
El instante final es imagen-pura: el director no hace nada, solo gesticula, el ruido nos envuelve infernalmente, todos están ahí sin hacer nada, pero la sala parece cobrar vida propia y nos expulsa del teatro puesto que, como en los derrumbes, allí no hay nada para representar. El teatro está muerto: aceptémoslo e inventemos, o recordemos, otras formas, otras escenas.

Caminamos por Lacroze, es tarde, casi las 8 y media de la noche. Los edificios parecen esconderse de las miradas, las hojas de los árboles se ennegrecen por las sombras, son movidas por una suave brisa… y el infierno continúa…

lunes, 31 de julio de 2017

Por un pueblo no fascista.

Breve ensayo en clave política sobre Adentro! Versión Estudio, dirigida por Diana Szeinblum

por Manuel Ignacio Moyano




En sus monumentales estudios sobre cine, Gilles Deleuze diferencia una y otra vez lo que denomina el “cine clásico” del “cine moderno”. Para ello, señala al primero como aquel compuesto por imágenes-movimiento y al segundo por imágenes tiempo. Mientras las primeras todavía están guiadas por la acción (del personaje, del drama, de la historia), las segundas se han emancipado y presentan, dice Deleuze, “una relación directa con el tiempo” a través de situaciones puramente ópticas y/o sonoras que no están al servicio de la acción. El cine moderno, por lo tanto, se sostendrá en situaciones que se emancipan de la acción. Situaciones, por ello mismo, cargadas de pedazos de tiempo en estado puro. Hacia el final del segundo volumen de sus estudios, titulado precisamente “La imagen-tiempo”, el francés se mete de lleno con el cine político y retoma la diferencia clásico/moderno y nos dice: “Resnais, los Straub, son innegablemente los más grandes cineastas políticos de Occidente en el cine moderno. Pero, curiosamente, no es por la presencia del pueblo, sino al contrario, porque saben mostrar que el pueblo es lo que falta, lo que no está. […] En el cine clásico el pueblo está ahí, aun oprimido, engañado, sojuzgado, aun ciego e inconsciente.” Contrariamente, y emancipado de la lógica de la acción, el cine político moderno señalaría, por medio de imágenes-tiempo, es decir, imágenes puramente ópticas y/o sonoras, que el pueblo es lo que falta… inventar.
El programa de mano de Adentro! Versión Estudio, la obra de danza ideada y dirigida por Diana Szeinblum y creada junto a los performers Bárbara Hang, Andrés Molina y Pablo Castronovo, pregunta al final: “Investigar físicamente qué hace el cuerpo cuando se mueve bailando tradicionalmente sus danzas, ¿es acercarse al ser del pueblo?” Creemos que la investigación escénica que exponen los performers alcanza a dejarnos esa pregunta sin responderla. Y en ello se parecen a los mecanismos que Deleuze desentraña (y elogia) como los propios del cine moderno: muestran que el pueblo es lo que falta inventar, incluso en sus danzas típicas.

*

“Pueblo” es quizás el nudo más complejo del que se atan la política moderna y sus filosofías. No solo porque sobre él se han erigido los Estados-Nación sino también porque es el prefijo fundamental, que desde los griegos hasta la actualidad, ha habilitado el único régimen de gobierno donde una vida política parece posible: la democracia. De “demos”, el pueblo aparece desde sus orígenes vinculado a la complejidad propia de la política. Es más: como ella, parece ser una noción indefinible, o bien, una noción cuya definición siempre falta… inventar.
“¿Qué es el pueblo?” “¿Quién es el pueblo?” son preguntas que han generado las más diversas respuestas, incluso las peores: como las del fascismo italiano y las del nacional-socialismo alemán. Podría afirmarse que han sido las preguntas decisivas de la política occidental. Pero preguntas, que por su misma inestabilidad política, son indefinibles. Y sin embargo han una historia que es preciso señalar.
Hay una partición constitutiva inherente a la palabra pueblo, como bien ha señalado el filósofo italiano Giorgio Agamben. Por un lado designa, desde la modernidad en adelante, al sujeto político de la historia: al soberano que funda el Estado de derecho y, con este, su representación. Es el Pueblo en nombre del cual se han pergeñado las revoluciones modernas que, con ellas, ha pasado a ocupar la cabeza del monarca decapitado. Y, por otra parte, con el mismo se designa a las minorías, a las “partes sin parte”, como dice Jacques Rancière, es decir, a aquella región de la sociedad que no goza los privilegios de las otras. A los “bajos”, la “plebe” excluida de la misma política. El conflicto central es que con el mismo término se indica tanto al sujeto político por excelencia y, a la vez, a las clases excluidas del orden político. Ahora bien, y como lo ha señalado Michel Foucault con sus estudios sobre la biopolítica y la gubernamentalidad, esa “plebe” es incluida en los cálculos del poder político como “población”. Es decir, como un “cuerpo” genérico que debe ser administrado y regulado atendiendo a sus índices de natalidad, mortalidad, salubridad, etc. De allí que el Estado-soberano, que se funda en el primer sentido del término pueblo, pase a convertirse en una gigantesca administración, heteróclita y heterogénea, de esa plebe-población gestionada por medio de “estadísticas”, la verdadera ciencia del Estado según Foucault. En Argentina, esa fractura se llama “grieta”.
Adentro! en su versión estudio se nos presenta, en este marco, como una sutil problematización de esa fractura entre el Pueblo fundante de la política moderna y el pueblo excluido de ella y reconvertido en mera población. Su modo de problematizar es tan sencillo como singular: adentrándose de lleno en la raíz del folklore nacional, de sus danzas y coreografías típicas, en una palabra de su cuerpo físico (no hace falta ni agregar que “folk” proviene del alemán volk, “pueblo”). Es decir, interiorizándose con la “raíz” de la diseminación físico-corporal con que los cuerpos argentinos se han formateado históricamente.

