lunes, 28 de marzo de 2016

Inside
Sobre Un animal dentro de un animal

por Manuel Ignacio Moyano



La primera condición para el ejercicio escénico es una fidelidad sin condiciones a sí mismo. Una gimnasia sincera vuelta sobre sí, sobre las apuestas y las pretensiones que la mueven pero también sobre los límites que se impone. Es que una escena que conoce sus propios límites es una escena precisa, rigurosa y fundamentalmente intensa. Quizás “precisa”, “rigurosa” e “intensa” sean las mejores adjetivaciones para pensar esta pequeña perla de la danza-teatro, Un animal dentro de un animal, dirigida por María José Guzmán y escenificada por Ana Linder y Erika Lipcen. Ahora bien, ¿cuál es este límite que rige la obra en cuestión?
Demos algunas aproximaciones. La obra trabaja el cuerpo de quienes aparecen en el espacio escénico de una forma muy especial y, sin embargo, atacando la tradición escénica de Occidente: no aparecen personajes, aparecen creaturas. No hay “personas” (del griego prósopon, literalmente “máscara”), no hay “personificaciones”, no hay “personalidades”. Hay, en cambio, cuerpos en danza, esto es, creaturas. Por lo tanto, no se desarrolla una coreografía de identidades escénicas sino de singularidades. Y en este pequeño pero decisivo paso de la identidad a la singularidad se calibra la apuesta de la pieza. Lo que danza y se abre en el escenario no es una identidad sino una singularidad y esto tiene un efecto bien concreto en todos los cuerpos que aparecen en el espacio escénico –los de las performers, pero también los de la música, los de la luz, los de los objetos y los de todos quienes habitan dentro de esas paredes. Cuerpos singularísimos que empiezan a habitarse unos en otros, que empiezan a amontonarse. Y  lo más importante es que esa singularidad no antecede al contacto entre ellos, sino que surge de ahí mismo. Entonces, se trata de creaturas que se singularizan en la vecindad masiva de los cuerpos. Pero este contacto no se verifica sólo en las presencias, en el efectivo tocarse de un cuerpo al otro (¿pero quién toca a quién? ¿no se toca un cuerpo a sí mismo en el tocar otro cuerpo? ¿no siente una mano su propia contextura en el acariciar otra mano?), sino también en las ausencias. Es que esos cuerpos devueltos a su condición creatural –animal– registran en su piel la presencia de las ausencias, la presencia de quienes no están. Y ese registro motoriza el movimiento.
Sin embargo, esta pieza produce algo más que creaturas movidas por el contacto entre ellas y las ausencias, un algo más que se revela “profundo”. Produce un interior, un inside. Por esta razón la escena adquiere hondura y se nos presenta en capas, esto es, rompe la frontalidad visual y sonora para adquirir una densidad compleja que le permite crear una atmósfera y no sólo un cuadro. La música punzante, producida en vivo por Mariano Gentile, alimenta esta atmósfera sobre la cual se acomodan las luces. Pero, ¿qué significa producir un interior? Pues que rige la lógica del refugio, de la huida para atrás. Y la belleza tiene que ver con esto, con producir una estancia cuya habitabilidad está dada por una huida hacia el fondo. Es una escena que huye tras de sí, en una animalidad siempre inasible. Por lo tanto, Un animal dentro de un animal se encuentra atrás de lo que allí se ve y se oye. Y ese “atrás” es la casa de las ninfas: el bosque, las montañas, los ríos escondidos. Entonces, cuando uno mira adentro, cuando uno quiere escuchar la llamada de la profundo, cuando uno quiere guarecerse del exterior en un refugio íntimo encuentra siempre un bosque, montañas inmensas y ríos helados y entre ellos el ruido lejano de las ninfas.

La teología cristiana divide el mundo de los muertos entre quienes se hallan en el paraíso, en el purgatorio y en el infierno. Todos ellos son juzgados por Dios y declarados culpables o inocentes. Así, los hombres que mueren son enviados a cada una de estas instituciones de acuerdo al juicio divino. Pero la misma teología añade el limbo para aquellos a quienes Dios no juzga porque jamás han llegado a conocerlo. En el limbo habitan las creaturas y los cuerpos de Un animal… Su límite, entonces, será el límite de los olvidados por Dios, el límite del limbo. Ser fiel a este límite es la premisa que desarrolla la obra.  

lunes, 21 de marzo de 2016

La vida, retazos de una obra que fracasa.
Sobre Recordar 30 años para vivir 65 minutos, de Marina Otero.

