Sobre “Diarios del odio”, indagación escénica de
ORGIE, dirigida por Silvio Lang y basada en el poemario homónimo de Roberto
Jacoby y Syd Krochmalny
por Manuel Ignacio Moyano
...la poesía no se impone, se expone.
Paul Celan.
Paul Celan.
…a la irrupción del “cinismo” al nivel de la
conciencia política se corresponde la irrupción de las “estéticas de lo
explícito” a nivel de la conciencia estética contemporánea. En ambos casos, hay
una “desnudez” que si antes era una tarea de la crítica hoy resulta asumida
como forma de gobierno.
Luis Ignacio García, El trono vacío de la
imagen. Del montaje a la medialidad.
I. ¿Puede la violencia ser estética? La pregunta está mal formulada.
¿Cuál es la estética de la violencia, su instante “artístico”? La pregunta
sigue mal. ¿No es toda violencia un acto subliminalmente estético, un acto que
parte y reparte lo sensible según ordenes desordenantes? ¿No es acaso estético
el momento en que el estado de excepción deviene la regla? Tomemos la imagen
más fulminante de la violencia humana del siglo XX y del estado de excepción
hecho la regla de “visibilidad” general: el hongo de humo y polvo producido por
el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima.
Bomba atómica arrojada en Hiroshima, Japón.
Decimos “Hiroshima” y surge, instantáneamente, esa imagen que
nos deja mudos y en el estupor, absortos ante su magnitud donde,
paradójicamente, escuchamos, oímos un rugir tremendo a pesar del silencio. Es
solo una imagen muda, la vemos, pero al hacerlo todo ruge y calla a la vez,
todo se llena de ruido y de silencio. La bomba atómica, el hongo de humo y
polvo que fue la distintiva de un método, el “hombre”, la marca distintiva del
método “humanismo” que quiere producir —vaya aquí su paradoja esencial—, que
quiere producir al hombre desde el hombre, suponiendo entonces que cada hombre
es un no-hombre que debe ser humanizado a
cualquier precio, esa misma bomba que quiere fundar al “hombre” es y
seguirá siendo, en cada “hombre”, un hecho estético de primer orden, una “Hiroshima”
ante la cual cedemos no solo política sino también estéticamente. No
necesitamos saber nada al respecto, ni de la segunda guerra mundial ni de
Estados Unidos ni de Japón, solo necesitamos estar ahí, ante el hongo, ante la
bomba en nuestra cabeza cada vez que decimos “Hiroshima”. ¿Y entonces? ¿Y
entonces qué le queda al arte, qué le queda a la política, a la ética desde que
el horror puede ser, y lo es,
un hecho estético fundamental? Digámoslo fácil: nos queda Hiroshima, mon amour. Nos queda la belleza ungida en los
restos del desastre estético, siempre estético. Nos quedan Alain Resnais y
Marguerite Duras, filmando y escribiendo sobre el amor allí mismo, en medio del
desastre de la estética, en el desastre de la estética encamada con la razón técnica.
Digámoslo más fácil: en medio del horror nos queda el amor, no nos queda otra,
mi amor, no nos queda otra. En Hiroshima, mi amor, solo podemos amarnos para
sobrevivir, es la única que nos queda.
Hiroshima, mon amour, film de Alain Resnais.
II. El 18 de marzo de 2017, el presidente argentino Mauricio
Macri sube a su cuenta de Facebook una imagen similar a la que veríamos desde
1959 con Hiroshima, mon amour,
una imagen de un gesto de amor en medio del horror. El presidente, o más bien
esa función algorítmica llamada “red social” en que ha devenido la investidura
presidencial, decide subir esta imagen en medio del conflicto con los docentes
argentinos quienes, a partir de sus reclamos por mejorar su condición salarial
ante las políticas de ajuste del gobierno y las altísimas tasas de inflación
que han deteriorado su capacidad adquisitiva, decidieron realizar paros y
huelgas para luchar por sus derechos. La decisión presidencial está orquestada
hace rato: es el cinismo en primera persona.
