lunes, 11 de septiembre de 2017

Un poema azul.

Un poema azul.
Sobre Una primavera, dirigida por Ezequiel Rodríguez y escenificada por Cecilia Priotto

por Manuel Ignacio Moyano



Un músculo se contrae, la mano se cierra, se abre, se distiende, y vuelve a contraerse. La espalda también, forjada por la memoria, se contrae y distiende para volver a contraerse. Los tonos musculares se multiplican y oscilan en intensidades desangeladas, como el mar. El mar cuando empieza a hacerse presente, cuando empieza a dejar la calma tramposa, siempre tramposa de la quietud. Los flujos son intensísimos. Y azules. Músculos azules. Una guerra, una fiera en plena batalla, cuando ya ha dejado de estar agazapada esperando a su víctima. A su íntima enemiga. Es la guerra entre la música y el cuerpo. O la guerra de la música en el cuerpo, una guerra azul. Tremendamente azul. ¿Qué toma a un cuerpo cuando en él todo se azula?

La música y la guerra se co-pertenecen: en medio de ellas, sobreviven los cuerpos. Tiempos que sobreviven, anacrónicos, que reinventan encuentros entre pasados y presentes. Pero el cuerpo, ¿cómo es que se azula? La muerte es azul. El mar también. El cielo también. Los recuerdos y los olvidos, también.

La música, el sonido re-percute. La piel, la superficie de las repercusiones, es expuesta (y batallada) en esa re-percusión. No hay música sin piel, no hay música sin cuerpo, y sin embargo… sí, sin embargo, la música domina, doma, ritma, controla, gobierna los cuerpos. Pero el cuerpo, la piel, se contorsiona y sobrevive a la música, a su reinado. Azules son los cuerpos que sobreviven las repercusiones, las muertes de cada día, de cada segundo.

El cuerpo no existe, insiste. ¿Qué significa esto? Que no siempre hay cuerpo, no siempre.

La música se enciende a todo volumen. Suena La consagración de la primavera, de Ígor Stravinsky. Compuesta en 1913, hoy resuena como ayer… y como las bombas que se escucharon en todo el siglo XX. La música se enciende a todo volumen y lo chupa todo, lo toma todo. Todos los cuerpos, todos, humanos o no, son avasallados por la música. El sonido no pide permiso, golpea. Y los cuerpos resisten. La música es golpe. Golpe. El cuerpo aquello que se golpea. El golpe crea los cuerpos, los anima. La música se enciende a todo volumen y un cuerpo, azul, emerge en una jaula atosigada de niebla. Soporta, en su superficie, en su encierro, toda la atmósfera sonora y sus músculos se azulan.

El vestuario, esa otra piel del cuerpo, dibuja milimétricamente, bellísimo, la figura de ese soporte. El vestuario azul de una guerrera encendida. Los cuerpos contra la música, los cuerpos en la música, los cuerpos después de la música. Pero esa guerra es librada solo en el cuerpo, solo en el cuerpo que asume y soporta el totalitarismo de la música, los Golpes acústicos, Golpes de viento, de aire, percusiones sin fin. ¿Escuchaste alguna vez un cuerpo durmiendo? No descansa, la respiración no deja de golpearlo. Los sueños son los efectos de ese golpe constante, de ese padecimiento. Convulsiones. Por ello, como la muerte, son azules.

“Soportar” es no “actuar”, es no entregarse a las soberbias de la acción, la producción, la gobernación. Soportar es sobrevivir, dejar de gobernar, dejar de actuar, dejar de producir. Sobrevivir a la música y al teatro, eso es la danza: lo que, a pesar del golpe, sobrevive, vive más allá de la muerte, de la representación, de los sonidos, o en ellos, como los fantasmas. Azules.

La soledad también es azul.

Cecilia Priotto es el nombre de una intensidad, de una supervivencia, de aquel cuerpo que se modula en la música, en el golpe, para sobrevivirles. Cuerpo sin soberbia, cuerpo sin la soberbia de los productores. Pero cuerpo que insiste, que resiste, que sobrevive tonalmente, perceptivamente. Un manojo de percepciones y sensaciones que en vez de re-accionar ante los golpes, las percusiones, encuentran líneas de fuga en las cuales el cuerpo se metamorfosea, se ondula, sustrayéndose a esas mismas percusiones. Esquiva los golpes, esquiva la música. La música que todo lo toma, que todo lo chupa, entonces, tiene agujeros: allí emerge (no se hace) el cuerpo. La danza es un cuerpo que agujerea la música, el tempo. Como la muerte. Por ello son azules. ¿Alguna vez escuchaste un cuerpo muriendo? ¿Viste el silencio azul que lo va tomando todo, incluso a la muerte misma, sobreviviéndola? La danza es supervivencia, anacronismo, arcaísmo.

Posdata: en la función que tuve la suerte de presenciar, hubo un “desperfecto técnico”. De repente, cuando la pieza estaba comenzando, la música se detuvo completamente. ¿No fue hermoso ese silencio azul en que la bailarina quedó como suspendida, como soñada, como olvidada, tan solo azulándose, por algunos instantes? El director pidió disculpas, salió a hablar con el encargado de la técnica y al cabo de unos minutos solucionaron el “desperfecto”. La función se reinició y Priotto volvió a comenzar la guerra. Lo hizo con la entrega requerida. Pero dejó leer, al mismo tiempo, que la danza sobrevive a la música y a cualquier técnica.

Posdata 2: cuando finalizó la función, me puse de pie y aplaudí fuertemente. Fue la tercera vez en mi vida en que me puse de pie para aplaudir un hecho escénico. No sé bien qué significa eso, pero, seguro, que mi cuerpo necesitaba corresponder de algún modo ese otro cuerpo, ese poema azul.

No hay comentarios:

Publicar un comentario