*

Los tres performers inician la interrogación en una temporalidad que podemos pensar como aquellas imágenes-tiempo de las que hablábamos a partir de Deleuze. Es decir, por medio de imágenes puramente perceptivas que no se dejan dominar por la acción. Toda la franja del comienzo, donde los cuerpos se modulan internamente, no está regida por los tiempos de la acción sino por aquellos de la percepción. Como si se tratara de cuerpos iniciáticos, ellos solo se mueven una vez que han sido tocados por una sensación. Y, sin embargo, ese tiempo-sensación no es interno a cada uno de ellos, acontecido a nivel individual, sino algo que atraviesa a los tres continuamente. Un contagio crece entre ellos. Una comunidad. Y esa comunidad, ese contagio es lo que los anuda en todo momento. Como un nudo borromeo, es decir, como aquel nudo hecho de tres cordeles en el cual si se corta uno se corta el nudo completo, los tres mantienen un ritmo dirigido por ese contagio mutuo. El nudo borromeo permite una vinculación entre los tres que habilita la singularidad de cada uno y, al mismo tiempo, la del conjunto que forman. Si uno se desprendiera, no habría conjunto. Con ello, no solo muestran la fragilidad de la comunidad perceptiva que los anuda sino también su singularidad, su estar necesariamente asociada a ese cuerpo concreto-singular que cada uno es. La coreografía, que balancea y desbalancea intermitentemente el espacio, se guía también por ese nudo. Y ello hace que la misma no sea un capricho formal, sino una consecuencia inmanente al contagio que los mueve.

Jacques Lacan dibujando un nudo borromeo.

Lo más interesante es que esa contaminación los pondrá en una situación absolutamente primigenia, precaria, primordial. Casi como cuerpos infantes. Y por ello mismo, como cuerpos ignorantes. Pero se trata de una ignorancia tomada como punto de llegada y no de partida, puesto que para ingresar a ese cuerpo se ha precisado, evidentemente, una deconstrucción del cuerpo folklórico con que nos ha escolarizado la nación. Ese “tiempo ignorante” con el que se comienza la presentación, fijada en cuerpos atravesados por imágenes-sensación, se mantendrá en toda la puesta. Y es increíble observar cómo esa ignorancia, alcanzada por una fina deconstrucción, permite interrogar al folklore nacional. Es decir, lejos del tic petulante y vanguardista que busca interrumpir cualquier “tradición”, estando por ello condenado a la eterna interrupción que bebe siempre de aquello que interrumpe, la puesta dirigida por Szeinblum interroga y cuestiona los pilares de la tradición dancística argentina sin por ello destruirla. Así adquiere una sutileza sumamente encantadora y profunda a la vez, pues permite entrever una crítica a la tradición que no se para en un “afuera” trascendental desde el cual se suelen ajustar los pantalones los artistas “críticos-modernistas”. Se trata de una crítica a la tradición argentina hecha, justamente, Adentro! de ella.
Ahora bien, este tiempo-sensación que se teje entre los performers, acompañado por una puesta absolutamente despojada que ayuda a la precariedad con que se deconstruyen los cuerpos, les permite interrogar el tiempo-acción de las danzas argentinas: el pañueleo, el zapateo, el aplauso, el chasquido de los dedos, los chumbeos, los gritos y evocaciones, los conteos de tiempos y todos aquellos clichés que nos han enseñado una y otra vez en las escuelas para los actos patrios. No se trata de atacar a los clichés para tomar la pose rupturista de un vanguardismo transgresor. No. La operación es mucho más sencilla y por ello contundente. Se interroga esos clichés como si nunca se los hubiera conocido, como si nunca se los hubiera vivido. Se abre así un tiempo experiencial, como el de quien mira el mar por primera vez.

