Cartografiar-se la piel
Reseña escrita por Manuel Ignacio Moyano a partir de las prácticas escénicas desarrolladas en la primer parte de VOLVERSE POLÍTICO. Taller de Actuación y Creación Escénica, coordinado por Silvio Lang y Juan Coulasso en Espacio Roseti, de Abril a Junio de 2016. Docentes a cargo de la primer parte: Lucas Condró y Silvio Lang.
Fotografía de Volverse Político. Taller de actuación y creación escénica.
Ph: Nicolás Salvatierra
En un libro de esos que cortan
la respiración, de esos que quiebran la sucesión lectiva con avisos
determinantes, con reflexiones limpias, con una sensibilidad lexicográfica
enorme, Emanuele Coccia escribe: “Si vivir significa aparecer, es porque todo
lo que vive tiene una piel, vive a flor de piel.” (La vida sensible, p. 109) Así, el vínculo ineludible entre vivir y
aparecer solo es pensable en el territorio de la piel. Porque ella es el
entremedio en el que una vida aparece constantemente. Es el balcón por el que
se asoma, cada mañana y cada noche. No hay nada más concreto que la superficie
siempre arremolinada de las pieles, superficie donde se inscriben nuestras
apariciones —y con ellas, nuestras desapariciones. Es que no hay cuerpo alguno
sin piel, porque todo cuerpo al aparecer se (des)cubre en una piel. Y las
pieles excitan porque saben retorcerse en el juego erótico: el de la aparición
y desaparición simultánea, el del Fort-da
freudiano (acá está/acá no está). En la piel, uno se encuentra y se pierde,
se siente y se performa. En ella, todo es exploración, cartografía.
Borges amaba los tigres por su piel: sabía que
allí había mapas escondidos. Pero nunca entendió que toda piel, la de cualquier
viviente, esconde un mapa. Pero un mapa particular, un mapa que sólo es legible
cuando la piel se mueve, cuando el cuerpo del que es parte entra en movimiento.
Porque en verdad toda piel es un tatuaje que sólo se deja leer en movimiento, o
bien en la dialéctica sin fin de lo que mueve al movimiento —como el tigre que
solo encuentra su legibilidad cuando ataca, cuando en el instante del acecho su
piel se eriza ante la presa. La piel cartografía, en sentido activo,
cartografía con una tinta que siempre deja marcas indelebles pero también
borraduras invisibles, los acontecimientos de un cuerpo. Y ella, en tanto
escritura del presente, imagen de las apariciones, es siempre tridimensional. Es un cuerpo, es el espacio y es la relación temporal
entre un cuerpo y un espacio. Y porque el tres es el verdadero número de la
comunidad, toda piel comunica. En ella se arruga la historia, o bien eso que
llamamos bio-grafía —la escritura de una
vida...
Pero seamos más precisos. Ella es lo que impide
la circularidad perfecta entre el
adentro y el afuera del cuerpo, de cualquier cuerpo. Es decir, solo porque hay
piel, y por eso pliegues, es que todo
círculo se convierte en una elipse. La elipse ha sido considerada
históricamente una forma imperfecta de la circunferencia ya que para trazar-se necesita tres puntos de anclaje (un
centro y dos puntos equidistantes respecto del mismo, por ello los geómetras la
llaman “círculo en perspectiva”, cuyo trazo produce una excentricidad mayor a
cero) mientras que la circunferencia sólo dos (un centro y un punto a partir
del cual tejer su radio, donde la excentricidad es igual a cero). Por ello la
perfección del compás no puede con las elipses, para poder con ellas debería deformarse y caminar en tres patas. La
piel es esa tercera pata: el lugar de la deformación temporal del cuerpo y el
espacio, el devenir elíptico de la perfección esférica.
La elipse como sombra de la esfera, o bien como círculo en perspectiva.
En consecuencia, la piel es un territorio y
también un mapa, una cartografía en construcción infinita. En ella repercute el
travestismo infinito entre el afuera y el adentro de cualquier cuerpo, ella es
la tridimensionalización, si se nos
permite la expresión, del cuerpo pero también del espacio. Es lo que pone en
contacto, o mejor, es el contacto —lo que
toca y en ese tocar, se toca y es tocada; contacto absoluto. Alcanzar la
piel, replegarse en la piel, desplegarse desde la piel es la geometría del
aparecer. En ella, en su movimiento elíptico, la verticalidad es desbaratada en
una inclinación, en una declinación que siempre pide más, que hace trastabillar
la erección del sujeto moderno en una caída sin fin que ataca cualquier
pretensión soberana. Si, como avisa Lucas Condró, “en medio de la caída está la
danza” (Asymmetrical-Motion. Notas sobre
pedagogía y movimiento, p. 32), la piel es lo que permite caer e inclinarse,
lo que en definitiva permite bailar —la piel es el abismo. Porque en ella todo
es movimiento, interno y externo, macro y micro; en ella todo es sensación y también
acción. Llegar a la piel es llegar a la barca que pliega los gritos oceánicos,
ahí donde todo se mueve y es movido, ahí donde Poseidón piensa. La piel, o el
modo en que una cartografía se convierte en una práctica, en un mover-se. La piel, o volverse ex-timo,
excéntrico. La piel, o la puntuación, o la temporalización
del cuerpo y del espacio.
