martes, 17 de mayo de 2016

Posturas*

por Giorgio Agamben

*Traducción de Manuel Ignacio Moyano, 2016, para el blog http://escriturasescenicas.blogspot.com.ar/
["Posture", postfascio a Deleuze, Gilles. L’esausto, a cura di Ginevra Bompiani, Roma, Nottetempo, 2015.]

Nacht und Träume de Samuel Beckett.
Obra para televisión de 1982.

En los últimos años de la guerra, mientras estaba internado en un campo de prisioneros, Emmanuel Lévinas comienza a escribir lo que será su primer libro, De la existencia al existente, publicado en 1947. No es fácil medir la novedad y el singular, casi feroz tratamiento que recibe allí la ontología de su maestro de Friburgo, Martin Heidegger. El ser no es más un concepto, es una experiencia sórdida y crepuscular, que se alcanza entre el sueño y la vigilia, en los estados de fatiga e insomnio, en la necesidad y la náusea —y, sobretodo, en las posturas e imposturas del cuerpo. En el cansancio, en el cual la conciencia parece relajarse y casi cancelar su suscripción a la existencia, en realidad también el ser aparece, en un retardo evasivo respecto a sí mismo y como una íntima dislocación. Se ha descoordinado y removido y por lo tanto se me escapa y no alcanzo a aferrarlo: pero lo “hay”. Por ello la fatiga busca reposo en el sueño sin encontrarlo, y se desliza, no obstante, en el insomnio, cuando se vela sin que haya nada por velar más que el hecho brutal de ser-ahí.[1]
“La vigilia es anónima. En el insomnio no soy quien vela la noche, es la noche misma que vela.” El ser no es aquí don, luz, anuncio, apertura: es una presencia repugnante a la cual estoy, sin embargo, irremediablemente asignado, algo que no puedo asumir más que abandonándome en una postura que es también ya siempre impostura. Este estarme constreñido sobre la cama, este mí (no-mío) coincidir integralmente y sin reservas con mi yacimiento, este mí (no-mío) ser nada más que insomne postura: amurado, inclinado, supino, sobre un lado con las piernas fetalmente contraídas —esto y no otra cosa es el ser. Porque es inasumible, puedo solo adosármelo; porque es imposible o mejor brutalmente posible, no puedo decirlo, sino solo yacerlo (“coricare” [acostar, meter en la cama] deriva etimológicamente de “colocar”).
En El agotado[2], Gilles Deleuze, aunque sin dar su nombre, busca ir más allá de la fenomenología puntillosamente descripta por Lévinas. Y lo hace, según la precisa intuición de Ginevra Bompiani, no tanto buscando “de dar cuerpo al pensamiento, sino dar pensamiento al cuerpo, de exponer un cuerpo que lleve impreso el pensamiento en su misma postura.” Esto es, no solo resolviendo, como Lévinas, la ontología, la doctrina del ser, en una doctrina de las posturas, sino buscando una postura que en el careo finito con el ser, agote la posibilidad hasta el fin. El agotado —como los films para la televisión de Beckett que comenta— no se agota de pronunciar esta única pregunta: “¿Cómo se agota una posibilidad, y qué es una posibilidad agotada?”
Se trata, para Deleuze, de hacer las cuentas con Heidegger, una de sus dos bestias negras en filosofía (“Yo soy el único filósofo francés”, amaba repetir, “que jamás ha sido ni heideggeriano ni marxista”). Él sabía, de hecho, que el primero en haber puesto el ser en una postura había sido el propio Heidegger, cuya analítica del ser se abre con la célebre constatación de un implacable yacer: “La esencia del ser-ahí yace [liegt] en la existencia”. El ser-ahí ha sido “arrojado” en el mundo, pero se podría decir que, una vez arrojado, no cae de pie, sino acostado (liegen significa sobretodo “sestar acostado”). En Heidegger, sin embargo, este reposar del ser en la existencia se traduce inmediatamente en un primado de la posibilidad. Que la esencia yazca, esté distendida en la existencia significa que el mundo se abre para el hombre como posibilidad, que todo se le presenta como un posible modo de ser al cual está desde siempre consignado. En cuanto yace —presumiblemente despierto y supino (Heidegger no parece hacer mucho caso al sueño)— en la existencia, el ser-ahí está inexorablemente consignado a la posibilidad: yacer es poder. Si al estar acostado del ser corresponde en este sentido un primado de la posibilidad, ocurrirá entonces imaginar una postura que agote integralmente y sin reservas toda posibilidad. Es decir, distinguir qué cosa se puede todavía hacer cuando todo ha devenido imposible y qué cosa hay también para decir cuando hablar ya no es más posible.
Esta postura es el estar sentado. Deleuze critica —siempre sin nombrar al autor— las tesis de Lévinas sobre el cansancio y sobre su nexo íntimo con el yacer. El cansado parece no disponer de ninguna posibilidad nueva, aunque, en verdad, él ha simplemente agotado la capacidad de poner en acto la posibilidad, no la posibilidad en cuanto tal. El agotado, en cambio, “agota todo el posible. […] Pone fin a lo posible, más allá de todo cansancio, ‘para continuar finalizando’”. Por ello no se le suma el estar acostado: “Acostarse jamás es el final, la última palabra, es la penúltima, y no es menor el peligro de estar lo bastante fresco para, aunque no levantarse, sí al menos darse la vuelta o arrastrarse.” El agotado, como en Nacht und Traüme, resta sentado sobre la mesa, con la cabeza inclinada y apoyada sobre las manos, “manos apoyadas sobre la mesa, la cabeza apoyada sobre las manos”.