*

La gran virtud de la obra es lograr mantener el tiempo perceptivo a lo largo de toda la indagación. Pues ese tiempo no es el de la acción, no es el tiempo de “el pie se pone así, las manos así, se dan dos pasos así y se cuentan ocho tiempos.” Es un tiempo corporal-perceptivo que, una vez alcanzado y siempre vuelto a comenzar, permite una re-composición gestual de los clichés de la danza argentina: de sus “así”. Con un desarrollo que va variando las intensidades, alcanzando picos y crescendos preciosos y luego decrescendos necesarios y absolutamente ligeros, las diversas posiciones físicas que definen a cada danza son distorsionadas. Pero no por ánimo rupturista, sino por verdadera investigación ignorante. La ignorancia, contrariamente a lo que se cree, es aquello que realmente habilita la investigación y el estudio. E incluso podríamos decir que ella es el único fin del estudio, puesto que así las cosas aparecen y caen con su peso real sin las mallas clasificatorias de los saberes y los prejuicios.
Ese es el peso del pueblo argentino que “cae” en la interrogación de los creadores de Adentro! que se permiten cuestionarlo desde una ignorancia física absolutamente signular. Pongamos un ejemplo para aclarar. Hay un gran recurso que la investigación propone. Ella trabajo con dos performers varones y una mujer. En dos momentos claves del desarrollo escénico, la performer mujer extrae de su bolsillo una barba postiza y se la coloca. Inmediatamente, los tres adquieren, sin perder en lo más mínimo el registro físico-perceptivo que los anuda, la pose típica del pueblo argentino: el pecho inflado, el mentón elevado y la mirada dirigida desde arriba hacia abajo. No es la pose del pueblo menor, sino la del patriarca, la del macho, la del estanciero, la del campo, la del estanciero y La Rural (pues si algo hay de terrible en el pueblo argentino es que en sus tradiciones confluyen los dominantes de siempre y los excluidos). Pero una vez que es adoptada por los performes, incluso en su exageración, la misma empieza a disolverse, a deconstruirse. Claro que es el recurso de la parodia, pues lleva un cliché a su paroxismo. Pero ese paroxismo erosiona internamente la pose-macho, le quita sus sostenes y lo abre a un devenir-otro-singular. Si la decisión hubiera sido un ataque frontal, antes que una erosión interna, es claro que el macho-estanciero (por su poderío) hubiera ganado. La sutileza de la deconstrucción, parecida en esto a la estrategia filosófica de Jacques Derrida, consiste en adentrarse disfrazado en las posiciones enemigas y desplazar allí mismo sus armas, girando los cañones. Por ello le gana al pueblo-macho, pues le quita y distorsiona sus sustentos. Y al hacerlo, se permite valorar la belleza de folklore y su saber menor, antes que en meterlo de lleno a la hoguera como si por ser la danza de la Nación debiera quemarse entero. Permite entrever la belleza del peón y del campo profundo, sus danzas y costumbres, sus sutilezas pero también sus dominios, su misoginia, su autoritarismo.
La estrategia es doble: distorsiona y erosiona la posición dominante de la danza nacional y permite, a la vez, conservar y cuidar aquella potencia de belleza y de felicidad que las danzas populares anidan. Las tertulias, las peñas, los bailes, los encuentros y todos esos momentos en que el pueblo bajo se reúne para bailar sus danzas son cuidadas aquí. Como todo cuerpo gestual, algo se deconstruye al tiempo que otra cosa se cuida. Adentro! permite criticar la tradición, problematizarla, cuestionarla, abrirla y distorsionarla; pero a la vez ayuda a cuidarla, a valorar sus microsingularidades, sus intermitencias, sus bellezas ínfimas. Habilita así una tradición que antes de crear identidades, crea singularidades.

