viernes, 8 de septiembre de 2017

La “muerte” del teatro

Sobre El mundo es más fuerte que yo

Escrita por Manuel Ignacio Moyano

ph. Nora Lezano


Hacia el final de su afamado Homo sacer. El poder soberano y la vida desnuda, en un capítulo titulado “Politizar la muerte”, el filósofo italiano Giorgio Agamben se encarga de señalar cómo la fijación de la muerte biológica del cuerpo humano constituye un ejercicio pura y exclusivamente político. Así, retomando la disputa entre neurofisiólogos y médicos, muestra cómo los conceptos de “coma” y “ultracoma” vienen a desestabilizar los criterios tradicionales de fijación de la muerte. Se sabe: se concebía la muerte como el momento en que el corazón dejaba de latir y el sistema respiratorio, por tanto, se disolvía. Sin embargo, con las técnicas y tecnologías de reanimación (respiración artificial, circulación cardiaca mantenida por profusión endovenosas de adrenalina, control de la temperatura, etc.) así como las de transplante, la muerte ya no podía ser definida pura y exclusivamente como una detención del sistema cardio-respiratorio, pues gracias a la tecnología el mismo podría seguir funcionando. Se necesitaron, por lo tanto, nuevos criterios. Agamben explícita las consecuencias políticas de esta distorsión, puesto que la “hora” de la muerte constituye un elemento estrictamente jurídico donde el poder estatal recodifica toda una gama de derechos y obligaciones sobre el cuerpo del paciente (el caso más palpable es que cualquier intervención médica que se ejerza antes de haber sido declarada la hora de muerte corre el riesgo de constituir un “homicidio”). Es allí cuando emerge el concepto de “muerte cerebral” emerge como sustituto, que sería el límite de la vida puesto que el cerebro es el único órgano que no se puede transplantar. Sin embargo, se crea una gran paradoja puesto que puede suceder que algunos pacientes padezcan muerte cerebral y, gracias a las tecnologías de reanimación, sigan respirando así como manteniendo funciones vitales vegetativas (respiración, circulación, regulación de la temperatura, etc.). Esa es precisamente la situación del ultracomatoso, un “superviviente” que se sitúa entre dos criterios de muerte diversos: la muerte somática, que se fija según el funcionamiento del sistema respiratorio y cardiaco (que puede ser reanimado según diversas tecnologías), y la muerte cerebral, donde el entero cerebro deja de funcionar. Si bien la hora de la muerte sería, de allí en más, la concurrencia de “ambas” muertes, la paradoja se hace mucho más fuerte puesto que el caso de los “comatosos” señalaba que tanto la vida y la muerte dependían de la tecnología humana y su capacidad de reanimación. Son, por lo demás, archiconocidas las disputas político-legales en torno a los pacientes terminales que sufren muerte cerebral y siguen, sin embargo, “vivos” gracias a los aparatos técnicos de cuya conexión depende no solo su vida sino, en muchos países, la culpabilidad o inocencia de quienes lo asisten.