Facebook de Mauricio Macri.
El acto de poner esa imagen, en medio de una disputa salarial, el acto
de ponerla para su circulación masiva en las redes sociales, para provocar la
reacción de las izquierdas, para instaurar en medio del reclamo y la huelga una
posición moral que juzga al “paro” desde su disposición a “no parar”, abre la
moral del gobierno: la culpabilización.
#Yonoparo fue el hashtag para contrarrestar “ciudadanamente” el paro
general llevado a cabo por la CGT el día 8 de abril. #Yonoparo que decía #yoséquetodoestámalperosigo. Y sigo porque hay que seguir, porque sino a este
país no lo levantamos más. Se asume la culpa del “ser argentino”, pero hay que
seguir. ¿Cómo? Acusando la “argentinidad”, la “avivada criolla”, la vagancia de
los otros, los “argentinos”, los “peronistas”, los “kukas”. #Yonoparo se
escribía junto a las selfies que los empleados se tomaban en ese lugar de
trabajo al que quisieran faltar todos los días, con esos compañeros que no
soportan, con ese jefe idiota que los había pasado a buscar por sus hogares ante
la falta de transporte público. #Yonoparo escribían en las redes, #Yonoparo
replicaban los diarios y reproducían las selfies de los empleados, no los
honestos, pues nadie lo es, sino de aquellos que a pesar de su culpabilidad
querían cambiar, que cambiemos, querían que cambiemos y, como se sabe, el
cambio comienza en casa, allí donde nosotros todos somos culpables, sí, porque
incluso también Mauricio es empresario pero quiere hacer las cosas bien, sí, es
millonario pero quiere que cambiemos, es culpable pero quiere seguir. Las
imágenes cínicas son propias del dispositivo moral con que se nos gobierna.
Robar la imagen de Hiroshima y los gestos de amor tejidos en medio de los
restos, robarlas para oponerse al huelguista que “para”, robarlas para antecederlas
de un discurso moral se ensambla, sin embargo, con aquellas otras imágenes que
el gobierno “no para” de arrojar, las imágenes de la represión.
Aclaremos esto: el moralismo culpabilizante posibilita tanto aquellas imágenes
que utilizan las únicas imágenes dignas de la historia como aquellas del
terror. “Algo habrán hecho”, “algo hacen”, el Indio Solari es el culpable
principal. Y así… La culpa es el dispositivo que permite ser moral y violento a
la vez, la culpa es la dimensión moral de la estética de la violencia.
III. “Hay que ver en el capitalismo una religión, es decir, el
capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones,
suplicios, inquietudes, a las que daban respuesta antiguamente las llamadas
religiones.” La afirmación corresponde a Walter Benjamin y entre los varios
rasgos con que caracteriza a esta religión, nos señaló uno que se entronca de
lleno con el moralismo macrista que nos gobierna: que el capitalismo “es,
probablemente, el primer caso de un culto no expiante, sino culpabilizante.” En
una palabra, un culto en cuya práctica se produce una culpabilización imposible
de expiar. Y por ello mismo, un culto que no apunta a la liberación sino a la
culpabilización. Habría que decir que el macrismo logra la síntesis
imposible: en la culpabilización encuentra la liberación, en el odio la
emancipación. Combina así dos regímenes de imágenes diversos, aquellos de
la bondad moral y aquellos de la destrucción, el humanismo y la represión. El
rostro humano y la bota militar, los ojos azules y el garrote policial pueden
ir de la mano puesto que en su conjunción producen un efecto moral-jurídico
bien concreto: la culpabilización. Se trata de dos planos escénicos que se
articulan en un mismo efecto moral.
Nuevo modelo antidisturbios de la policía.
Represión a docentes argentinos por la orden de Mauricio Macri.
