por Manuel Ignacio Moyano
“Tengo esta locura, mamá, de
arrancarme los ojos y el corazón cuando el deseo me hace perder la conciencia.
Calláte barroca. No seas chancha querés. ¿Te llamó, al menos? ¿Te consoló? ¿Te
dijo te amo? Ni siquiera. Y vos gimoteando de arrancar no sé qué cosa y de la
conciencia.” Esta suerte de monólogo a dos voces es lo que se lee hacia la
mitad del libro La débil mental, de
Ariana Harwicz. Un libro, insisto, donde el monólogo y el diálogo, esto es, lo
uno y lo distinto, pierden sus límites y se funden letalmente. La hija y la
madre, dos voces en una, una voz sobre la otra, ahí está la gran cuestión que
teje sin pudor Harwicz en su libro. Asistimos así a una novela de una atmósfera
amniótica donde “una neblina venenosa” no deja ver más que una madre
desquiciada absorbiendo en su deseo a su hija, también desquiciada e igual de absorbente.
Como si las bocas de ambas se encargaran de absorber con el cuerpo el líquido
uterino que las desquicia —el alcoholismo que atraviesa el relato es un
epifenómeno de esta situación acuosa. La débil mental entonces deviene, antes
que nada, una con/fusión elemental entre madre e hija, una gozosa y dolorosa superposición
de sus deseos. Lugar: un bosque afuera de la ciudad. Tiempo: indeterminado. Lo
único que importa, y acá se aprecia el anti-realismo de la novela, es ese
compuesto de deseos anudados. En una primera lectura, la narración es
asfixiante, el deseo materno parece absorber todo, fundamentalmente a su hija,
hasta dejarla sin entidad propia. Sin embargo, creo que el movimiento que se
plantea es más interesante que señalar una asfixia o un vínculo letal. Las
escenas se van amalgamando con una violencia estilística (las imágenes,
metáforas, descripciones siempre pegan lo más abajo posible) que se hace eco de
la violencia umbilical entre esa madre y esa hija, y en esta violencia todo
parece ser asfixiante y trágico, parece no haber salida. Pero la genialidad de
Harwicz está en no querer escapar de ese corral de voces letales entre madre e hija
(en forma de reproches, insultos, intromisiones impúdicas, violaciones, etc.) sino
en radicalizarlo, en ir hasta el fondo y convertirlo en una potencia
desgarradora. Es bajo este entendimiento donde puede apreciarse la excelente adaptación
teatral que hizo Paula Herrera Nóbile en la obra homónima que se lleva a cabo
en Granate Espacio. Sin banalizar la relación madre/hija y sin perder de vista
que se define por la violencia deseante y dolorosa que las marca y excede, la
puesta teatral avanza en la misma dirección que la novela, es decir, hacia
abajo. Como si dijéramos, cavan más el pozo al que están arrojadas como dos
chanchas. Tanto los recursos empleados para la escena (un constante armar y
desarmar las escenografías, giros musicales y cinematográficos, etc.) propios
de lo que se nombra genéricamente como “teatro posdramático” como las
actuaciones están ejecutadas en este ir a fondo. La exuberancia de las
actrices, Paula Herrera Nóbile como madre y Fiamma Carranza Macchi como hija,
no es simplemente un trabajo de “representación”, de acomodamiento al texto, de
“construcción de personaje”. Se nota un tocar a fondo el cuerpo, un ir hasta bien
abajo con las vísceras y la sexualidad, cavar en lo más bajo para que en la escena
salga el líquido viscoso de ese deseo femenino reduplicado, que salga lo
pulsional. Sororidad primera: no madre “e” hija, sino madre/hija, una cópula
voraz, como una serpiente de dos cabezas. Acá es donde se corporeiza la obra,
un teatro corpóreo no porque “físico” sino porque deseante. Y es acá también donde
el vínculo se convierte en una alianza. ¿Contra quién? No queda otra: contra
los idiotas, o sea, contra los varones. La figura del varón es central en la narración
de Harwicz. Siempre aparece bajo la marca de la ausencia, la falta, lo borroso,
lo que estuvo y no está. Casi como el paraíso perdido, ellos son el primer
lugar en que surge la tragedia de estas mujeres. Son abandonadas por aquello
que más desean, el varón. Están atrapadas ahí. Desean a los idiotas (recurso
excepcional de la puesta en escena: una risita varonil emulando la risita boba del
varón sentado en la tercera fila, o sea, yo). La obra logra de esta forma
encarnar genialmente la mezcla entre idiota e incógnita ausente que tiene el
varón en la novela. La madre fue abandonada por el padre de la hija, y ésta
tiene una relación con un hombre casado que, encima, va a ser padre. Ellas
están acorraladas por ese objeto varón que falta, y en ese corral sus deseos se
comen entre sí. El desenlace genial de la novela, y que la obra encarna muy
bien, no busca salir de ese corral, sino de hacer lo que hacen las mejores comedias:
meter todo en el mismo lugar y salir por abajo. Como si dijeran, vos nos dejás
así, abandonadas y calientes, como dos chanchas acorraladas, okey, entonces nosotras
te metemos acá, en nuestro chiquero, en la voracidad del corral y te comemos
con el calor de nuestro deseo. Casi en un festejo de canibalismo latino, las
dos personajes, devenidas y asumidas ya como chanchas, se entregan de lleno a
la voracidad violenta de su deseo duplicado. Como si se hubieran apropiado de
toda la violencia soportada en vida (hacia ellas y entre ellas), ahora no
pueden parar, quieren más. No se trata entonces de volver al paraíso perdido,
sino de hacerlo explotar. “Estamos enteras y ensangrentadas. Que explote todo,
destruirlo todo, dice mamá y todavía quiere más.” Un riesgo teatral muy bien
logrado: no “actuar” el deseo, sino encarnarlo hasta que el cuerpo exceda
cualquier idea de “personaje” y no sea más que puro exceso.