Sobre El mundo es más fuerte que yo
Escrita por
Manuel Ignacio Moyano
ph. Nora Lezano
Hacia el final de su afamado Homo sacer. El poder soberano y la vida desnuda, en un capítulo
titulado “Politizar la muerte”, el filósofo italiano Giorgio Agamben se encarga
de señalar cómo la fijación de la muerte biológica del cuerpo humano constituye
un ejercicio pura y exclusivamente político. Así, retomando la disputa entre
neurofisiólogos y médicos, muestra cómo los conceptos de “coma” y “ultracoma”
vienen a desestabilizar los criterios tradicionales de fijación de la muerte.
Se sabe: se concebía la muerte como el momento en que el corazón dejaba de latir
y el sistema respiratorio, por tanto, se disolvía. Sin embargo, con las
técnicas y tecnologías de reanimación (respiración artificial, circulación
cardiaca mantenida por profusión endovenosas de adrenalina, control de la
temperatura, etc.) así como las de transplante, la muerte ya no podía ser
definida pura y exclusivamente como una detención del sistema
cardio-respiratorio, pues gracias a la tecnología el mismo podría seguir
funcionando. Se necesitaron, por lo tanto, nuevos criterios. Agamben explícita
las consecuencias políticas de esta distorsión, puesto que la “hora” de la
muerte constituye un elemento estrictamente jurídico donde el poder estatal
recodifica toda una gama de derechos y obligaciones sobre el cuerpo del
paciente (el caso más palpable es que cualquier intervención médica que se
ejerza antes de haber sido declarada la hora de muerte corre el riesgo de
constituir un “homicidio”). Es allí cuando emerge el concepto de “muerte
cerebral” emerge como sustituto, que sería el límite de la vida puesto que el
cerebro es el único órgano que no se puede transplantar. Sin embargo, se crea
una gran paradoja puesto que puede suceder que algunos pacientes padezcan
muerte cerebral y, gracias a las tecnologías de reanimación, sigan respirando así
como manteniendo funciones vitales vegetativas (respiración, circulación,
regulación de la temperatura, etc.). Esa es precisamente la situación del
ultracomatoso, un “superviviente” que se sitúa entre dos criterios de muerte diversos:
la muerte somática, que se fija según el funcionamiento del sistema
respiratorio y cardiaco (que puede ser reanimado según diversas tecnologías), y
la muerte cerebral, donde el entero cerebro deja de funcionar. Si bien la hora
de la muerte sería, de allí en más, la concurrencia de “ambas” muertes, la
paradoja se hace mucho más fuerte puesto que el caso de los “comatosos”
señalaba que tanto la vida y la muerte
dependían de la tecnología humana y su capacidad de reanimación. Son, por
lo demás, archiconocidas las disputas político-legales en torno a los pacientes
terminales que sufren muerte cerebral y siguen, sin embargo, “vivos” gracias a
los aparatos técnicos de cuya conexión depende no solo su vida sino, en muchos
países, la culpabilidad o inocencia de quienes lo asisten.
Es posible afirmar que el teatro, el arte occidental
por excelencia, padece la misma paradoja: está muerto, pero no del todo (lo
cual significa que Occidente está muerto, pero no del todo). Está en coma. La “obra” dirigida
por Juan Coulasso, El mundo es más fuerte
que yo, se coloca con especial cuidado en esta franja de supervivencia
colocada entre las dos muertes. El camino elegido es el eterno dilema entre “realidad”
y “ficción”. Veamos. Ingresamos a la sala y nada está listo todavía para que
comience la representación, nada salvo la
actriz (Victoria Roland). Todo señala el paso de algo así como un terremoto
(la gráfica previa, las sillas desordenadas, la demora en hacer ingresar al
público), terremoto que será repuesto luego “ficcionalmente”, para señalar que
estamos asistiendo a un derrumbe, a un desmoronamiento, a una disolución.
Precisamente, una muerte que no deja de acontecer. Los nombres que toman esas
dos muertes, en los textos enunciados, son “realidad” y “ficción”. Claro que nombres
acotados, tanto de uno como del otro, puesto que se concibe realidad como lo
que es y ficción como lo que no es sino inventado. Pero, en tanto se coloca en
medio de ambos, se señala la disolución de la frontera que los separa y define.