Entendámonos: el macrismo (o bien, el neoliberalismo) es una máquina
bicéfala que se sintetiza estéticamente en la producción de imágenes contradictorias,
aquellas de la buena moral y aquellas de la violencia. Pero, y aquí va su
especificidad, la primera ya no trata de "ocultar" la segunda como
antaño, en una suerte de “doble” moral. El macrismo es el régimen de la
explicitud, el régimen donde la violencia represiva se convierte en una
posición moral. Y si decimos “explicitud” nos estamos
refiriendo a una estética puntual: aquella que invierte todo su poder en
producir imágenes que sepan encontrar un montaje entre mundos que antes se
distanciaban, el mundo de la paz y el mundo de la guerra. La culpa sella, en
una única moral, el régimen de la violencia y del odio con aquel de la bondad y
la paz. El odio aquí está justificado porque tiene una dimensión pacífica.
¿Y entonces? ¿Qué nos queda cuando Hiroshima e Hiroshima, mon
amour pueden convivir cínicamente en el azul de dos ojos
fotoshopeados? ¿Qué nos queda en el arte, en la política, en la ética desde que
el horror puede ser, y lo es, una posición moral y bondadosa? Es
quizás el peor régimen de todos porque culpabiliza a tal punto que cualquier
resistencia a ese régimen le da fuerzas y lo abastece. Especifiquemos: si uno
se opone a esa política represiva, uno queda conminado a no ser más que aquel
que “para”, que no quiere cambiar, que no se inscribe en ese cambio que todos
necesitamos para ser mejores, entonces uno tiene que ser reconducido,
reprimido, llevado a cambiar, pero no tanto para lavar las culpas sino para
asumirlas, para saberse culpable. Pero, y aquí va lo esencial,si uno ya es
culpable, el otro también lo es, y por eso lo puedo odiar, porque culpa de
él así estamos, vagos que no quieren laburar, choriplaneros, argentos, negros
de mierda y así... Una “cadena de traducciones”, los poemas del odio… El punto
es que a este dispositivo culpabilizante cualquier resistencia le viene
bien, lo abastece así como cualquier gesto de amor puede serle
útil, puesto que le da forma “humana” a esa culpa. ¿Y entonces? ¿Qué nos queda?
¿Qué le queda al arte, a la política, a la ética desde que todo lo suyo, sea
dulce o violento, desistente o resistente, es útil para el régimen, es materia
prima para su estética?
IV. Dos planos escénicos componen, y retengamos esta palabra
puesto que allí estará todo, “com-poner”; dos planos componen la indagación
escénica de ORGIE en torno a Diarios del odio, el poemario que
Roberto Jacoby y Syd Krochmalny escribieran interviniendo los comentarios que
los lectores de los diarios La Nación y Clarín dejaban en las notas digitales
que ellos publicaban en la década K. Por un lado, una banda de música pop
evangélica, llamada “Los ángeles de Rawson”, que cantan y recitan casi
paródicamente los poemas del odio. Por el otro, una veintena de cuerpos
uniformados en su desnudez, en su corporalidad sedienta y administrada por un
sistema de colores incandescentes: el rojo, el negro, el gris —y su borroneo
por la transpiración. Los “ángeles” cantan dulcemente el odio, los cuerpos lo
padecen. No hay representación (¡gracias!), sinocomposición. Cada
poema es una hermosa canción, contagiosa, que invita a bailar mientras recita
lo peor. Primera paradoja. Nos endulzamos en el medio del odio, nos reímos en
medio del asco, las leyes de la armonía musical (¡gran trabajo compositivo de
esa banda! Con una hermosa anfitriona, dulce y femenina, con hermosas voces
angelicales acompañando a esa anfitriona, con hermosas bases y con una guitarra
hermosa también, como si el régimen del odio no fuera sino hermoso),
esas leyes apolíneas de la armonía musical largan lo peor (¿o lo mejor?): el
odio hecho poema. Nuevamente, el régimen de la explicitud: ángeles y demonios
en un mismo tono, un mismo ritmo. Y los cuerpos que se diseminan en el campo de
batalla padecen ese mismo tono, ese mismo ritmo. A pesar de que quizás la
lectura que se ha ofrecido en la sinopsis de la indagación vaya en otro
sentido, como también las imágenes que circularon en su difusión, aquí creemos
que ambos planos se componen mutuamente y no se diferencian en lo más mínimo.