por Manuel Ignacio Moyano



No hay definición posible para una vida, mucho menos para la propia vida. Entonces, ¿qué nos queda de la vida, de la historia de una vida, de una bio-grafía que paradójicamente parece obstinada en escribirse por medio de ausencias y lejanías? La respuesta es sencilla: imágenes y recuerdos. Pero también compleja: imágenes que nos recuerdan y recuerdos que nos imaginan. Por ello, todo se complejiza ya que una vida es en verdad la indefinición de sus recuerdos y de sus imágenes. Una multitud arremolinada de recuerdos que despiertan imágenes, las más tiernas pero también las más dolorosas; una multitud de imágenes que nos recuerdan ahí mismo, donde nos sentimos más íntimos pero también más extraños. La obra “autobiográfica” de Marina Otero funciona porque trabaja sobre este lugar, “el lugar que ocupa cualquiera”, donde se confunden y funden los límites de la intimidad y la extrañeza.
Pero ahondemos más en esta cuestión. Esa multitud de recuerdos e imágenes, que nos pertenecen, también nos enfrentan. No son nuestros amigos, no siempre, son, las más de las veces, adversarios internos, parásitos. Son nuestros fracasos. Y en esto se verifica, quizás, el gran mérito de la obra de Otero. Es que Recordar… es una obra hecha con los retazos y los restos de una obra pasada, de una obra que bien podría ser la de cualquiera, con los retazos y los restos de una vida común y cualquiera. Ésta es la premisa y los recursos formales (audios, videos, proyecciones, anécdotas and so on) la apuntalan continuamente. Entonces, Recordar… es un collage de pequeños fracasos, graciosos y cálidos pero también tremendos y fríos. Como una pared que recuerda todos esos diminutos movimientos que se han perdido indefectiblemente en los contornos del cuerpo, esta historia recupera lo que se pierde en el torbellino de la vida. Y ahí está lo fundamental porque avisa una verdad sobre ella: importan menos los grandes movimientos, los pasos fundamentales del gran bailarín, las acrobacias monumentales del trapecista que la des/gracia de los movimientos diurnos y nocturnos que no sirven para nada, ni siquiera para lucirse. Lo cotidiano y su poquedad es lo más verdadero de la supuesta gran Vida.

Ahora bien, todo esto quiere decir una cosa también sobre el arte. En Argentina, es cierto que la envidia es la segunda pasión más artística que existe. La primera, avisó Borges en El aleph, es el esnobismo. Pero hay también, en el mundo frívolo de la envidia y el esnobismo, pequeñas interrupciones que intentan tejerse en la honestidad. Ser honestos no es fácil porque implica asumir el fracaso constitutivo de toda obra y de todo movimiento. Su parquedad intrínseca. Recordar… es una pieza con éxito porque desnuda, por paradójico que resulte y con los mejores tonos del humor y la auto-ridiculización, su fracaso. Y en ello le va su propia honestidad y su frescura vital. Y quizás también su danza: un conjunto de movimientos sin utilidad más que su propia exhibición. O lo que se ha denunciado como vida: “una serie de movimientos sin sentido.” (Beckett)

viernes, 18 de marzo de 2016

Escena y Política
Del teatro a la teología: el divo Jesús.

por Manuel Ignacio Moyano

Cristo de San Juan de la Cruz, de Salvador Dalí (1951).

Existe un vínculo ineludible entre la teología cristiana y el teatro. El enigma de la “santísima trinidad”, esto es, de un único Dios que a su vez está dividido en tres –el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo–, constituyó para el cristianismo un gran peligro ya que el mismo bien podía hacer caer todo el edificio monoteísta que lo sostuvo desde sus inicios cayera en un politeísmo pagano contra el cual debió combatir a lo largo de toda su historia. Para esto, para evitar esta paradoja, los padres de la iglesia recurrieron a un término específicamente teatral para explicar la paradoja de un Dios dividido en tres. Así, el término teatral empleado, persona, que pertenecía a la esfera del teatro y originalmente provenía del griego prosopón –literalmente, “máscara”–, apaciguó la multiplicación de la divinidad. Se dijo: hay una única sustancia divina que se expresa en tres personas: Dios-padre, Dios-hijo y el Espíritu Santo, las tres máscaras de lo divino. El hecho no es menor: si la multiplicidad interna de Dios implica que la misma excluye la posibilidad de otros dioses, excluye cualquier politeísmo, lo que resuelve el dogma trinitario es cierta “falsedad”, cierto “enmascaramiento” de una misma sustancia. Por ello, las tres personas de la trinidad son a su vez co-sustanciales (homouusías fue el término empleado), es decir, pertenecen a una misma sustancia divina, pero son diferentes en cuanto a su acción, esto es, en cuanto a su funcionamiento teatral.
Que el cristianismo sea específicamente una religión de la persona Cristo, esto es, del Hijo que encarna el Verbo, de un personaje, tiene como consecuencia directa dos hechos fundamentales para la conformación de Occidente: en primer lugar, que el cristianismo en tanto instancia de transmisión de Occidente al resto del orbe es una religión exclusivamente teatral –o gloriosa; y, en segundo lugar, que el teatro ha dejado de ser lo que era para Aristóteles, esto es, un episodio de catarsis de la vida comunitaria para llegar a ser el modo en que un Dios trascendental se presenta a su mundo y lo gobierna bajo la figura de un personaje: Cristo. Dios, por lo tanto, necesitó del teatro para gobernar a su propia creación. Su divo fue Jesús.
Cualquier teatro que desconozca su locus teológico no hace más que perpetuarlo. Si la intención es, en cambio, un teatro verdaderamente ateo el primer despojo que hay que realizar es el del personaje. Sin personajes no hay encarnación del Verbo divino, no hay, entonces, príncipes divinos que administren el mundo. La muerte del personaje será la puerta por la que ingresará el nuevo teatro del mundo, el teatro sin teatro.
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lunes, 14 de marzo de 2016

Lucrezio, notas para una dramaturgia*

por Giorgio Agamben

*Traducción de Gerardo Muñoz & Manuel Ignacio Moyano. 2016. ["Lucrezio, appunti per una drammaturgia". La nature delle cose. Maschietto Editore, Firenze 2008.]


