Sobre La intemperie de las cosas
(dirigida por Belén Couluccio, Andi
García Strauss y Matías Miranda)
por Manuel Ignacio Moyano
Hay
tiempos que son humanos y tiempos que no lo son. Éstos, los tiempos de lo no-humano, no pueden ser captados sino
por una traducción al tiempo de los hombres. Esa es quizás la primera dimensión
del humanismo: cree que las cosas son traducibles al tiempo de lo humano. Pero,
¿qué pasa si se retrasa esa traducción del tiempo de las cosas al tiempo humano?
¿No se abre un tercer tiempo, aquel en que se demora la misma traducción?
La
primera escena nos provee una altísima apuesta: el tiempo de las cosas. Una
escena vacía, donde solo hay cosas de una supuesta casa, un supuesto hogar, un
supuesto refugio. A pesar de los errores técnicos de la función, la apuesta de
esa primera escena es realmente contundente. ¿Escuchan las cosas? ¿Ven las
cosas? ¿O somos nosotros los que lo hacemos? Por un instante, las cosas parecen
percibir plenamente. Hay una percepción extraña que sobrevive antes de traducirse
a un sistema categorial de explicitación humanista. Vemos algo así como un
cuadro en el que aparece una alacena, una mesa, un par de sillas y algunas que
otras cosas más. Presentadas así, como cosas crudas, se abre un tiempo viscoso
absolutamente singular, como una pátina de aceite cayendo sobre un vidrio. Es
bellísimo y riesgoso. No hay teatro y se agradece. Hay ficción, claro que sí,
pero no teatral. Luego ingresa una pareja, los performers y directores del
proyecto, pero inhumanos. En un hermoso juego de tracciones físicas, mecánicas,
arman una intensa coreografía que no dice nada y dice todo. Y luego ingresan,
con su tiempo, allí donde estaba el tiempo puro de las cosas. Se mezclan
diversos tiempos, los de las cosas, sus pequeños ruidos y destellos, y los de las
acciones de los hombres. Todavía todo en términos inhumanos, perfectamente
inhumanos. Encienden una pava eléctrica y escuchamos el tiempo absoluto en que
el agua hierve. Escuchamos el click
de la máquina. Ponen una taza transparente en el centro de la meza y la llenan
de agua hirviente. Ellos miran la taza, nosotros miramos la taza y el agua se
vuelve vapor, el vapor sube, se aleja, se pierde, se esfuma, se invisibiliza.
Es la intemperie de las cosas, la
belleza de sus tiempos, de sus formas. Colocan un saquito de té en la taza y
vemos el agua colorarse. Vemos la reacción química, inhumana, absolutamente
inhumana. Pero somos nosotros, los
espectadores, y también los performes quienes observamos. Y ahí es donde se
produce esa suerte de tercer tiempo, aquel donde entre el tiempo absoluto de
las cosas y el nuestro todavía no se ha realizado una traducción completa. En
ello, la obra es magistral.
Sin
embargo, de alguna forma, el proyecto se traiciona a sí mismo. Las escenas
subsiguientes explican filosóficamente todo aquello que ya escénicamente han
logrado. Claro que no todas las escenas pues varios instantes más se rigen por
las tracciones físicas de los cuerpos, las sonoridades de las cosas así como
por lenguajes inentendibles y altamente cómicos. Ahora bien, si la Cosa es desde
Platón en adelante el objeto de la filosofía, las cosas no hacen filosofía. Por ello, la filosofía es cosa de
hombres, no de las cosas. Y en ello es reprochable la actitud de la obra de
cerrarse filosóficamente, todavía cuando en esa filosofía no haya más que
absurdos y citas encubiertas de libros de moda. Es reprochable puesto que el
inmenso abismo que una simple taza transparente llena de agua humeante abre, la
simplicidad de ese instante, es explicitada en una craneada discusión sobre el
estatuto de la realidad. En esa discusión vuelve el Señor Teatro, Occidente, el
Humanismo y la tropa de emociones y pensamientos que por siglos y siglos nos
han dominado… Pero le agradecemos haberse animado a apostar a una escena sin
teatro, una escena sostenida en las cosas y no en los hombres. Y eso nos enseña que el acontecer escénico
existe antes que la filosofía y antes que el hombre: en ello reside su gracia.
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