Es posible afirmar que el teatro, el arte occidental por excelencia, padece la misma paradoja: está muerto, pero no del todo (lo cual significa que Occidente está muerto, pero no del todo). Está en coma. La “obra” dirigida por Juan Coulasso, El mundo es más fuerte que yo, se coloca con especial cuidado en esta franja de supervivencia colocada entre las dos muertes. El camino elegido es el eterno dilema entre “realidad” y “ficción”. Veamos. Ingresamos a la sala y nada está listo todavía para que comience la representación, nada salvo la actriz (Victoria Roland). Todo señala el paso de algo así como un terremoto (la gráfica previa, las sillas desordenadas, la demora en hacer ingresar al público), terremoto que será repuesto luego “ficcionalmente”, para señalar que estamos asistiendo a un derrumbe, a un desmoronamiento, a una disolución. Precisamente, una muerte que no deja de acontecer. Los nombres que toman esas dos muertes, en los textos enunciados, son “realidad” y “ficción”. Claro que nombres acotados, tanto de uno como del otro, puesto que se concibe realidad como lo que es y ficción como lo que no es sino inventado. Pero, en tanto se coloca en medio de ambos, se señala la disolución de la frontera que los separa y define. La “obra”, o la presentación, abre así todos sus enunciados en esa eterna frontera del teatro, o la representación, y la realidad, o lo representable. La verbalización constante de todo aquello que están señalando se vuelve una marca distintiva, y agotadora, de la misma escena. El director, la asistente están en escena. No hay nada tras bambalinas, todo está ahí adelante, sin nada para ocultar. ¿No es eso precisamente la “muerte” del teatro? Sí, pero no del todo. Continuemos. La actriz nos habla, nos dice lo que va a hacer, lo que va a suceder, lo que va a representar, lo que no va a representar y que todo, pero todo lo que estamos viviendo en ese instante no es real, no es verdad, es ficción. Pero, Lacan lo enseñó, lo real no es la realidad. Precisamente, lo real es aquel agujero-imposible que señala que toda realidad es ficcional y toda ficción es real. La sala ya está lista y la actriz, que no deja de actuar, nos relata los pormenores de la construcción de la obra. Otra vez: el fin del teatro, pero ¡actuado! Es decir, todavía teatro. La asistente, Florencia Sánchez Elía, asiste y asedia a la actriz. Es el fantasma de toda actriz: la no actuación, aquello que asedia a cualquier “representante”. Matías Coulasso, hermano del director y dueño junto a él de la sala Roseti, espacio escénico donde se experimentan los límites del teatro, es el baterista, el dueño de una atmósfera de sonidos que atosigan la realidad, la ficción, la estructura del relato y la narrativa. En una palabra, que atosiga a la actriz. Hay momentos en que ella es vencida, quizás seducida, y decide entregar sus textos de actriz a las experiencias performáticas del sonido y crean una enorme vocalización del texto, que allí vale por cómo suena y no por aquello que dice. Claro: en medio de todo ello, empleando retazos de un texto clásico del teatro, Ifigenia en Áulide, del eterno Eurípides, padre de Occidente. Todo se compone de retazos, como si el cuerpo moribundo del teatro quisiera ser recompuesto al menos como un monstruo, como un collage que quiere seguir viviendo después de su muerte. Pero es la actriz la que sostiene ese hilo vital, ella es la técnica de reanimación que quiere sostener el teatro.
Hay un conflicto central (y trágico) que estructura toda la pieza: la actriz actúa y el resto (director, asistente, batería) la interrumpe. Pero “es todo mentira”, nos dicen los enunciados que no callan. La representación es interrumpida, recompuesta en collage y, para reafirmar la acción de reanimcación, se nos avisa de esa destrucción y recomposición del teatro, de Occidente, en casi todos los textos. Caben destacar los “momentos”: esas imágenes donde los materiales sonoros, visuales, plásticos, de vestuario, y de un anclaje mucho más perceptivo que activo, ya no se preguntan sobre qué es el teatro y quién fue y cómo es y cómo murió, sino que están ahí nada más que para estar ahí, como los seres, incluso no-humanos, que velan silenciosamente a los muertos. “Momentos” de una belleza que logran escapar a la “acción” de recomponer a un muerto-vivo. Son esos “momentos” donde otra forma-de-vida distinta al teatro es posible. “Momentos” de escena sin teatro. “Momentos-imágenes” de una calidez que arrolla con todos los presentes: la actriz, el director, el batero, la asistente y el público. Y es justamente allí donde la pieza se vuelve absolutamente ambigua: mientras que por un lado se encuentra asediada por una voluntad melancólica de reanimación, de sostenimiento de la vida de un semi-muerto; por el otro indaga e investiga en aquello que vive más allá del muerto en cuestión, esa otra vida. Pero esta ambigüedad es resultado del conflicto central, el de la actriz actuando y el del resto de los materiales interrumpiendo esa actuación.
El instante final es imagen-pura: el director no hace nada, solo gesticula, el ruido nos envuelve infernalmente, todos están ahí sin hacer nada, pero la sala parece cobrar vida propia y nos expulsa del teatro puesto que, como en los derrumbes, allí no hay nada para representar. El teatro está muerto: aceptémoslo e inventemos, o recordemos, otras formas, otras escenas.

Caminamos por Lacroze, es tarde, casi las 8 y media de la noche. Los edificios parecen esconderse de las miradas, las hojas de los árboles se ennegrecen por las sombras, son movidas por una suave brisa… y el infierno continúa…

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