¿Qué significa, entonces, sentarse? Aquí el lenguaje viene oportunamente como socorro pare el pensamiento. En las lenguas indoeuropeas, el estar sentado está asociado a la idea de inoperosidad, de suspensión de toda actividad. Del latín sedeo derivan, así, desidia y desidiosus, que significan la inercia, el quedarse sentado sin hacer nada, y sedare, que significa hacer cesar, poner fin a una ocupación o movimiento. Por ello, en el Nuevo Testamente, Cristo se sienta a la derecha del Padre solo cuando cumplimentado la economía de la salvación (“…habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” —Hebreos 1, 3). Cuando es representado en acto de gobernar el mundo, como Pantocrator, Cristo es en cambio representado de pie. Lo mismo vale para el poder profano: en el momento en cual se sienta sobre el trono, el rey está inactivo, inmóvil efigie de la gloria y no del gobierno (con una característica inversión, en nuestro mundo, en el cual todo ha sido invertido, el trabajo está ligado en cambio al estar sentado delante de una pantalla).
El estar sentado es la cifra del agotamiento de toda acción posible, la postura del agotado que ha logrado desalojar al ser de su demora en la posibilidad. Por ello una figura del agotado es, en Delezue, el estudio. Como el estudiante en Kafka o en Melville, “que se sienta en una cámara curva muy baja, con los codos sobre las rodillas y la frente entre las manos”, quien estudia no intenta concluir nada. Como el talmudista (talmud significa “estudio”) explica y revisita las prescripciones de la Torah hasta hacerlas inaplicables, así también el estudioso revuelve y dilapida sus posibilidades de investigación una tras otra, infinitamente. El estudio ha agotado toda posible realización, porque es en sí mismo interminable e inagotable.
¿Cómo pensar, entonces, una posibilidad agotada? No se trata de ningún modo de una posibilidad que haya sido integralmente realizada en el acto y de la cual no queda más nada. Una condición semejante define más bien, lo hemos visto, la condición del cansado, de quien se abandona acostado a su cansancio. Verdaderamente agotado es solo aquella posibilidad que se ha llevado como tal en el acto y por ello no posee más alguna posibilidad de ser puesta en acto y realizada. Es una posibilidad que no precede al acto para agotarse en él, sino que lo supera y perdura más allá de él.
Es posible que en sus incansables y extravagantes lecturas, Deleuze haya entrevisto los tratados de aquellos lógicos medievales que pensaron de modo radicalmente nuevo la relación entre la potencia y el acto, la posibilidad y su realización. Uno de ellos es Roberto Grossatesta, el genial autor de aquel tratado llamado De luce que había ejercitado una incurable influencia sobre Dante. Un primer modo —escribe— en el cual podemos imaginar el cumplimiento (perfectio) de aquello que está en potencia en el acto es cuando esto deja de estar en potencia para devenir un acto perfecto. Pero hay otro modo —a sus ojos mucho más interesante— en el cual la perfección, adviniendo, conserva lo posible en su imperfección (Salvat ipsum in imperfecitone). Por ejemplo algo que puede devenir blanco (albisibilis, “blanquable”): según el primer modo, esta posibilidad se realiza y cumple en la blancura (albedo), de modo que el objeto ya no es más blanqueable, sino solo y definitivamente blanco (album). En el segundo caso, en cambio, la perfección de lo blanqueable se salva en el acto como blanqueable en cuanto tal. No puede sorprender que, como ejemplo de esta posibilidad que se conserva como tal en el acto, Alberto Magno mencione el mimo y la danza: “La evolución circular [volutatio] que cumplen los mimos es la perfección de lo voluble [volubilis significa: ‘que gira’] en cuanto ellos son volubles y la danza de las mujeres que bailan es el cumplimiento de su ser hábiles para la danza y de su potencia de tripudiar y danzar en cuanto potencia [perfectio earum saltabilium sive potentium tripudiare et choreizare scundum quod in potentia sunt]”.
Es evidente aquí que la oposición potencia/acto, posible/real ha sido neutralizada, que, como la obstinada honestidad del estudiante, también la danza de la bailarina presenta una figura del ser que ha agotado verdaderamente tanto sus posibilidad como sus realizaciones. Y, con ellas, también sus posturas —o imposturas. La figura última del ser no es la postura, sino el gesto. Éste no pone ni impone nada —expone solamente. Como en los films de Beckett, en el incesante ir y venir de Quad o en el soñador sentado de Nacht und Traüme, la postura se aleja y disuelve en un gesto. Y como, en el gesto del danzador, lo danzable no deviene jamás algo danzado, así, en el gesto del viviente, lo vivible no deviene jamás algo vivido, sino que resta vivible en el acto mismo de vivir.