*

Habíamos dicho que toda noción de pueblo se fractura internamente: una posición dominante, la del Pueblo soberano titular del poder constituyente, y la del pueblo bajo, excluido históricamente y reconvertido en mera población. En 1933, y avalando lo peor, el jurista alemán Carl Schmitt escribe un texto titulado Estado, movimiento, pueblo. La triple articulación de la Unidad Política. Allí se lee una defensa del ascendente régimen Nazi y de la “unidad” como forma-política determinante. Sin embargo, consciente de dicha fractura interna a la noción de pueblo, Schmitt encuentra y provee la “raíz” de la unidad popular en un dato biológico: la raza o, para ser más exactos, la “identidad de especie” [Artgleichheit]. Es precisamente esa “identidad” lo que permite la identificación entre la masa y el líder, entre los valores culturales tradicionales y el cuerpo biológico de los ciudadanos, entre el Pueblo político y el pueblo excluido. El totalitarismo político, en consecuencia, ha sido el experimento que ha intentado cerrar en una identidad biológica (y por ello corporal) la fractura interna que porta el término “pueblo”. El Pueblo fascista será aquel que no conoce divisiones, o mejor, que hace desaparecer al pueblo menor bajo el manto racial de una identidad biológica. Claro que si la operación implica la identificación con el Pueblo mayor, la ganancia es para este: el pueblo menor, excluido tradicionalmente, se incluye ahora solo por un dato biológico, por su “folklore”. La identidad, la única identificación posible, será aquella donde el Pueblo mayor hace reingresar al pueblo menor bajo sus propios términos: como identidad “pura” y “nacional”.
¿Qué operación habilita, en este marco, la puesta de Adentro! en su versión de estudio? Pues bien, quizás la posibilidad de repensar un otro-pueblo que erosiona internamente al Pueblo-nación. Un pueblo no fascista.

*

Gran parte de la teoría política contemporánea ha abandonado, por dichas razones, la noción de pueblo. Contra ella ha propuesto e identificado a la “multitud” como el nuevo sujeto de la política. El autonomismo italiano, íntegramente asumido en Argentina por el Colectivo Situaciones y sus afines (intelectuales, artistas, editoriales, y un largo etcétera), se mueve en esta línea: en un abandono del pueblo.
El 23 de junio pasado, el historiador de arte y pensador francés Georges Didi-Huberrman dictó una conferencia en el Museo de Bellas Artes, en Buenos Aires, titulada "El arte de la vida distinta, o cómo no ser gobernado". Allí expuso una hermosa lectura de la sublevación y sus imágenes. Sin embargo, hubo un gesto inicial con el que comenzó su disertación: al comenzar, proyectó la famosa imagen del 17 de Octubre de 1945 de los "cabecitas negras" refrescando sus “patas en la fuente”. No la mencionó, no dijo nada sobre ella en toda su conferencia. Al final alguien le preguntó por qué decidió mostrarla sin decir nada. El francés respondió: “porque no la conocía y, como imagen, me dice dónde estoy. Y también por el árbol que me parece magnífico.”
No queremos indicar con esto que Adentro! sea una obra peronista ni mucho menos. Sino mostrar cómo en la interrogación del folklore y de la danza popular argentina, interrogación realizada al interior de la misma, el pueblo no se abandona puesto que es lo que falta…, como decía Deleuze sobre el cine político moderno (que lee sobre todo en cineastas del “Tercer mundo”). Adentro! señala que no hay un pueblo sino una falta: la exclusión de la plebe y las minorías. Y es esa falta lo que de ningún modo se puede abandonar. ¿Acaso “las patas en la fuente”, como el antiperonismo catapultó a esa imagen, no son también las imágenes del pueblo que falta… inventar?
Cuando Adentro! se interna en las pampas del pueblo, en sus danzas y en sus modos típicos, y las distorsiona en una gestualidad suave e ignorante, habilita la emergencia de otro-pueblo: precisamente el que falta. Y con ello, lejos de suturar en una única identidad la partición constitutiva del pueblo, abre un pueblo no fascista. Puesto que a fin de cuentas un pueblo no fascista es la interrogación, constante, de la raíz temporal del pueblo. Interrogación que será siempre su distorsión. O bien, su con-torsión. El pueblo no fascista es aquel que emerge en los contratiempos que el pueblo excluido inscribe en los tiempos del Pueblo mayor, las distorsiones. Sin embargo, como la puesta de Szeinblum no se cansa de señalar, pues es aquello que la sostiene, ese tiempo que des-temporaliza al del Pueblo mayor no es un tiempo de acciones, operaciones y/o saberes. Sino uno de sensaciones, percepciones e ignorancias, como las del niño que extiende su mano al rostro de su madre por primera vez. Un pueblo no fascista será aquel, entonces, que se adentra en su propia tradición para encontrar que, en verdad, no existe, que es una falta: por lo tanto, tiene que inventarse, una y otra vez, como en una danza aprendida por primera vez, cada vez de nuevo. Pero para ello no hay que accionar sino percibir, devenir imagen-tiempo.