La natura delle cose dirigida por Virgilio Sieni,
con textos de Giorgio Agamben basados en el De rerum natura de Lucrecio.

1. Poema de la voluptuosidad y de lo tenue, del momento y del evento.

2. ¿Quién es Venus? Ella no sólo es el principio de vida, tal y como lo pudieran sugerir los términos genitrix y alma. Es también el modo en que ese principio actúa: encantamiento, deleite, deseo (que Venus –relacionado con venerari, venia y venenum o el "filtro mágico" –también signifique "encantamiento, encanto", ha sido demostrado hace más de cincuenta años por un filólogo francés, Schilling). No una madre que nutre, sino una fuente de encanto.
En el prólogo, el sentido de Venus viene definido por los términos voluptas y lepos (este último es un término técnico lucreciano por excelencia). Ellos están etimológicamente emparentados (del griego elpo, espero, deseo, del latín velle) y significan tanto aquello que encanta y despierta el deseo como la delicia que de ello deriva (así venustas significa tanto belleza como goce).
Lucrezio sabe que el encanto puede convertirse en su opuesto: hominum divumque voluptas, pero también me quaedam divina voluptas / percipit atque horror (III, 28-29), “me aferra una divina delicia y, también, un horror”; así el lepos captura a todo viviente y lo obliga a seguir a Venus (I, 15), la cual es invocada por el poeta para que le dé a sus versos un aeternum lepos (I, 28); pero también: medio de fonte leporum surgit amari aliquid, “que de la fuente misma de la delicia surja algo amargo” (IV, 1133).
Venus actúa como un encanto que transforma todo en fiesta. El concelebras del cuarto verso del prólogo está traducido erróneamente en las ediciones corrientes con “da vida, reanima” (¿qué necesidad hay de reanima el mar y la tierra?); significa más bien (de celeber, frecuentado, cumplido repetidamente como una fiesta) que Venere está presente continuamente en el mar y en la tierra, los “celebra” festivamente.
Por ello, en tanto fascinante y festiva, Venus actúa como una fuerza que desactiva y vuelve inoperosas las “feroces obras” de los hombres: effice ut interea fera moenera militiai / per maria ac terras sopita quiescant. (Como en el cuadro de Velázquez, Marte es inerte, puesto en reposo: Venus es la inoperosidad y la kenosi de Marte, el otium exhibido en el centro del negotium. La voluptas está quieta, como en Baudelaire, requies hominum divumque voluptas – VI, 94).

3. En Lucrezio, el verbo aveo es el término técnico para el deseo en su máxima intensidad, el cual no posee correspondiente fuera del latín. No es un mero accidente que este verbo signifique tanto cupere como gaudere, tanto deseo como su satisfacción. Es un verbo raro que, en su uso común, aparece como forma de saludo: ave (en griego khaire): goza y desea, goza mientras desees, y por encima de todo, desea mientras goces.

4. Poema de la voluptuosidad, pero también de lo tenue. Tenues son especialmente los simulacros, las imágenes, pero también los átomos; tenue es también, sorprendentemente, la naturaleza divina  (tenuis enim natura deum 5.148). Tenue: no débil, sino sutil y tenso (de tendo), exactamente como el simulacro, “membrana” sutil que incesantemente tiende a desprenderse, casi eliminándose de la propia superficie de los cuerpos (en la obra cinematográfica Salome de Carmelo Bene, Herodes lentamente separa los “simulacros”, en la forma de un film transparente, del cuerpo de la niña).
Y tenues es, de alguna manera, el clinamen que Lucrezio nunca se cansa de definir como una pequeña, casi mínima declinación y tensión de los átomos (exiguum clinamen principiorum... – II, 292; paulum inclinare necesse est, nec plus uam minimum – II, 243-244). Fascinación de Lucrezio por lo sutil y lo exiguo (IV, 122: ¿nonne vides quam sint subtilia quamque minuta?). El inmenso espacio vacío está lleno de minúsculos, voladores (los simulacros volitant), extremadamente tenues y tensos cuerpos. Y tenue es también la mente (tenuis enim mens est – 4,748).

