Sobre Piedra Angular, dirigida por Rodolfo
Opazo.
Manuel
Ignacio Moyano
Marx escribió su crítica desde y contra la ciencia
de su tiempo: la economía política. Por ello es un error creer que su crítica
estaba dirigida al capitalismo tout
court. Ahora, ¿cuál era la matriz fundamental de esa ciencia cuyo último
gran exponente fue David Ricardo? Sencillamente que toda pero toda mercancía
(sea un simple utensilio, un edificio o bien un aparato electrónico de última
generación) no es sino trabajo humano acumulado. Es que precisamente ese
trabajo acumulado es lo que les permite intercambiarse entre sí, lo que les
confiere su “valor de cambio” puesto que las “horas de trabajo humano” será lo
único que ellas tienen en común. Entonces, cada producción humana no solo tendrá
un valor de uso sino también uno de cambio y en el pasaje de uno a otro es
donde el producto, según ella, se convierte en mercancía. Claro que Marx dirá:
sí, es cierto, cada mercancía es trabajo humano acumulado (y en esa acumulación
se construirá el capital) y por ello puede cambiarse por cualquier otra
mercancía, pero habrá algo que se pierde en la conversión del valor de uso a
valor de cambio, del producto a la mercancía, de la fuerza de trabajo concreta
al trabajo humano acumulado (y en esa conversión estará lo que Marx llama,
precisamente, el “fetichismo de la mercancía”). Eso que se pierde es un
“plusvalor”, esto es, un valor que adviniendo al producto cuando es producido
quedará en manos de quien se quede con la mercancía y como esas manos no son
otras más que del capitalista, el dueño de los medios de producción, su
ganancia es ilegítima puesto que se queda con el plusvalor obtenido en la
diferencia entre la fuerza de trabajo concreta para producir y el trabajo
humano acumulado que contiene cada mercancía. Éste sería, muy apocadamente, el
abc de la crítica marxista, su “piedra angular”. Ahora bien, ¿qué pasa cuando
las mercancías han devenido restos, ruinas, escombros? ¿Qué sucede con ese
“trabajo humano abstracto” que ellas acumulan cuando, justamente, ya no son más
que meras acumulaciones sin valor?
Piedra
Angular, la obra escénica dirigida por Rodolfo Opazo, se hace cargo de
esa pregunta y la presenta crudamente en un edificio derruido, convertido en no
más que ruinas y escombros. Primer gesto escénico: inscribe la “obra” de lleno
en una mercancía, por decirlo de algún modo, “vencida”. Es decir, abre el
espacio escénico allí donde la mercancía-edificio fallece, deviene escombro,
ruina, desecho. En una palabra, basura. Y no solo abre el espacio escénico
allí, en un gesto ya quizás visto, sino que hace de ese mismo espacio la
“obra”. En otras palabras, la obra no es sino una desobra, aquello que está de
sobra: el escombro, la basura. Es que el espacio, por su densidad material, es
el protagonista esencial de esta propuesta escénica. Lo cual significa que la
destrucción de la mercancía es aquello que esta obra propone.
Segundo gesto escénico: abrir la obra en la
destrucción de la mercancía, en la mercancía como resto y basura, y hacer de
ella precisamente el “contenido” de la obra, inscribe una relación programática
entre el arte y la basura, pero una que no busca embellecer a la última sino
presentarla como ella es: resto. Quizás en la historia del arte, Andrei
Tarkovski haya sido el más fino cineasta de los restos puesto que fue el único
que los filmó sin “estetizarlos”, esto es, sin incluirlos en una cadena
simbólica y sin reciclarlos en un nuevo “valor”. ¿Cómo no recordar, cuando veíamos
Piedra Angular, en esa Zona plagada
de escombros y destrucción donde los Stalkers ingresan sin motivo alguno en la
película del director ruso?
Stalker, de Andrei Tarkovsky
Pues bien, como en Stalker, Piedra Angular presenta
la ruina en su estado puro, en su concreción sin simbolismo ni significado
alguno. Y acá se específica su singularidad
puesto al presentarla en estado puro lo que se hace es exponerla en su pura
inmanencia inhumana, es decir, más
allá del trabajo humano acumulado que como mercancía contenía. Y así, tanto
Tarkovski como Opazo son fieles a ella ya que el resto, la ruina siempre trae
consigo una des-mercantilización de la producción. En otras palabras, la ruina
ya no es más mercancía pues no tiene valor —no guarda más trabajo humano
abstracto— y al hacerlo deviene inhumana, pura cosa. Se rompe así el embrujo
que convertía la producción en mercancía, se rompe con el “fetichismo de la
mercancía”.