Extraído de: http://www.doppiozero.com/materiali/deleuze/posture



[1] El autor utiliza la expresión “esserci”, propia de la traducción corriente en el italiano del Dasein heideggeriano. Por esta razón, empleamos aquí “ser-ahí”, que es la traducción corriente del español para esta figura heideggeriana. [N. del T.]
[2] El texto de Deleuze al que se refiere Agamben se titula L’Épuisé y fue publicado en 1992 por Lés Éditions de Minuit como postfacio a cuatro obras para televisión de Samuel Beckett. En dicho texto, Deleuze emplea el participio épuisé como un sustantivo l’épuisé. En la edición italiana, Bompiani y Agamben traducen al italiano por L’Esausto, que en castellano encontraría su equivalente  más justo en “El exhausto”. Sin embargo, traducimos aquí L’Épuisé por El agotado ya que este término permite asumir la condición de participio y sustantivo que Deleuze le endilga al mismo, asunción que el adjetivo “exhausto” no permite. [N. del T.]

jueves, 12 de mayo de 2016


Cartografiar-se la piel

Reseña escrita por Manuel Ignacio Moyano a partir de las prácticas escénicas desarrolladas en la primer parte de VOLVERSE POLÍTICO. Taller de Actuación y Creación Escénica, coordinado por Silvio Lang y Juan Coulasso en Espacio Roseti, de Abril a Junio de 2016. Docentes a cargo de la primer parte: Lucas Condró y Silvio Lang.


