Sobre La voluntad de los monstruos, dirigida
por Ramiro Guggiari
de
Manuel Ignacio Moyano
Ph. Micaela Lenzetti
Si se nos permitiera la arbitrariedad de las
clasificaciones, arbitrariedad que encontrará siempre su justicia en la
imposibilidad última de toda clasificación, pero si a pesar de esa redención
futura se nos permitiera aquí por unos segundos clasificar arbitrariamente, podríamos
sostener que el teatro actual se divide en dos: clásico y moderno
—clasificación pura y exclusivamente conceptual, no cronológica. El punto de
división es uno: la verosimilitud. Sea cual sea el género, sea cual sea la
puesta, sea cual sea el sistema de actuación que se emplee en cada obra o pieza
teatral, ella bien podrá tejerse desde lo verosímil o bien desde lo inverosímil.
Evitemos a toda costa el moralismo que surge de las clasificaciones. No se
trata de que el teatro clásico, en cuanto verosímil, sea peor o padeciera
alguna maldad implícita que el moderno —fuera de todo registro y juego de lo
verosímil— no padeciera. También deberíamos evitar la equiparación entre el
verosímil y el realismo. Bien puede suceder que la obra o pieza en cuestión sea
lo más fantástica posible, esté cargada de magias y de diamantes negros al
servicio de una fantasía sin límites ni principios. A lo único que tiende lo
verosímil es al convencimiento, a la persuasión. Aristóteles lo supo: sin
persuasión no hay ficción posible. En cambio, lo inverosímil, como afirma Pilar
Carrera en un bellísimo libro dedicado al cine de Andrei Tarkovski, “surge de
la intuición de lo ajeno, de lo ‘otro’, de lo
que no se deja manejar como proyección de una subjetividad, del texto
absoluto que nos aprisiona como una tela de araña.” (Cursivas nuestras). En
consecuencia, como no es la sombra proyectada de un sujeto —proyección
voluntaria o involuntaria, poco importa—, lo inverosímil es una alteridad
absoluta. Nada tiene que ver con un Yo, con una psiquis. Él emerge desde las
cosas y en las cosas se queda. Por ello, es imposible que pueda convencer, persuadir. Solo puede exponer
y exhibir.
La obra escrita y dirigida por Ramiro Guggiari,
La voluntad de los monstruos, tiene
una gran virtud que es también su derrota: tiene la espalda quebrada y es tan
clásica como moderna. Es clásica en cuanto nos relata historias, complejas,
atravesadas, trágicas y cómicas, construye diversos personajes que salpicándose
unos a otros nos dejan en una furibunda reflexión sobre los temas más amados
del teatro: el amor, la vida y la muerte —y obviamente, el teatro mismo. Pero, a la vez, es moderna ya que nos desarma y
rearma la escenografía con clara intención de romper la artificialidad ficticia,
nos pone una banda musical en vivo que sigilosamente nos llama una y otra vez
la atención para escapar al círculo de la representación, los textos tienen sus
momentos en que dejan de actuar para empezar a sonar, juega con las cosas para
quedarse en ellas sin entroncarlas al árbol siempre ramificado de la subjetividad.
Sin embargo, Guggiari es un dramaturgo clásico,
y como tal, nos tiene que convencer —como todo dramaturgo, él no quiere morir y
solo escribiendo podrá vencer a la muerte, escribiendo algo que sepa
persuadirnos. Y su elenco entiende ese juego, y como precisos actores y
actrices que quieren ser amados, saben seducirnos. Y ahí se crea una magia que
permite, justamente, el entrelazado de tres historias con fuertes espacios y
temporalidades diversas. Y ellas se corporeizan en un gran despliegue de
diferentes marcos de actuación en el elenco que permiten atravesar fluidamente
los diversos géneros teatrales. Esta magia crea un hermoso anacronismo que,
como bien se declara en el monólogo final (magia del dramaturgo y de la actriz
que, valga la pena recordarlo, son hermanos y comparten un linaje psicodramático), parece avisarnos de la
constitución arquetípica del deseo humano —lo que nos rompe toda volición y nos
encomienda a la voluntad de los monstruos.
Alcanzamos aquí el punto álgido de la obra: el deseo, aquello que para existir
verdaderamente nunca podría exponerse en su totalidad porque solo el fuego
podría hacerle justicia. De ahí que las más diversas instituciones (la Iglesia,
ejemplarmente) lo hayan conjurado de diferentes formas.
La filosofía hizo de éste uno de sus temas
centrales. Sin ir más lejos, el propio Hegel lo nombró el motor de su
dialéctica entre amo y esclavo, el deseo de
reconocimiento en tanto cuestión vital. En esta pieza, el deseo está diseñado a
partir de su formato sexual, en un trabajo sin moral ni prejuicios. Es acertada
esta hipótesis porque ningún deseo tiene moral. Y como es una pieza dramática,
ella juega al ritmo de todo deseo —a su esconderse y mostrarse, para volverse a
esconder. A los dramaturgos clásicos les encanta este juego, el juego de las
escondidas. Por lo general, sus obras esconden referencias a otras obras,
reflexiones personales puestas en boca de los personajes más infames, diálogos
que anticipan un desenlace imprevisto y, sobre todo, enigmas indescifrables —también
para ellos mismos— que singularizan la dulzura de sus personajes, incluso de
los más bajos. En otras palabras, los dramaturgos clásicos escriben desde el
deseo. Sin embargo, para ellos como para gran parte de la filosofía, donde hay
deseo hay un sujeto. Y es aquí donde
resurge lo verosímil en la obra, la pretensión de convencimiento arrojada al
espectador. Pero también donde hay deseo, como para gran parte de otra
filosofía, se quiebra cualquier sujeción.
Y aquí la obra rompe sus pretensiones y deja de convencer para solo exponerse,
exhibir sus vestidos y sus cuerpos como puro aparecer sin acción que lo
sostenga, como pura piel erizándose sin moral en un contacto deseoso. Pero, tal
vez aquí, cuando la obra realiza este segundo movimiento, tal vez aquí ya no
pertenezcamos más al linaje de la dramaturgia y del teatro, sino al de la pura
y simple escritura-escénica. Y estos
dos movimientos nos quiebran la espalda y así salimos victoriosos y perdidos a
la vez.