*
Pero la piel también es la guerra. También es
el umbral que prefieren las cuchillas, por donde siempre saben entrar. Pero
entrar para quedarse en la forma de una herida, de una cicatriz. Es que nunca
hubo nada más allá de la piel. Como una cebolla, la piel tiene capas que
conducen solo a un vacío. No hay corazón, no hay centro. Hay piel, y sus capas.
Capas que se incrustan unas sobre otras, como en la cebolla, elípticas. Para
algunos arqueólogos no hay más que capas, y sus pliegues. La profundidad de la
piel, esa profundidad que un beso sabe comprender, siempre es oblicua,
diagonal. Jamás recta. Se es profundo juntando capas sobre capas, sin ir más
allá ni más acá, sino, como el paso de la embriaguez, de un lado para el otro,
zigzagueando. Capas montadas sobre capas, indiferenciándose, anudándose,
montándose —un montaje de capas, una montonera, un montón: la piel. En ello radica
la potencia de los cuerpos, en el amontonamiento de capas que solo existen para
afectarse las unas a las otras. Afección que siempre es práctica de deseo. ¿Y
lo que no desea? Lo que no desea no existe, porque en última instancia desea desear. Afectar y ser afectados,
desearse. Incluso en la guerra, sobre todo en la guerra. Y comprender que las
capas plegadas las unas sobre las otras —pliegues que exigen un minucioso
trabajo de hallazgo y cuidado— son refugios, puestos de avanzada donde enclavar
guardias de rizos dorados y pieles azules. Guardias ocupados en dibujar con sus
miradas el espacio de sus cuerpos, de los cuerpos en sus cuerpos y de los
cuerpos en el espacio.
Pero también saber desprenderse. Saber que vivir
a flor de piel exige la reconstitución de los tejidos y el desprendimiento de
la piel seca y muerta. Saber atravesar la melancolía de la piel, sabiendo que
esa piel que ahora se desprende deja la marca indeleble de su ausencia. Porque
la piel existe pragmáticamente, como cualquier epidermis, variando, mutando,
cambiando-se. Esta pragmática de la
piel es su potencia, potencia que no es la mera asociación de dos cuerpos
definidos previamente sino la materialidad
común de esos cuerpos que permite
cualquier tipo de sociedad. Es que potencia
es la materia de la que están hechos todos los cuerpos, potencia que es
receptividad, y que es siempre productividad. La piel es el registro primero y
último de esta materialidad, ahí donde bailan los fantasmas del pasado con los
llantos del futuro. La filosofía árabe llamó a todo esto intelecto único y separado. Marx lo nombró General Intellect. ¿Dónde buscarlo? En la piel, ahí donde, como
dijimos, todo es sensación y acción. Porque la historia ha acusado a la piel
por lo que esconde, debemos ahora pensarla por lo que entrega.
Cartografiar-se la piel, por lo tanto.
Cartografiarla para afectar y ser afectados, pero fundamentalmente para verificar la posibilidad de la afección de
los cuerpos. Porque en esa verificación, no de este o aquel afecto, sino de
la afección en sí, en esa verificación todos los afectos se trastocan —se tocan entre sí y se
encienden en lo que los hace común e iguales y así mutan. Como en una estampida
de toros salvajes, donde lo que importa no es la forma de cada uno, sino la
potencia de sus formas. Es ahí donde emerge un cuerpo escénico que ya no
representa, ya no se trascendentaliza en otro contexto superior más allá de su
puro aparecer. Aparecer que en verdad es siempre un estar apareciendo, lo cual implica también un concomitante estar desapareciendo, porque es un
proceso sin fin. Como la gracia de un gesto, de un verdadero gesto: aparecer y
desaparecer en un mismo instante. O como la gracia de una sonrisa cómplice y
lejana: nunca sabremos si la vimos o no, y en esa duda radica su magia. Aparecer
para vivir: esto es la escena, esto es la vida. Entonces, toda cartografía es vital.
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