Adentro! Versión Estudio, dirigida por Diana Szeinblum, sin datos del/a ph.


jueves, 13 de julio de 2017

Capas y tiempos.

Sobre Un manifiesto. Variaciones sobre el tiempo, el amor y las cosas
(dirigida por Jazmín Titiunik)

ph. Natacha Ebers

Una cebolla. La composición fisionómica de una cebolla. El simple y sencillo hecho de no ser más que una composición de capas y capas, láminas y láminas que se van achicando hacia un centro. Pero un centro en el que no hay nada, solo más capas. Un centro ausente, podríamos decir. Sin embargo, cada capa de la cebolla se compone a su vez de muchas capas más. Capas y más capas, unidas filogenéticamente por fibras que se intensifican hacia un centro ausente, inexistente. Un centro des-centrado.
Una cebolla. Su cuerpo fisionómico. La composición milimétrica en que capas y capas se superponen unas a otras, dividiéndose internamente en nuevas capas hasta plegarse sobre un agujero milimétrico que, en verdad, no es más que la mayor intensificación de las capas. Pero todas esas capas, vistas desde cerca, no son capas regulares. Son filigranas de un ritmo irregular, plagado de pequeños pliegues, como cualquier piel. Lo terriblemente bello de la cebolla, vista a nivel microscópico, es que no es más que piel y piel y más piel. No hay un carozo de fondo, un núcleo duro que atesore una verdad. Son pieles plegadas, desplegadas y vueltas a plegar. Pues bien, precisamente este es el procedimiento en que se compone Un manifiesto. Variaciones sobre el tiempo, el amor y las cosas.
No estamos aquí frente a una obra que se anude en los tótems tradicionales de las artes escénicas: “el conflicto”, “el tema”, “la acción”. Tampoco en la nueva cultura totémica (y biopolítica) de “el cuerpo”, tomado así en gigante como un todo-fundamento-carozo. Es, justamente como la cebolla, mucho más “superficial”. O como la rosa, que según Angelus Silesius, “es sin porqué, florece porque florece…”. La piel, el máximo grade de exposición de un cuerpo, sin porqué. Y sin embargo, un cuerpo, una singularidad. Ella es lo central, porque no hay el cuerpo-universal, sino un cuerpo. Por ello, un manifiesto. Y, como dijimos al comienzo, una cebolla (porque para ser justos, tampoco existe “la” cebolla). Es en este sistema de pieles plegadas y replegadas (entre sí, sobre sí, contra sí), sin porqué, donde ocurre la dimensión escénica de Un manifiesto. Es preciso destacar este punto porque ello es lo que le otorga a la obra su carácter abiertamente plural y múltiple. Es decir, su des-centramiento. O bien, su centro ex-céntrico, desplazado al nivel de la piel. El sistema escénico, entonces, adquiere una profundidad que, como la cebolla a nivel micro, no tiene linealidad puesto que las capas no aparecen una atrás de otra, sino cada una en la otra. Un sistema de capas geológicas: y es aquí donde se muestra su singularidad, puesto que, como toda geología, en ella se muestran la duración del tiempo que atraviesa y vincula las diversas capas.
La obra se presenta en dos planos diferenciados espacialmente, una banda musical, llamada “A las fuerzas superiores”, y una suerte de multitud de cuerpos que, como las mismas capas de las que hablábamos, se contaminan una y otra vez. Pero no solo entre ellos, sino también con la misma banda ya que los intérpretes y los músicos intercambian sus papeles más de una vez. Aparece entonces un abanico de devenires, que abren breves aforismos sobre el amor y la ficción, así como también diversos movimientos, sonidos, ritmos, desplazamientos. La dimensión musical, un verdadero universo onírico, no “acompaña” sino que produce ese mismo abanico. Pero lo central es que esa multiplicidad no tiene ningún centro más que su propio “darse” temporalmente. Es decir, la compaginación de las diversas capas escénicas —físicas, sensitivas, cinéticas, musicales, sonoras, coreográficas, sostenidas por miradas, cuerpos, gestos, acciones y desplazamientos—, se da a través de un fino trabajo en y sobre el tiempo. Pero, y aquí va quizás su gran complejidad, un tiempo que no se hace, sino que se soporta. En otras palabras, se trabaja receptivamente con la dimensión temporal. Aparece, entonces, en medio de esas capas sin centro que las anude, una dimensión intangible que las atraviesa: la pausa. Es este tiempo de la pausa, espinoso para cualquier hecho escénico,  el que una y otra vez hace que la composición se ajuste a un verdadero padecer el tiempo, a la “duración” pura que es el tiempo, como dice Henri Bergson. Por ello la escena lograda tiene una dimensión geológica, pues en el engarce mutuo de cada capa sobre la otra, se inscribe una dimensión que solo es temporal. Y en ello la obra alcanza quizás el corazón del acontecimiento escénico per se: entretejer una singularidad con un devenir temporal. Y, podríamos decir, que es precisamente ese punto donde lo singular se temporaliza donde sucede el hecho ficticio. Es que, a fin de cuentas, ya no es “el conflicto”, “el tema” o “la acción” lo que define a la ficción, sino el ser un tiempo absolutamente singular. Y en eso consiste la ficción que propone Un manifiesto, una ficción que en sus propias condiciones es lo más real que existe.