Fotografía de Volverse Político. Taller de actuación y creación escénica.
Ph: Nicolás Salvatierra

En un libro de esos que cortan la respiración, de esos que quiebran la sucesión lectiva con avisos determinantes, con reflexiones limpias, con una sensibilidad lexicográfica enorme, Emanuele Coccia escribe: “Si vivir significa aparecer, es porque todo lo que vive tiene una piel, vive a flor de piel.” (La vida sensible, p. 109) Así, el vínculo ineludible entre vivir y aparecer solo es pensable en el territorio de la piel. Porque ella es el entremedio en el que una vida aparece constantemente. Es el balcón por el que se asoma, cada mañana y cada noche. No hay nada más concreto que la superficie siempre arremolinada de las pieles, superficie donde se inscriben nuestras apariciones —y con ellas, nuestras desapariciones. Es que no hay cuerpo alguno sin piel, porque todo cuerpo al aparecer se (des)cubre en una piel. Y las pieles excitan porque saben retorcerse en el juego erótico: el de la aparición y desaparición simultánea, el del Fort-da freudiano (acá está/acá no está). En la piel, uno se encuentra y se pierde, se siente y se performa. En ella, todo es exploración, cartografía.
Borges amaba los tigres por su piel: sabía que allí había mapas escondidos. Pero nunca entendió que toda piel, la de cualquier viviente, esconde un mapa. Pero un mapa particular, un mapa que sólo es legible cuando la piel se mueve, cuando el cuerpo del que es parte entra en movimiento. Porque en verdad toda piel es un tatuaje que sólo se deja leer en movimiento, o bien en la dialéctica sin fin de lo que mueve al movimiento —como el tigre que solo encuentra su legibilidad cuando ataca, cuando en el instante del acecho su piel se eriza ante la presa. La piel cartografía, en sentido activo, cartografía con una tinta que siempre deja marcas indelebles pero también borraduras invisibles, los acontecimientos de un cuerpo. Y ella, en tanto escritura del presente, imagen de las apariciones, es siempre tridimensional. Es un cuerpo, es el espacio y es la relación temporal entre un cuerpo y un espacio. Y porque el tres es el verdadero número de la comunidad, toda piel comunica. En ella se arruga la historia, o bien eso que llamamos bio-grafía —la escritura de una vida...
Pero seamos más precisos. Ella es lo que impide la circularidad perfecta entre el adentro y el afuera del cuerpo, de cualquier cuerpo. Es decir, solo porque hay piel, y por eso pliegues, es que todo círculo se convierte en una elipse. La elipse ha sido considerada históricamente una forma imperfecta de la circunferencia ya que para trazar-se necesita tres puntos de anclaje (un centro y dos puntos equidistantes respecto del mismo, por ello los geómetras la llaman “círculo en perspectiva”, cuyo trazo produce una excentricidad mayor a cero) mientras que la circunferencia sólo dos (un centro y un punto a partir del cual tejer su radio, donde la excentricidad es igual a cero). Por ello la perfección del compás no puede con las elipses, para poder con ellas debería deformarse y caminar en tres patas. La piel es esa tercera pata: el lugar de la deformación temporal del cuerpo y el espacio, el devenir elíptico de la perfección esférica.

La elipse como sombra de la esfera, o bien como círculo en perspectiva.

En consecuencia, la piel es un territorio y también un mapa, una cartografía en construcción infinita. En ella repercute el travestismo infinito entre el afuera y el adentro de cualquier cuerpo, ella es la tridimensionalización, si se nos permite la expresión, del cuerpo pero también del espacio. Es lo que pone en contacto, o mejor, es el contacto —lo que toca y en ese tocar, se toca y es tocada; contacto absoluto. Alcanzar la piel, replegarse en la piel, desplegarse desde la piel es la geometría del aparecer. En ella, en su movimiento elíptico, la verticalidad es desbaratada en una inclinación, en una declinación que siempre pide más, que hace trastabillar la erección del sujeto moderno en una caída sin fin que ataca cualquier pretensión soberana. Si, como avisa Lucas Condró, “en medio de la caída está la danza” (Asymmetrical-Motion. Notas sobre pedagogía y movimiento, p. 32), la piel es lo que permite caer e inclinarse, lo que en definitiva permite bailar —la piel es el abismo. Porque en ella todo es movimiento, interno y externo, macro y micro; en ella todo es sensación y también acción. Llegar a la piel es llegar a la barca que pliega los gritos oceánicos, ahí donde todo se mueve y es movido, ahí donde Poseidón piensa. La piel, o el modo en que una cartografía se convierte en una práctica, en un mover-se. La piel, o volverse ex-timo, excéntrico. La piel, o la puntuación, o la temporalización del cuerpo y del espacio.