5. Momen (un término arcaico para momentum) es sobre lo que actúa el clinamen. El clinamen (que Deleuze sugiere leer como un tipo de conatus espinosista, un deseo) causa una leve declinación, "tanto como para que se puede decir que el momen ha cambiado" (II, 220). Momen no se debe traducir como “movimiento", sino como "momento", también en el sentido que este término posee en la física (aquello que mide el efecto de una fuerza en un cierto tiempo, así como en el lenguaje musical –los momentos musicales de Schubert). En Latín, momentum significa tanto peso, gravedad (de ahí su importancia), así como punto, instante de tiempo. En otras palabras, el clinamen posee una "momentaneidad", actúa en un momento y sobre el momento, incierto tempore (II, 218), pero en el instante. El espacio está inmemorialmente (immemorabile per spatium transcurrere – IV, 192, como se dice de los simulacros) lleno de una momentaneidad velocísima y de eventos (pequeñas diferencias, graves caídas), tan minúsculos como decisivos.

6. Otro término importante: eventum. Lucrezio define coniunctum como aquello que no puede ser separado de la naturaleza de un cuerpo (el peso de la piedra, el calor del fuego, el contacto de los cuerpos, lo intangible del vacío). Eventum es, en cambio, aquello que le ocurre accidental e inesperadamente a un cuerpo, y que también puede imprevistamente ser separado. Eventos son la riqueza, la guerra, la libertad, la "llama de amor desatada por la belleza de Helena en el pecho de Alejandro" (I, 473), el nacimiento, la muerte –en una palabra: todo aquello que no deja de suscitar constantemente la atención y el cuidado de los hombres. Pero evento es también el tiempo (per se non est –I, 459), evento es el encuentro 'momentáneo' producido por el clinamen. La realidad está compuesta de átomos y de vacío: pero a éstos, en éstos y desde éstos, como en un teatro siempre abierto, el evento nunca cesa de advenir.

7. Lucrezio recurre a la imagen del teatro para describir el producirse de los simulacros, de cuerpos empujados por otros cuerpos tenues, por ejemplo, el simulacro al que llamamos colores: “Los telones amarillos, rojos y de colores púrpura que son puestos sobre los teatros tiemblan y se agitan entre los posteds y las redes y tiñen a su imagen la multitud de gradas, constrigéndolas a ondear en sus colores. Y mientras más sean puestas en los muros del teatro, mucho más las cosas que están adentro, irradiadas de delicia (perfusa lepore), sonríen para las luces que les ha sido impresionada.” (IV, 75-83).
(Bastaría esta descripción para demostrar el amor de Lucrezio por el teatro, y para refutar la idea de que el teatro al aire abierto de la antigüedad era ajeno al teatro a puertas cerradas y luces que conocemos del teatro moderno).

8. Se ha notado seguidamente la contradicción entre el espacio que el poema otorga a la physiologia, id est mundi ratio (la física y la cosmología) y el exiguo trato dado a la ética (la doctrina del placer), que debería ser mucho más larga por su importancia, y aparece en cambio apenas un instante. Objeción ingenua, dado que cualquier autor serio es conciso sobre aquello que está verdaderamente en su corazón y sabe que decisivo es sobre todo remover de la mente los errores que le impiden percibir la verdad. La minuciosa “fisiología” materialista de Lucrezio es una mundi ratio, una inteligencia racional del cosmos, que sirve para refutar y volver inocua la gravis religio (I, 63), el terror ritual que sostiene el edificio teológico-político de la civitas romana, con sus colegios pontificales y sus arzobispos. Él enseña a desatar los nudos de la religio (que por lo tanto entiende negativamente, contra Cicerón, como religare y no como relegere): doceo… religionum animum nodis exsolvere (I, 931). (El mismo gesto de Spinoza: la verdadera pietas no está compuesta de cabezas veladas o de altares sangrientos sino de la mirada pacífica de la mente que contempla todas las cosas: pacata posse omnia mente tueri –V, 1203). En suma, la física en Lucrezio es un gigantesco, inquieto y tempestuoso pórtico barroco de frente a la mínima, inamovible alcoba de la ética. Y su poema sobreentiende que la ética es posible sólo sobre premisas materialistas.
Del mismo modo ha de entenderse la teología del poema. Cotta, en el diálogo ciceroniano De natura deorum (probablemente una respuesta al De natura rerum), goza al mostrar al mostrar la inconsistencia de la doctrina epicúrea sobre los dioses, con sus “casi cuerpos”, su “casi sangre” y su demora extenuada en el intermundia. Pero la teología epicúrea no tiene otro objetivo que desactivar y volver inoperoso el significado político de la religio romana. Si los dioses son como los describe Lucrezio –ociosos, tenues, extraños al mundo, imposibles de inscribir en una religio– ahora bien, el Estado romano pierde su base y se desfonda en el vacío. Y no sorprende que los padres de la iglesia, tan advocados a predicar un Dios que provee cada instante del mundo y lo gobierna hacia la salvación, hayan hecho de los “dioses inútiles” de Epicúreo el blanco de sus polémicas. 

9. Átomos y vacío, colisiones, eventos, inclinaciones, momentos, truenos, pestilencia: pero el fresco fisiológico dibujado mediante una incesante brocha es el fondo desde el cual emerge, delineada en repoussoir, la oscura figura del sabio que mira hacia el espectador.