Veamos esto.
Los ángeles aparecen vestidos en su blancura sobre una tarima, los
cuerpos ennegrecidos por el barro y enrojecidos por los golpes y los roces de
una desnudez incipiente. Y sin embargo, los ángeles cantan y alaban el odio
mientras los cuerpos se tocan, se encuentran, se dispersan y reconcentran,
dibujan un ritmo, una convivencia, una supervivencia. Y no solo eso, sino que
cada uno de esos cuerpos es un “vecino” invitado por los ángeles para cantar un
poema, para ser partes de la armonía del odio. Los cuerpos de la batalla se
convierten en socios de los ángeles, se coronan campeones de la armonía y la
dulzura, cantan los poemas. Nueva paradoja: la dualidad escénica se trafica
constantemente. Los vecinos que linchan a los cuerpos y que no son sino esos
cuerpos, son los mismos que cantan alegremente por las mañanas contra los
kirchneristas, las madres y las abuelas de Plaza de Mayo, contra los negros,
los chorros, los otros. Entre los soldados y los ángeles hay un continuo ir y
venir —precisamente como en la teología cristiana, donde los ángeles no son
sino los soldados de Dios, sus enviados. El campo de batalla donde los cuerpos
padecen es la continuación del canto angelical por otros medios. Nuevamente,
una com-posición, un poner que junta dos. Un mismo
prefijo, “cum” de com-unidad, extraído del com de com-poner, un ir mínimo de a
dos. Puesto que incluso en el odio el Otro es necesario, aunque sea para gozar
con su rechazo, puesto que incluso el odio necesita com-unidad, puesto que de
allí nace y no se soporta ni siquiera a sí mismo. Hasta aquí la indagación
escénica sobre Diarios del odio no hace otra cosa sino emular
(claro que paródicamente y “críticamente”) la sociedad macrista: tejer un mismo
régimen con imágenes angelicales y bélicas a la vez, tejer un régimen tan
apolíneo como dionisíaco, tan ordenado como desordenado, otra vez, la
excepción hecha regla.
Los "Ángeles de Rawson", de ORGIE.
Cuerpos que padecen, ORGIE.
Pero, lo sepa o no, ORGIE realiza un segundo movimiento mucho más
interesante y potente. ORGIE abre, en medio del campo de batalla y del coro
angelical, abre un gesto. ¿Qué es el gesto? Lo digamos de una: el
gesto es el momento singular en que un cuerpo se ex-pone, es decir,
sale fuera de sí y se hace imagen, deja “su” posición y se de-pone en los
otros. ORGIE y su indagación escénica sobre el odio nos regala, nos dona,
imágenes, muchas imágenes. Momentos de pilas humanas, torres que en su lentitud
maravillosa se sostienen y componen otro tiempo, sistemas de implicación e
intensificación de los cuerpos en el vibrar de los contactos, un conjunto de
zapatillas dejadas en medio del campo de batalla que hacen aparecer los mismos
cuerpos fantasmáticamente, en su ausencia aun cuando estén allí al fondo, en
una nueva pila de cuerpos contorsionados, una nueva composición, un ir y venir
de esos “vecinos” en caminatas mariconas y tremendamente bellas, un contacto,
un tocarse, un padecerse mutuamente que más allá de la violencia, y sin
embargo en medio de ella, abre un devenir, una coreo-a-grafía,
una resonancia donde las voces armonizadas de los ángeles ya no son un simple
“tapar” la guerra sino más bien el motor por el cual los cuerpos se aman, se
vuelven amables, se implican mutuamente, se com-ponen, se armonizan
sin sintetizarse. Una ontología acuática, modulaciones de las intensidades,
composición, formas formantes y deformantes, re-formas y más formas. No se
o-pone aquí, como se suele creer, la fuerza y la forma, el caos y el orden,
sino que ocurren en inmanencia, como en un gesto, una mirada, un instante. El
campo de batalla ya no se impone, como si viniera una fuerza-forma de fuera, se
ex-pone, se com-pone, se repone y abre posiciones que no tienen moral, que no
son claras, que no son pulcras y “autónomas”, posiciones de cuerpos, cuerpos de
posiciones, con otros, entre otros, y en la batalla, y en el campo de batalla
de repente, en medio del barro de repente crecen flores, cuerpos como flores,
maricones, femeninos y bellos, y entre los uniformados de repente crecen
singulares, rostros sin marketing, y entre los odios crecen amores.