Una cebolla. Si dejamos una cebolla en un ambiente propicio por un tiempo prolongado, ella no se pudrirá. Desde dentro de las capas, y como una intensidad azulada, surgirá un brote. Y si dejamos a ese brote devenir, más tiempo aún, será una planta. Y así entendemos que cuando hay capas y tiempo, como en una cebolla, hay una realidad vital que solo adviene cuando se soporta el paso del tiempo, de la ficción.

miércoles, 17 de mayo de 2017

El materialismo escénico (o el fin del teatro).

Sobre Piedra Angular, dirigida por Rodolfo Opazo.



Manuel Ignacio Moyano

Marx escribió su crítica desde y contra la ciencia de su tiempo: la economía política. Por ello es un error creer que su crítica estaba dirigida al capitalismo tout court. Ahora, ¿cuál era la matriz fundamental de esa ciencia cuyo último gran exponente fue David Ricardo? Sencillamente que toda pero toda mercancía (sea un simple utensilio, un edificio o bien un aparato electrónico de última generación) no es sino trabajo humano acumulado. Es que precisamente ese trabajo acumulado es lo que les permite intercambiarse entre sí, lo que les confiere su “valor de cambio” puesto que las “horas de trabajo humano” será lo único que ellas tienen en común. Entonces, cada producción humana no solo tendrá un valor de uso sino también uno de cambio y en el pasaje de uno a otro es donde el producto, según ella, se convierte en mercancía. Claro que Marx dirá: sí, es cierto, cada mercancía es trabajo humano acumulado (y en esa acumulación se construirá el capital) y por ello puede cambiarse por cualquier otra mercancía, pero habrá algo que se pierde en la conversión del valor de uso a valor de cambio, del producto a la mercancía, de la fuerza de trabajo concreta al trabajo humano acumulado (y en esa conversión estará lo que Marx llama, precisamente, el “fetichismo de la mercancía”). Eso que se pierde es un “plusvalor”, esto es, un valor que adviniendo al producto cuando es producido quedará en manos de quien se quede con la mercancía y como esas manos no son otras más que del capitalista, el dueño de los medios de producción, su ganancia es ilegítima puesto que se queda con el plusvalor obtenido en la diferencia entre la fuerza de trabajo concreta para producir y el trabajo humano acumulado que contiene cada mercancía. Éste sería, muy apocadamente, el abc de la crítica marxista, su “piedra angular”. Ahora bien, ¿qué pasa cuando las mercancías han devenido restos, ruinas, escombros? ¿Qué sucede con ese “trabajo humano abstracto” que ellas acumulan cuando, justamente, ya no son más que meras acumulaciones sin valor?
Piedra Angular, la obra escénica dirigida por Rodolfo Opazo, se hace cargo de esa pregunta y la presenta crudamente en un edificio derruido, convertido en no más que ruinas y escombros. Primer gesto escénico: inscribe la “obra” de lleno en una mercancía, por decirlo de algún modo, “vencida”. Es decir, abre el espacio escénico allí donde la mercancía-edificio fallece, deviene escombro, ruina, desecho. En una palabra, basura. Y no solo abre el espacio escénico allí, en un gesto ya quizás visto, sino que hace de ese mismo espacio la “obra”. En otras palabras, la obra no es sino una desobra, aquello que está de sobra: el escombro, la basura. Es que el espacio, por su densidad material, es el protagonista esencial de esta propuesta escénica. Lo cual significa que la destrucción de la mercancía es aquello que esta obra propone.
Segundo gesto escénico: abrir la obra en la destrucción de la mercancía, en la mercancía como resto y basura, y hacer de ella precisamente el “contenido” de la obra, inscribe una relación programática entre el arte y la basura, pero una que no busca embellecer a la última sino presentarla como ella es: resto. Quizás en la historia del arte, Andrei Tarkovski haya sido el más fino cineasta de los restos puesto que fue el único que los filmó sin “estetizarlos”, esto es, sin incluirlos en una cadena simbólica y sin reciclarlos en un nuevo “valor”. ¿Cómo no recordar, cuando veíamos Piedra Angular, en esa Zona plagada de escombros y destrucción donde los Stalkers ingresan sin motivo alguno en la película del director ruso?