10. La lengua de Lucrezio. Su genio en traducir del griego: inventa clinamen por klisis; escoge inane y simulacra en lugar de los banales kenon y eidola, substituye semina y primordia por la expresión técnica de atom. Paratore señala que el poema se encuentra lleno de hápax legomena (limitándose al libro VI: aerumnabile, de aerumna, “angustia”, “desgracia”; insedabiliter, aedituentes, “guardianes del santuario”; coectans, etc.) y las aliteraciones (aeirs auras –VI, 1227; deum delubre – 1272; funere fumus…); la estructura de verso está llena de encabalgamientos, a la manera de Dante (ejemplarmente, casi para subrayar este dualismo: natura duabus / consistit in rebus - I, 419). Con frecuencia un solo verso es escandido por la repetición de una letra (vitium vementer avemus –IV, 822) o de una sílaba (prospicere ut possimus et ut proferre queamus / poceros –IV, 825-26). Algunas palabras (como tenuis, que obseviametne se repite tres veces en IV, 726-31), funcionan casi como tema musical y conceptual dentro de un todo mayor.

11. Aún sobre la tenuidad y sobre lo divino, sobre el tenue cuerpo de los dioses y sobre sus tenues moradas (tenues de corpore eorum, tenues a la medida de sus cuerpos –V, 154). Principalmente, el gesto inaudito con el cual Epicúreo quita a los dioses del cielo. Meillet, en su ensayo sobre la religión indoeuropea, ha señalado que la palabra “dios” (*deiwos) significa celeste, luminoso. Para Lucrezio, en cambio, sólo el miedo y la religio han puesto a los dioses como potentes señores en el cielo; en realidad ellos no moran in mundi partibus ullis (V, 147). Tenuísimos, impalpables, ni luminosos ni celestes, sin resplandor ni luz, casi crepusculares, pero sobre todo inoperosos y beatos, y beatos porque inoperosos: así son los dioses en sus intermundia, no afuera del mundo (no hay un afuera del universo epicúreo infinito), sino en intersticios y fisuras, “suspendidos” entre los mundos.

12. Sobre la inoperosidad del sabio epicúreo. Se ha dicho: el sabio epicúreo es libre, se ha emancipado de los legados de la tradición y de la religio, pero ¿de qué sirve su libertad si él rehúsa de cualquier acción en la ciudad? (Cicerón: no medita obras, no quiere caridad, nulla opera molitur, vacans munerum). “Libre de todo es estar libre para nada.” ¿Libre, por lo tanto, sólo para el placer?
Esto supone no entender nada de la ética lucreciana. Su concepto de libertad no es el mismo que el del mundo clásico (un estado, una condición jurídica, a partir del cual el hombre libre –el no esclavo– puede tomar parte en la vida pública) sino aquel –absolutamente moderno– de aquellos que se han liberado, y que, por lo tanto, están continuamente liberándose de los nudos y de las falsas representaciones que vuelven esclavos a los mortales. Pero esta praxis es inoperosa; aquello a lo que la libertad epicúrea conduce no es a una obra ni a la adhesión a los valores y ritos de una comunidad dada, sino a la amistad (“la amistad recorre danzando todo el mundo habitado, el oikoumene, avocándonos al despertar de la felicidad” –Epicúreo, Sentenze, 183).

13. Apuntes coreográficos.
Movimientos inmemoriales (immemorabile per spatium…), “momentáneos.”
Conjunciones/separaciones.
Irreligiosidad, irritualidad de los gestos y los movimientos. Todos los gestos son profanos, y profano es también su apagamiento en la quietas voluptas.
Los hombres incesantemente abofeteados por los simulacros.
Tenue significa sobre todo tenso, sutil porque tenso. Los cuerpos tenues de los dioses, con sus casi órganos. No hay más que átomos y vacío: pero el ser está recorrido por un tonos, por una tensión que lo vuelve tenue,  que hace desprender simulacros y declinar los sémenes primordiales de las cosas. El cuerpo sutil del danzante está hecho de imágenes y, por ello, está fuera de sí.
Impresiones de “desprendimientos”, de aislamientos de vocablos golpeadores en el verso lucreciano (en el verso virgiliano, en cambio, las palabras se unen una y otra en un ritmo suave).
Buscar la correspondencia en la danza.

14. Los simulacros que parecen danzar en un sueño. “Cuando en sueño vemos simulacros incidir rítmicamente (in numerum, a paso de danza) y mover los miembros de forma flexible (mollia), cuando rápidos los brazos se abalanzan el uno sobre el otro y repiten con los pies el mismo gesto.” (IV, 788-791). Extraordinaria explicación cinematográfica de la visión de los simulacros: “en un tiempo singular que percibimos… se esconden muchos tiempos… en cualquier momento simulacros de todo tipo están a disposición y prontos en todo lugar: tanta es la movilidad de las imágenes y así de grande su número. Por ello, cuando la primera imagen muere y otra nace en diversa posición, parece ser la primera que mutó su gesto.” Todo el espacio, toda el área está llena de simulacros danzantes, la danza en Lucrezio no puede estar sólo en los cuerpos, está por todos lados y los cuerpos no cesan de emitir tenues partículas danzantes, emiten danza. Por esto, el cuerpo del danzante contrae sobre sí una multitud de imágenes, como si juntas emitiesen sus gestos y, al mismo tiempo o casi, lo reanudara.