Ahora bien, una vez que se quiebra el fetichismo al
presentar la cosa como puro resto es la materia lo que se vuelve plenamente
visible, puesto que ella ya no contiene más la mano envolvente de lo humano.
Las piedras, las maderas, los tubos con que los performers (Martin Gil, Javier
Olivera, Julián Dubié, Flor Sanchez Elía, Maximiliano Ulloa) operan en escena
no son sino vestigios de humanidad, órganos sin cuerpo, humanos ya vencidos. Y,
vaya aquí el tercer gesto escénico, lejos de “re-humanizarlos”, de volverlos
mercancía intercambiable, no, lo que ellos hacen es perder su propia humanidad
en el filo de esa materia cruda. Es que Piedra
Angular logra rozar algo de lo primigenio, de lo originario puesto que al
compenetrar los performers con las demandas de la materia pura, lo que hace es
des-humanizarlos en una cuerpo de prótesis materiales, de extensiones puramente
cósicas. Pero así los convierte en prótesis ¡de la misma materia! Es decir,
compenetra el cuerpo (humano) del performer con el cuerpo (inhumano) de la
materia en una dialéctica suspendida que relanza la materia misma más allá de
sus límites. Como si la piedra, la madera y el tubo poseyeran los cuerpos de
los performers, como si ellos no fueran sino una caja de resonancia donde los
materiales se multiplican. Pero, repitamos, esto es posible porque antes se
des-fetichizó la materia misma, es decir, se le quitó su reservorio de trabajo
humano abstracto. Conclusión provisoria: después del capitalismo y su ciencia
ya no podrá haber “trabajo humano”, tan solo materia.
Piedra Angular, ph: Cata Ardilles
Piedra Angular, ph: Cata Ardilles
Cuarto gesto: la modernidad cartesiana nos obligó a
concebir la materia como res extensa,
es decir, como cosas concretas y claramente delimitadas que acaecen más allá de
la mente del hombre pero que se encuentran, por ello mismo, a su alcance. Estrategia
política fundamental puesto que así dispuso al hombre como aquel que, distinto
a ella, domina la materia (y la trabaja). Piedra
Angular nos muestra, en cambio, que la materia no es aquello al alcance de
nuestra mano sino aquello que nos la quita —hasta hacerla parte suya. Es decir,
aquello que nos puede poseer y desposeer. Ahí está el arte: entregarse sin más
a la materia. Es la piedra caliza dejando su memoria en nuestro mano, el sonido
del tubo incontrolable, la madera y el escombro deformando nuestro cuerpo. Otra
vez, lo primigenio. Pero lo central es que esto señala que la materia no tiene
límites, es decir, no tiene forma. Es, en cambio, aquella potencia que puede
adquirir cualquier forma —sea un edificio, una escultura o una simple piedra,
una simple piedra. Lo “crudo” de la materia, entonces, es su condición informe,
puesto que ni siquiera es la piedra con la que se hace el edificio sino aquello
de la piedra que dentro suyo le posibilita deformarse hasta devenir edificio.