Stalker, de Andrei Tarkovsky

Pues bien, como en Stalker, Piedra Angular presenta la ruina en su estado puro, en su concreción sin simbolismo ni significado alguno. Y acá se específica su singularidad puesto al presentarla en estado puro lo que se hace es exponerla en su pura inmanencia inhumana, es decir, más allá del trabajo humano acumulado que como mercancía contenía. Y así, tanto Tarkovski como Opazo son fieles a ella ya que el resto, la ruina siempre trae consigo una des-mercantilización de la producción. En otras palabras, la ruina ya no es más mercancía pues no tiene valor —no guarda más trabajo humano abstracto— y al hacerlo deviene inhumana, pura cosa. Se rompe así el embrujo que convertía la producción en mercancía, se rompe con el “fetichismo de la mercancía”.
Ahora bien, una vez que se quiebra el fetichismo al presentar la cosa como puro resto es la materia lo que se vuelve plenamente visible, puesto que ella ya no contiene más la mano envolvente de lo humano. Las piedras, las maderas, los tubos con que los performers (Martin Gil, Javier Olivera, Julián Dubié, Flor Sanchez Elía, Maximiliano Ulloa) operan en escena no son sino vestigios de humanidad, órganos sin cuerpo, humanos ya vencidos. Y, vaya aquí el tercer gesto escénico, lejos de “re-humanizarlos”, de volverlos mercancía intercambiable, no, lo que ellos hacen es perder su propia humanidad en el filo de esa materia cruda. Es que Piedra Angular logra rozar algo de lo primigenio, de lo originario puesto que al compenetrar los performers con las demandas de la materia pura, lo que hace es des-humanizarlos en una cuerpo de prótesis materiales, de extensiones puramente cósicas. Pero así los convierte en prótesis ¡de la misma materia! Es decir, compenetra el cuerpo (humano) del performer con el cuerpo (inhumano) de la materia en una dialéctica suspendida que relanza la materia misma más allá de sus límites. Como si la piedra, la madera y el tubo poseyeran los cuerpos de los performers, como si ellos no fueran sino una caja de resonancia donde los materiales se multiplican. Pero, repitamos, esto es posible porque antes se des-fetichizó la materia misma, es decir, se le quitó su reservorio de trabajo humano abstracto. Conclusión provisoria: después del capitalismo y su ciencia ya no podrá haber “trabajo humano”, tan solo materia.

Piedra Angular, ph: Cata Ardilles



Piedra Angular, ph: Cata Ardilles

Cuarto gesto: la modernidad cartesiana nos obligó a concebir la materia como res extensa, es decir, como cosas concretas y claramente delimitadas que acaecen más allá de la mente del hombre pero que se encuentran, por ello mismo, a su alcance. Estrategia política fundamental puesto que así dispuso al hombre como aquel que, distinto a ella, domina la materia (y la trabaja). Piedra Angular nos muestra, en cambio, que la materia no es aquello al alcance de nuestra mano sino aquello que nos la quita —hasta hacerla parte suya. Es decir, aquello que nos puede poseer y desposeer. Ahí está el arte: entregarse sin más a la materia. Es la piedra caliza dejando su memoria en nuestro mano, el sonido del tubo incontrolable, la madera y el escombro deformando nuestro cuerpo. Otra vez, lo primigenio. Pero lo central es que esto señala que la materia no tiene límites, es decir, no tiene forma. Es, en cambio, aquella potencia que puede adquirir cualquier forma —sea un edificio, una escultura o una simple piedra, una simple piedra. Lo “crudo” de la materia, entonces, es su condición informe, puesto que ni siquiera es la piedra con la que se hace el edificio sino aquello de la piedra que dentro suyo le posibilita deformarse hasta devenir edificio. Pero lo más crudo es que esa informidad ocurre siempre dentro de las formas y las corroe internamente —por lo tanto, las deforma. Entonces, la materia es aquello que una y otra vez deforma las formas, es, por ello mismo, potencia de-formante. Esta es la apreciación que se desprende cuando observamos las gesticulaciones deformes en la que surgen escénicamente los performers, compenetrándose así con la danza de la materia misma. Ellos se entreveran con las cosas de tal modo que para sobrevivirlas no pueden más que deformarse. Y toda su deformación es atestiguada y reforzada por una maquinaria sonora excelsa, una que registra la misma deformación material escénica y la retroalimenta. Esa música, a medio camino entre la industria y la destrucción, realizada por Grod Morel, contribuye a esa desmitifación de la mercancía y a presentarnos, en cambio, un pedazo de materia en estado puro. Y todo ello es tan pero tan inhumano que llega esa escena maravillosa donde solo vemos piedras y piedras saltando en el centro escénico hasta absorberlo por completo. Quinto gesto, entonces: la escena ya no es del performer humano sino de la materia misma, de las cosas y su constante deformación (habría que repensar, en tono con esto, el pequeño momento discursivo, quizás de más, que la obra coloca luego). Deformación que no solo alcanza a los performes sino también al público. ¿Cómo? A través de aquello por lo que la materia viaja: la sensación. Es que la sensación, cualquier sensación que se padezca, no es sino la verificación de la materia calando la forma, de la materia poseyendo la forma, de la materia inundando la forma. Entonces, las sensaciones que los humanos padecemos, en cuanto contagio de y por la materia, no son humanas. Son primigenias. Son el sublime momento en que nuestro cuerpo es convertido en un rehén de la materialidad que nos rodea, forma y deforma. Nuevamente: el momento en que la mercancía se des-fetichiza. Por esto, Piedra Angular es una verdadera obra del materialismo escénico puesto que critica la sociedad capitalista y su ciencia al tiempo que abre allí mismo un pliego de sensaciones que nos comunican con la materia. Lo común (“lo comunal”, como dice la última moda intelectual), entonces, es lo inhumano, la materia.