La “obra”, o la presentación, abre así todos sus enunciados en esa eterna
frontera del teatro, o la representación, y la realidad, o lo representable. La
verbalización constante de todo aquello que están señalando se vuelve una marca
distintiva, y agotadora, de la misma escena. El director, la asistente están en
escena. No hay nada tras bambalinas, todo está ahí adelante, sin nada para
ocultar. ¿No es eso precisamente la “muerte” del teatro? Sí, pero no del todo.
Continuemos. La actriz nos habla, nos dice lo que va a hacer, lo que va a
suceder, lo que va a representar, lo que no va a representar y que todo, pero
todo lo que estamos viviendo en ese instante no es real, no es verdad, es
ficción. Pero, Lacan lo enseñó, lo real no es la realidad. Precisamente, lo
real es aquel agujero-imposible que señala que toda realidad es ficcional y
toda ficción es real. La sala ya está lista y la actriz, que no deja de actuar,
nos relata los pormenores de la construcción de la obra. Otra vez: el fin del
teatro, pero ¡actuado! Es decir, todavía teatro. La asistente, Florencia
Sánchez Elía, asiste y asedia a la actriz. Es el fantasma de toda actriz: la no
actuación, aquello que asedia a cualquier “representante”. Matías Coulasso,
hermano del director y dueño junto a él de la sala Roseti, espacio escénico donde se experimentan los límites del
teatro, es el baterista, el dueño de una atmósfera de sonidos que atosigan la
realidad, la ficción, la estructura del relato y la narrativa. En una palabra,
que atosiga a la actriz. Hay momentos en que ella es vencida, quizás seducida,
y decide entregar sus textos de actriz a las experiencias performáticas del
sonido y crean una enorme vocalización del texto, que allí vale por cómo suena
y no por aquello que dice. Claro: en medio de todo ello, empleando retazos de
un texto clásico del teatro, Ifigenia en
Áulide, del eterno Eurípides, padre de Occidente. Todo se compone de
retazos, como si el cuerpo moribundo del teatro quisiera ser recompuesto al
menos como un monstruo, como un collage que quiere seguir viviendo después de
su muerte. Pero es la actriz la que sostiene ese hilo vital, ella es la técnica
de reanimación que quiere sostener el teatro.
Hay un conflicto central (y trágico) que estructura
toda la pieza: la actriz actúa y el resto (director, asistente, batería) la
interrumpe. Pero “es todo mentira”, nos dicen los enunciados que no callan. La
representación es interrumpida, recompuesta en collage y, para reafirmar la acción de reanimcación, se nos avisa de esa destrucción y recomposición del teatro, de Occidente,
en casi todos los textos. Caben destacar los “momentos”: esas imágenes donde los
materiales sonoros, visuales, plásticos, de vestuario, y de un anclaje mucho
más perceptivo que activo, ya no se preguntan sobre qué es el teatro y quién
fue y cómo es y cómo murió, sino que están ahí nada más que para estar ahí,
como los seres, incluso no-humanos, que velan silenciosamente a los muertos. “Momentos” de una
belleza que logran escapar a la “acción” de recomponer a un muerto-vivo. Son esos
“momentos” donde otra forma-de-vida distinta al teatro es posible. “Momentos”
de escena sin teatro. “Momentos-imágenes” de una calidez que arrolla con todos
los presentes: la actriz, el director, el batero, la asistente y el público. Y es
justamente allí donde la pieza se vuelve absolutamente ambigua: mientras que
por un lado se encuentra asediada por una voluntad melancólica de reanimación,
de sostenimiento de la vida de un semi-muerto; por el otro indaga e investiga
en aquello que vive más allá del muerto en cuestión, esa otra vida. Pero esta ambigüedad es resultado del conflicto central,
el de la actriz actuando y el del resto de los materiales interrumpiendo esa
actuación.
El instante final es imagen-pura: el director no
hace nada, solo gesticula, el ruido nos envuelve infernalmente, todos están ahí
sin hacer nada, pero la sala parece cobrar vida propia y nos expulsa del teatro
puesto que, como en los derrumbes, allí no hay nada para representar. El teatro
está muerto: aceptémoslo e inventemos, o recordemos, otras formas, otras
escenas.
Caminamos por Lacroze, es tarde, casi las 8 y media
de la noche. Los edificios parecen esconderse de las miradas, las hojas de los
árboles se ennegrecen por las sombras, son movidas por una suave brisa… y el
infierno continúa…
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