*

Pero la piel también es la guerra. También es el umbral que prefieren las cuchillas, por donde siempre saben entrar. Pero entrar para quedarse en la forma de una herida, de una cicatriz. Es que nunca hubo nada más allá de la piel. Como una cebolla, la piel tiene capas que conducen solo a un vacío. No hay corazón, no hay centro. Hay piel, y sus capas. Capas que se incrustan unas sobre otras, como en la cebolla, elípticas. Para algunos arqueólogos no hay más que capas, y sus pliegues. La profundidad de la piel, esa profundidad que un beso sabe comprender, siempre es oblicua, diagonal. Jamás recta. Se es profundo juntando capas sobre capas, sin ir más allá ni más acá, sino, como el paso de la embriaguez, de un lado para el otro, zigzagueando. Capas montadas sobre capas, indiferenciándose, anudándose, montándose —un montaje de capas, una montonera, un montón: la piel. En ello radica la potencia de los cuerpos, en el amontonamiento de capas que solo existen para afectarse las unas a las otras. Afección que siempre es práctica de deseo. ¿Y lo que no desea? Lo que no desea no existe, porque en última instancia desea desear. Afectar y ser afectados, desearse. Incluso en la guerra, sobre todo en la guerra. Y comprender que las capas plegadas las unas sobre las otras —pliegues que exigen un minucioso trabajo de hallazgo y cuidado— son refugios, puestos de avanzada donde enclavar guardias de rizos dorados y pieles azules. Guardias ocupados en dibujar con sus miradas el espacio de sus cuerpos, de los cuerpos en sus cuerpos y de los cuerpos en el espacio. 
Pero también saber desprenderse. Saber que vivir a flor de piel exige la reconstitución de los tejidos y el desprendimiento de la piel seca y muerta. Saber atravesar la melancolía de la piel, sabiendo que esa piel que ahora se desprende deja la marca indeleble de su ausencia. Porque la piel existe pragmáticamente, como cualquier epidermis, variando, mutando, cambiando-se. Esta pragmática de la piel es su potencia, potencia que no es la mera asociación de dos cuerpos definidos previamente sino la materialidad común de esos cuerpos que permite cualquier tipo de sociedad. Es que potencia es la materia de la que están hechos todos los cuerpos, potencia que es receptividad, y que es siempre productividad. La piel es el registro primero y último de esta materialidad, ahí donde bailan los fantasmas del pasado con los llantos del futuro. La filosofía árabe llamó a todo esto intelecto único y separado. Marx lo nombró General Intellect. ¿Dónde buscarlo? En la piel, ahí donde, como dijimos, todo es sensación y acción. Porque la historia ha acusado a la piel por lo que esconde, debemos ahora pensarla por lo que entrega.

Cartografiar-se la piel, por lo tanto. Cartografiarla para afectar y ser afectados, pero fundamentalmente para verificar la posibilidad de la afección de los cuerpos. Porque en esa verificación, no de este o aquel afecto, sino de la afección en sí, en esa verificación todos los afectos se trastocan —se tocan entre sí y se encienden en lo que los hace común e iguales y así mutan. Como en una estampida de toros salvajes, donde lo que importa no es la forma de cada uno, sino la potencia de sus formas. Es ahí donde emerge un cuerpo escénico que ya no representa, ya no se trascendentaliza en otro contexto superior más allá de su puro aparecer. Aparecer que en verdad es siempre un estar apareciendo, lo cual implica también un concomitante estar desapareciendo, porque es un proceso sin fin. Como la gracia de un gesto, de un verdadero gesto: aparecer y desaparecer en un mismo instante. O como la gracia de una sonrisa cómplice y lejana: nunca sabremos si la vimos o no, y en esa duda radica su magia. Aparecer para vivir: esto es la escena, esto es la vida. Entonces, toda cartografía es vital