Piedra Angular, ph: Cata Ardilles

Último gesto escénico: “El gesto de erigir un elemento de manera vertical —dice la sinopsis de la obra en su evento de facebook— para construir cobijo se transforma en la piedra angular de lo que podemos llamar proto-arquitectura, o paisaje vital.” Quedémonos con lo último: proto-arquitectura o paisaje vital. Pero en relación a lo que ya dijimos. Proto-arquitectura o paisaje vital en medio de los escombros, de las ruinas, de la basura. En medio de ese singular instante en que la mercancía “edificio” deviene mero resto, pues bien, es en medio de ello donde surge esa proto-arquitectura o paisaje vital. Por lo tanto, Piedra Angular alcanza lo primigenio en lo derruido, en lo corroído por el tiempo y por ello cargado de memorias y secretos ocultos. Su gesto fundamental, entonces, consiste en que esa apertura de lo primigenio (lo inhumano) deviene una proto-arquitectura o paisaje vital, es decir, deviene un lugar donde (sobre)vivir (valga recordar: ese mismo edificio funciona como casa de okupas, de sobrevivientes). En términos escénicos, su apuesta es decisiva pero fundamental: acaba con el teatro. Explicitemos esto para terminar.
Theatron significa, en su composición etimológica, “lugar para ver”, “punto de vista”. Es decir, es una tecnología donde lo que prima sobre todo el resto de las cosas es la mirada que se establece entre una platea (que mira) y una escena (que es mirada) —por ello el sujeto occidental es un sujeto puramente teatrológico, puesto que es aquel sujeto que se mira a sí mismo mirando, re-flexiona, vuelve sobre sí. Por lo tanto, cuando Piedra Angular decide implicar la arquitectura y su densidad en lo escénico, lo que hace es interferir el modo de producción escénico dominante —el teatral— con otro —el arquitectónico—, al punto de convertir ese “punto de vista” en un paisaje vital, apagando el ojo en nombre de una proto-arquitectura —en una palabra, de una piedra angular, un cobijo. El último momento de esta apuesta va en este sentido: se implica al público, al espectador (el que mira), en ese paisaje y se lo pone al servicio de la materia. ¿Qué se abre, entonces? Algo que vive a medio camino entre la arquitectura y el acontecer escénico: precisamente, una instalación. Y con ello, no solo sucede el fin de la obra sino el fin del teatro mismo puesto que en esa cooperación entre público y performers con que se cierra la pieza, lo que queda, lo único que queda materialmente, es una instalación construida en la cooperación entre quienes miran y quienes son mirados. Pero una instalación, aquello que queda, no es sino una (de)forma material cuya vida se juega de lleno en su densidad espacial (como cualquier paisaje, cualquier cobijo, cualquier piedra o cualquier resto des-mercantilizado). Por ello, finaliza la obra del teatro y se abre una escena puramente material, sin teatro, sin fetichismo. Habrá que abandonar de una vez, entonces, esa palabra galante que sólo las señoras románticas de Occidente todavía repiten en sus siestas: “teatro”, “teatro”, “teatro”.

Piedra Angular, ph: Migma

Piedra Angular, instalación final