Los cuerpos se ex-ponen, se desprenden de sí, se desprenden de la masa y se
forman grumos, pequeños grumos que ralentifican la velocidad de las redes, que
muestran un pie, un torso, una dentadura en medio del campo, en medio de la
batalla, en medio de la caída. Y si, como escribió Lucas Condró, “en medio de
la caída está la danza”, entonces, entonces lo que le queda al arte, a la
política, a la ética es la exigencia de convertir la guerra en una danza,
convertir el cuerpo en un gesto, ejercer en medio de la violencia una
com-posición de cuerpos ex-puestos, es decir, lo que queda en medio de la
estética de la violencia, lo que todavía nos queda es abrir imágenes —y
así, imaginaciones. Y entonces, si la estética es el modo en que la
violencia se impone, la imagen gestual será el modo en que ella se depone y
expone, el modo en que se vuelve amable. Solo así podrá pensarse un
cuidado de los cuerpos, un momento en que decimos “PAREMOS”, nos estamos
matando, necesitamos cuidarnos, necesitamos componer algo que no sea puro golpe
y patada, pura o-posición. En eso se precisa, a nuestro entender, la potencia
de ORGIE: en haberse percatado que debían cuidarse, en haberse implicado en
convertir los golpes y las patadas en gestos, en exposiciones de cuerpos, en
imágenes. No nos queda otra, mi amor.
La estética de la violencia, con su doble faz, humana y terrorífica,
explícitamente humana e inhumana a la vez, cínica, nos quiere siempre en el
lugar de la o-posición, de la contra-violencia, en el golpe y la patada para
ejercerse de allí, para que nuestra resistencia sea su input. En medio de esa
demanda de odio, suya tan suya, son los gestos, las exposiciones de los cuerpos
—sus imágenes— las que pueden com-poner-se en una comunidad ya no de culpables
ni culpabilizantes sino de inocentes. Pero, una vez más, no se trata de oponer
la inocencia a la culpa, sino más bien de componerla en medio de ella, hacer
crecer la flor azul en medio del campo y sus restos. Otra vez, Hiroshima,
mon amour.Puesto que sí, podrán robarnos los gestos y entretejerlos con sus
garrotes y botas militares y convertir así las víctimas en victimarios, pero no
van a poder jamás exponerse y deponerse en una composición gestual.
Última disquisición: esto implicará, entonces, asumir que el “vitalismo” nunca podrá ser constituyente, “autónomo” (donde el elemento “nómico” como “fundación” jamás es puesto en duda), sino puramente gestual, imaginación, amor que no es ni fálico ni contra-fálico, vitalismo de la exposición. Entonces, ¿no habría que tamizar la posición autonomista imperativa, incluso del “ORGÍE”, y com-poner-se más bien en un gesto que se diluye entre las posiciones hasta diluirlas a ellas en una orgía sin reinas pero también sin colmenas?
Última disquisición: esto implicará, entonces, asumir que el “vitalismo” nunca podrá ser constituyente, “autónomo” (donde el elemento “nómico” como “fundación” jamás es puesto en duda), sino puramente gestual, imaginación, amor que no es ni fálico ni contra-fálico, vitalismo de la exposición. Entonces, ¿no habría que tamizar la posición autonomista imperativa, incluso del “ORGÍE”, y com-poner-se más bien en un gesto que se diluye entre las posiciones hasta diluirlas a ellas en una orgía sin reinas pero también sin colmenas?
Cadena sensible, composición de ORGIE.
Cuerpos en contacto, composición de ORGIE.