15. Crítica de todo finalismo. Los ojos no han sido creados para hacernos ver ni las piernas para caminar. “Aquello que ha nacido genera su uso (quod natumst id procreat usum)… ni la vista fue primera antes de que naciese la lámpara de los ojos, ni el proferir palabras antes que fuese creada la lengua; sobre todo el nacimiento de la lengua precede por mucho al hablar y las orejas han nacido antes de que oyeran sonidos y en suma todos las partes del cuerpo preceden, yo creo, su uso.” (IV, 835-841)
La mano descubre sus gestos lentamente, a tientas y gesticulando fuertemente; y no en vistas de un uso, la lengua encuentra sus sonidos agitándose y retorciéndose; los ojos en sí ciegos, fatigosos y reluctantes, se abren a las imágenes; los dedos descubren el tacto y la suave caricia sólo después de innumerables, inmemoriales experimentos. El uso jamás es un fin o una función: es aquello que se produce en el acto mismo del ejercicio como una delicia interna al acto; como si a fuerza de gesticular, la mano encontrase al fin su placer y su “uso”; el ojo a fuerza de mirar, se enamorara de la visión; las piernas y los muslos plegándose rítmicamente, inventaran la caminata.

Esto significa que los movimientos del cuerpo no están jamás dirigidos hacia un fin, no tienen un utilitatis officium (procul est ut credere possis / utilitatis ob officium potuisse creari – IV, 856-57), sino que son siempre gestos y medios puros, cuyo uso propio consiste en la exhibición de su propia medialidad, en su ser principalmente danza y “uso de sí”.

domingo, 13 de marzo de 2016

Máquinas Rusas.
Un manifiesto filosófico sobre Meyerhold. Freakshow del infortunio del teatro, de Silvio Lang

por Manuel Ignacio Moyano



Estas líneas fuerzan, antes que un análisis o una crítica, un manifiesto de fidelidad para una pieza maestra del teatro argentino: “Meyerhold. Freakshow del infortunio del teatro”, escrita y dirigida por Silvio Lang.
Tracemos la constelación en que esta pieza se mueve, pero tracémosla como si estuviéramos dentro de ella y  no a millares de años luz. Para ello diremos: es sabido que la preocupación artística fundamental de la modernidad ha sido y continúa siendo reflexionar sobre el estatuto del arte desde dentro de la obra de arte misma. En este sentido, nuestra primera escala en este manifiesto es señalar la modernidad lacerante de “Meyerhold”, en tanto se nos presenta como una obra teatral que re-flexiona sobre el teatro. Pero, ¿cómo lo hace? En un doble gesto: como manifiesto político-artístico y como declaración de guerra. Sin embargo, este gesto anfibio por el cual se gesta una idea honda sobre la situación del teatro, y del teatro porteño en particular, no entra por donde debiera entrar, digamos, por el proceso mental-intelectivo. Es un proceso de intelección que entra por el cuerpo, es una “excitación reflexiva”, como se repite una y otra vez en la obra, una obra que precisamente ex-cita al cuerpo. El teatro de Lang tiene una marca indeleble, el contagio. Parecida a “la peste” de Antonin Artaud, engendrada en el “desencadenamiento de las pasiones” que quiso Georges Bataille, este contagio se esparce por todo el espacio escénico envolviendo al espectáculo desde dentro, como en una enfermedad venérea que no deja de sortear cualquier sistema de anti-cuerpos, como una stasis (“guerra civil”) intestina a cualquier sociedad. Se trata de un lenguaje escénico que inserta la idea a través de la piel, en una suerte de contacto escandaloso y la hace surgir en cada víscera del cuerpo del performer, del bailarín, del músico, del actor, del espectador. La segunda escala está, en este sentido, en señalar cómo “Meyerhold…” desactiva el dispositivo metafísico occidental que divide lo inteligible de lo sensible, la res cogitans de la res extensa sobre cuya división habló René Descartes. En ello, su modernidad lacerante se vuelve tosca y marginal, subterránea respecto de la primacía intelectual del sujeto moderno. Pero hay más. Y este plus viene de la mano del mismo Vsévolod Meyerhold, el director ruso que redefinió la construcción escénica de la mano del constructivismo ruso. Su noción más conocida, la “biomecánica” es el punto de anclaje a partir de la cual Lang puede estructurar el contagio de pasiones que se propone: la máquina. Esto es lo central para pensar: ¿cómo se logra hacer del material sensible que es el cuerpo en escena un sistema de acero y de fuertes engranajes sin perder un ápice de sensibilidad y a su vez construir ahí mismo una reflexión de alto vuelo ontológico? ¿Cómo es que una máquina piensa y padece en un mismo gesto? En la tradición filosófica, hay un concepto de la metafísica aristotélica sobre cuya disputa se han diagramado buena parte de los siglos siguientes: potencia. Potencia que no sólo significa poder hacer algo sino también y en la misma medida padecer algo. Por lo tanto, es una capacidad, una “facultad”, que señala la posibilidad de la acción como de la afección. El averroísmo aristotélico alojó allí al pensamiento, quitando a esta facultad cualquier dominio humano. Pues bien, esta potencia pensante es una condición ontológica, esto es, está inscripta en el corazón de todos los entes (naturales o artificiales) y sin embargo no les pertenece a ninguno en particular. Es ese hilo ontológico el que la máquina “Meyerhold…” tensa en su idea sensible. Es la construcción de una potencia común, de una potencia que no se afinca en ningún ente concreto sino en sus múltiples contactos. La potencia es acá el contagio apasionado de los engranajes de la máquina. Allí se crea la idea, el pensamiento. Pero esta máquina no se solidifica jamás. Se vuelve una fiesta circense, un baile carnavalesco, un ritual profano. Funciona llenándose de deseo, desando. Y ese deseo es precisamente su potencia: su contagio apasionado. Con esto, Lang desmiente la oposición entre la supuesta “naturaleza” de las pasiones y su “construcción artificial”. Las pasiones siempre son artificiales, prótesis sexuadas que se construyen y producen en la máquina y que a su vez producen la máquina. El sujeto es un efecto de la máquina y aquí va una tercera escala, ya que hay en esta pieza una subjetividad teatral que juntando el gasto improductivo batailleano y la biomecánica formalista rusa le declara la guerra a la gestión privada del sujeto neoliberal contemporáneo. Y en esto se abre la cuestión fundamental de “Meyerhold…” Demos un pequeño rodeo para situar esta cuestión. Louis Althusser definió a la filosofía como una guerra de sistemas de ideas “que dispone las tesis como si fueran plazas-fuertes” y a los filósofos como los combatientes que buscan ocupar las posiciones del enemigo donde se “da vuelta a los cañones dirigiéndolos contra el ocupante.” La admiración de Althusser por Spinoza provenía precisamente de este hecho, ya que éste dedicó su entero sistema filosófico a ocupar la posición de Dios siendo desde siempre un ateo. Bien, de Lang y su equipo podemos decir lo mismo. Han ocupado el teatro, primer gran templo de la tradición ontoteológica de Occidente, para redirigir sus cañones contra el adversario y abrir algo así como un “comunismo escénicamente pagano”. Paganismo que lleva las marcas de la antigüedad tardía como del Rinascimento italiano, de las sociedades de masas y de las modas trans. Enarbolando las banderas rusas y la metafísica del “nuevo hombre”, las pasiones de “Meyerhold…” abren un sistema que multiplica los dioses del teatro y los parodia, los reescribe, los ex-cita en una fiesta que deviene una guerra incivilizada de pasiones, o una civilización de pasiones. Por lo tanto, esta máquina es ante todo un arma de asedio y de asalto al templo teatral. Pero también un asalto a la tradición política de izquierda y a sus dioses, transfigurándolos, trasvistiéndolos. Como dijimos, un comunismo pagano que montado en los hombros de Meyerhold reflexiona y ex-cita lo contemporáneo en un grito de guerra que quiere y desea y ama, por último, “el teatro del futuro”. No éste.