Pero lo más crudo es que esa informidad ocurre siempre dentro de las formas y las corroe internamente —por lo tanto, las deforma. Entonces, la materia es
aquello que una y otra vez deforma las formas, es, por ello mismo, potencia
de-formante. Esta es la apreciación que se desprende cuando observamos las
gesticulaciones deformes en la que surgen escénicamente los performers,
compenetrándose así con la danza de la materia misma. Ellos se entreveran con las
cosas de tal modo que para sobrevivirlas no pueden más que deformarse. Y toda
su deformación es atestiguada y reforzada por una maquinaria sonora excelsa,
una que registra la misma deformación material escénica y la retroalimenta. Esa
música, a medio camino entre la industria y la destrucción, realizada por Grod
Morel, contribuye a esa desmitifación de la mercancía y a presentarnos, en
cambio, un pedazo de materia en estado puro. Y todo ello es tan pero tan
inhumano que llega esa escena maravillosa donde solo vemos piedras y piedras
saltando en el centro escénico hasta absorberlo por completo. Quinto gesto,
entonces: la escena ya no es del performer humano sino de la materia misma, de
las cosas y su constante deformación (habría que repensar, en tono con esto, el
pequeño momento discursivo, quizás de más, que la obra coloca luego). Deformación
que no solo alcanza a los performes sino también al público. ¿Cómo? A través de
aquello por lo que la materia viaja: la sensación. Es que la sensación,
cualquier sensación que se padezca, no es sino la verificación de la materia
calando la forma, de la materia poseyendo la forma, de la materia inundando la
forma. Entonces, las sensaciones que los humanos padecemos, en cuanto contagio
de y por la materia, no son humanas. Son primigenias. Son el sublime momento en
que nuestro cuerpo es convertido en un rehén de la materialidad que nos rodea,
forma y deforma. Nuevamente: el momento en que la mercancía se des-fetichiza. Por
esto, Piedra Angular es una verdadera
obra del materialismo escénico puesto que critica la sociedad capitalista y su
ciencia al tiempo que abre allí mismo un pliego de sensaciones que nos
comunican con la materia. Lo común (“lo comunal”, como dice la última moda
intelectual), entonces, es lo inhumano, la materia.
Piedra Angular, ph: Cata Ardilles
Último gesto escénico: “El gesto de erigir un
elemento de manera vertical —dice la sinopsis de la obra en su evento de facebook—
para construir cobijo se transforma en la piedra angular de lo que podemos
llamar proto-arquitectura, o paisaje vital.” Quedémonos con lo último:
proto-arquitectura o paisaje vital. Pero en relación a lo que ya dijimos.
Proto-arquitectura o paisaje vital en medio
de los escombros, de las ruinas, de la basura. En medio de ese singular instante en que la mercancía “edificio”
deviene mero resto, pues bien, es en
medio de ello donde surge esa proto-arquitectura o paisaje vital. Por lo
tanto, Piedra Angular alcanza lo
primigenio en lo derruido, en lo corroído por el tiempo y por ello cargado de
memorias y secretos ocultos. Su gesto fundamental, entonces, consiste en que
esa apertura de lo primigenio (lo inhumano) deviene una proto-arquitectura o
paisaje vital, es decir, deviene un lugar
donde (sobre)vivir (valga recordar: ese mismo edificio funciona como casa
de okupas, de sobrevivientes). En términos escénicos, su apuesta es decisiva
pero fundamental: acaba con el teatro. Explicitemos esto para terminar.
Theatron significa,
en su composición etimológica, “lugar para ver”, “punto de vista”. Es decir, es
una tecnología donde lo que prima sobre todo el resto de las cosas es la mirada
que se establece entre una platea (que mira) y una escena (que es mirada) —por
ello el sujeto occidental es un sujeto puramente teatrológico, puesto que es
aquel sujeto que se mira a sí mismo mirando, re-flexiona, vuelve sobre sí. Por lo
tanto, cuando Piedra Angular decide
implicar la arquitectura y su densidad en lo escénico, lo que hace es interferir
el modo de producción escénico dominante —el teatral— con otro —el arquitectónico—,
al punto de convertir ese “punto de vista” en un paisaje vital, apagando el ojo
en nombre de una proto-arquitectura —en una palabra, de una piedra angular, un cobijo. El último
momento de esta apuesta va en este sentido: se implica al público, al
espectador (el que mira), en ese paisaje y se lo pone al servicio de la
materia. ¿Qué se abre, entonces? Algo que vive a medio camino entre la
arquitectura y el acontecer escénico: precisamente, una instalación. Y con ello, no solo sucede el fin de la obra sino
el fin del teatro mismo puesto que en esa cooperación entre público y
performers con que se cierra la pieza, lo que queda, lo único que queda
materialmente, es una instalación construida en la cooperación entre quienes
miran y quienes son mirados. Pero una instalación, aquello que queda, no es
sino una (de)forma material cuya vida se juega de lleno en su densidad espacial
(como cualquier paisaje, cualquier cobijo, cualquier piedra o cualquier resto
des-mercantilizado). Por ello, finaliza la obra del teatro y se abre una escena
puramente material, sin teatro, sin
fetichismo. Habrá que abandonar de una vez, entonces, esa palabra galante
que sólo las señoras románticas de Occidente todavía repiten en sus siestas: “teatro”,
“teatro”, “teatro”.
Piedra Angular, ph: Migma
Piedra Angular, instalación final
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