sábado, 12 de marzo de 2016


El examen del poder: entre el lápiz y el papel. Notas sobre El examen, de Carlos Rehermann y dirigida por José Luis Arce

por Manuel Ignacio Moyano



I. El secreto de todo poder, el que más celosamente custodia y resguarda, es que no tiene ningún secreto. Todo poder es un simulacro. Este consiste en simular la tenencia de un secreto profundo, alojado atrás de sí, donde se encontraría la lógica de su funcionamiento, la matriz última de su inteligibilidad. Pero no, no lo tiene. Y por eso mismo, todo poder es pura fuerza y algo más, precisamente, el simulacro de ser algo más que la pura fuerza bruta: el simulacro de tener un secreto. El poder funciona “como si” tuviera un secreto inconfesable, ese es su show. Pero ese “como si” constituye un verdadero secreto. El rey está desnudo, Eichmann fue un hombre común y corriente como cualquiera (Hannah Arendt lo supo mostrar), Hitler era ante todo un payaso afeminado. Pero funcionan como si no fueran así, como si en ellos hubiera algo de otro orden, como si en verdad siempre estuvieran más acá o más allá de lo que de ellos podríamos llegar a saber.
Algo similar ocurre con el teatro, el modo artístico que más se le parece a la política y al poder, más allá de cualquier visión naif y espontaneísta del mismo. El teatro simula tener un secreto aunque no lo tenga, y ese es su gran secreto. En verdad, el teatro es eso que pasa ahí y nada más, pero hay algo de otro orden que se cuela ahí mismo, algo del orden del misterio que hace pensar que ahí mismo hay algo más, como sucede en el poder. El misterio del poder y el misterio del teatro coinciden. Sobre esta compleja coincidencia se sitúa de manera excepcional El examen, la última pieza teatral dirigida por José Luis Arce basada en un texto de Carlos Rehermann. En ella, en una atmósfera nacional-socialista, el Jefe domina a Primo, el Fiscal controla y domina al Jefe y a Primo, pero en último término los tres son dominados y controlados por la máquina misma. Es un simple examen lo que pone en evidencia esta dominancia y control.

II. Hay en El examen tres actuaciones magistrales. Los actores dejan todo en escena, pero lo hacen con una absoluta precisión. Logran, y eso es lo que los eleva, una corporalidad y una vocalización tan excesiva como controlada. Y precisamente allí está el tema de lo que “trata” la obra: el exceso y el control. Trata de la administración Nazi, la más absoluta que ha existido en la historia de la humanidad, y de la máquina mortífera que ella fue. La administración no somos nosotros, se dice en un gran monólogo, está encima de nosotros, “¿me explico?” Pero este anonimato, esta pesada fuerza que designa jerarquías donde víctima y victimario son posiciones que pueden ser ocupadas por cualquiera, no vive sino en nuestros cuerpos y voces. El “yo es otro” de Rimbaud señala, en este sentido, la presencia del anonimato invencible en cada una de nuestras singularidades. Un anonimato que nos carcome desde adentro, que nos excede. Y este exceso horada al poder mismo. El poder que examina con su gran ojo (así como el ojo del director nos mira desde el interior de su propia creación), una vez examinado, no puede. El poder, he aquí su gran paradoja, no puede. El gran Mago de Oz es, en realidad, un viejo decrépito e impotente que vive atrás de las cortinas y escondido en el humo de su show. El poder es impotente ante su propio exceso, no puede controlarlo a pesar de que ese mismo totalitarismo controlador ha creado ese exceso que lo desactiva. Y esto mismo pasa en la escena. El cuadrilátero escénico es una máquina administrativa, que pone a rodar los cuerpos y las voces en una disposición ordenada (incluso la improvisación es una administración, precisamente, una administración de la libertad, una coerción a la expresión, que Deleuze supo tan bien criticar). Pero la administración escénica nunca va a poder abolir el azar. “Nadie se baña dos veces en el mismo río”, decía Heráclito. La paráfrasis teatral diría: “Nadie asiste dos veces a la misma escena.” La escena vive de su propio exceso, del exceso que se crea en su ordenamiento. La escena no puede escenificarse a sí misma: no hay meta-escena, toda escena dentro de la escena es simplemente otra escena. La escena, como el poder, se repite incesantemente y en cada repetición difiere al infinito (en la obra, esa repetición diferida se marca en el encuentro entre la imagen teatral y la imagen cinematográfica, bajo un uso preciosísimo del material audiovisual en escena). La escena, como el poder, no tiene un original, es pura differance.
Es este juego propiamente escénico del diferimiento lo que la cuarta pared, por más real que sea, no puede tapar. La obra dirigida por José Luis Arce juega allí, cierra la cuarta pared, para volverla a abrir como en un pestañeo colosal de la gran mirada (sí, la nuestra, la del público, aunque el público está encima de nosotros, “¿me explico?”) y volverla a cerrar. Pero así como lo que hay tras esa cuarta pared no es sino ficción, también esa pared es ficticia y como tal no podría ser sino transparente. En último término, no hay una cuarta pared sino cuatro cuartas paredes.

III. En El examen asistimos a una lucha que es el verdadero motor de la historia, como el de la obra en cuestión, trabajada en unos diálogos de los más beckettianos: la lucha entre el lápiz versus el papel. El primero es la herramienta del poder, unidimensional y fálico; el segundo es el campo del poder, multidimensional y pasivo. El examen implica la puesta en actividad del trazo unidimensional del lápiz sobre la pasividad del papel. Es la misma relación que la de la víctima y el victimario, la del torturador y el torturado. Todo parece indicar que el lápiz es quien gana la partida, el amo absoluto de la relación, pero bien visto es todo lo contrario. El lápiz necesita el papel más de lo que éste a él. El papel se deja impresionar por la dictadura del lápiz, pero nunca se reduce a lo que en él puede escribirse. Todo papel, superficie de inscripción de las letras de la historia, recibe del lápiz su sentido, pero su capacidad de recibir es infinita y ningún lápiz la puede agotar. La escritura unidimensional del trazo del lápiz es fagocitada por la tenaz vaciedad del papel, por su pasividad. La víctima puede sufrir todas las atrocidades y alteraciones imaginables hasta quitarle cualquier atisbo singular, incluso su exterminio en masa le puede tornar extraña su más íntima experiencia como es la muerte, pero lo que no puede quitársele es su capacidad de recibir, su pasividad. Como en el papel, esto le pertenece de manera indefectible y excede continuamente a cualquier trazo que los marque. La víctima y el papel, su pasividad, exceden al poder, lo vuelven impotente.

En último término, el Jefe, el Fiscal y Primo son tan víctimas de la maquinaria teatral del poder como cualquiera de nosotros. Pero el exterminio de la máquina que se “chupa” todo lo que entra en sus engranajes, no deja de atragantarse con la misma pasividad de los personajes y sus “papeles”, ahí mismo, donde está la materia del teatro. El examen, en la dirección de José Luis Arce, logra de manera perfecta colocarnos ahí, en la cosa teatral. Ningún otro lenguaje podría haberlo hecho.