por Manuel Ignacio Moyano
Estrella, la
Maestra de Ceremonias del ciclo “Mover la lengua + Fecha 5”, se plantó en medio
de la escena y comenzó diciendo con su tono de jocosa seriedad: “Lo que más me
gusta no es actuar.” Alguien que llegó tarde, forzando el portón de calle e
ingresando, interrumpió su momento. La presentadora retomó el hilo de su
presentación con una mirada lacerante ante la retardada e insistió: “Lo que más
me gusta no es que la gente llegue tarde. (Risas)
Lo que más me gusta es bailar.” Me dejó pensando ahí mismo. “Lo que más me
gusta es bailar.”
La gente
sale a bailar, la gente baila, tus ojos en este momento bailan. Pero también hay
gente que no baila, que está al costado. Esperando u observando. Me gusta
pensar que esa gente también está bailando, sin que nadie lo sepa. Recuerdo una
fiesta de cuando era muy chico, entrando a la adolescencia, había un pibe
bastante tímido, lleno de granos y con todo el pelo peinado para adelante,
tapándole casi toda la cara. Recuerdo que sus ojos ni se veían, entre el pelo y
las cejas se armaba un fondo oscuro que no dejaba ver. Obviamente era el freak
de la fiesta, todos los miraban, los de siempre (que eran mis amigos del
secundario) lo burlaban. Era una fiesta de chetitos. Era la época en la que se
escuchaban “marchas electrónicas” y algo de cumbia o cuarteto. El pibe, me acuerdo
como si fuera ayer, estaba apoyado en una columna de la galería en la que casi
todos bailaban o charlaban. Estaba absolutamente solo y quieto. Tan pero tan
quieto que no pude dejar de mirarlo ni un momento, tan quieto que una y otra
vez la gente lo miraba. Tenía la escapula izquierda apoyada contra la columna
blanca, la pierna izquierda estirada, la derecha flexionada cruzando por
delante la izquierda, el torso levemente curvado hacia adelante y un vaso en el
brazo derecho, también flexionado con su mano apoyada en la boca del estómago.
Nunca tomó ni un trago. Solo miraba y era mirado por todos. Nunca cambió de
posición, nunca habló con nadie, solamente miraba cómo los otros bailábamos y
nos relacionábamos. Era un imán. Todavía lo recuerdo. Era imposible que pasara
desapercibido, imposible. Capaz haya sido uno de los mejores bailarines que vi
en mi vida. Tal vez porque era el único que se movía de otra forma, o porque
era el único que realmente hacía lo que hay que hacer para bailar: observar.
Pero creo que había algo más, algo más que le daba todo su misterio, en su no-movimiento,
en su conservar la misma posición, en su estar ahí sin otra cosa más que estar
ahí se armaba, sí, se armaba un verdadero lenguaje.
Ese cuerpo decía muchísimo.
No sé bien
porqué recuerdo esto, pero tal vez porque
creo que bailar es también una forma de decir. Aunque un decir que dice siempre
lo mismo. ¿Qué? Un cuerpo, el cuerpo. Creo que bailar, como el pibe con su
performance inmóvil en la fiesta cheta, es una forma de decir no solo con el
cuerpo sino de decir al cuerpo mismo. Saltar, rolar, rotar, flexionar,
ritmarse, caerse, dejarse caer, fluir, percibir, girar, tocar, dejarse tocar,
chocar, golpear, respirar, romper y curvar los esquemas de las coordenadas
arriba-abajo/izquierda-derecha, torcer, retorcer, gritar, callar, llorar, reír,
mirar, dejarse mirar, así como todo ese infinito en constante recomienzo que
hacen al cuerpo que baila son formas de decir con el cuerpo, sí, pero un decir
que no dice otra cosa más que al cuerpo mismo. La danza es el texto del cuerpo,
es la forma en la que el cuerpo se escribe, la forma en que el cuerpo se
coreo-grafía (de “choros”, baile y de “grafos”, escritura). Por esto no creo que
bailar sea decir algo más allá del cuerpo y no les creo a los que bailan para
decir otra cosa. Bailar es decir al
cuerpo. El pibe ese, absolutamente quieto y callado, decía al cuerpo mismo.
Insisto: bailar, decir al cuerpo y nada más.
Pero si
bailar ya es un lenguaje, ¿qué pasa con las palabras en sí? ¿Y qué pasa con la
relación cuerpo/palabra, esa relación que a esta altura de las
experimentaciones escénicas no puede ser más “dramatúrgica”? Lo primero que
habría que decir es que toda palabra es ya un cuerpo. La palabra es un cuerpo.
Y como todo cuerpo, toca. Por eso me interesa muchísimo la propuesta “Mover la
lengua”, organizada por Martina Kogan y un gran equipo en el teatro del perro.
Me interesa porque se juega en el límite de dos tipos de lenguajes y de dos
tipos de cuerpos: el cuerpo físico y el cuerpo de las palabras, el lenguaje
corporal y el lenguaje de las palabras. Límite donde todo se trans-grede,
obviamente. En la primera ronda de estos encuentros, la del 28 de noviembre, Laura
Friedman y Nelson Barrios bailaron una serie de diversos textos (poesías,
relatos de fútbol, discursos o reflexiones) proyectados en off y algo editados
al punto de rozar cierta musicalidad, pero sin hacerse “música” (en sentido
tradicional). Lo que los performes hacían en escena, en un estadio
absolutamente experimental, entrando y saliendo alternadamente, era moverse en
la resonancia de la proyección de esos textos. Bailaban textos, literalmente, así como suena la ambigüedad de
la afirmación: bailaban textos. ¿Quiénes bailaban? Los performers y también los
textos, y ambos se dejaban tocar, se hacían movimiento, tiempo, transpiración.
Se producía una especie de dúo entre la voz en off hablando y el cuerpo de los
performers bailando. Bailar-hablar, el baile era el texto y el texto era el
baile. El cruce estaba todo el tiempo produciéndose al punto de que algo nuevo
empezaba a nacer, algo que me parece lo más importante para indagar hoy en el
marco de las prácticas escénicas: ya no un cuerpo bailando un texto, o un texto
diciéndose en un cuerpo, sino, así de una, un cuerpo-textual. Ese cuerpo-textual es el que después de las presentaciones,
mediadas por la intervención de la Maestra de Ceremonias doña Estrella de la Noche,
se extrema en la obra “Fecha 5” (ideada e interpretada por Martina Kogan y
dirigida por Lucía Disalvo). Allí lo que se hace es proyectar un relato de
fútbol (un Boca-Independiente de hace algunos años, con muchos goles), también
editado e intervenido sonoramente, a partir del cual Martina elabora todo un
sistema de movimientos y resonancias físicas desde el relato y su vociferación.
Pero, como dijimos antes, el cuerpo es ya un lenguaje, uno que se dice solo
bailando. Y las palabras también son cuerpos (por eso para leerlas hay que
mover los ojos, la lengua para decirlas, las manos para escribirlas, la disposición
corporal para escucharlas). Entonces, cuando hay de fondo un texto, uno tan
particular como un relato de fútbol, se empieza a gestar algo raro, algo como
un lenguaje doble, un lenguaje al
cuadrado, uno de cuerpo y palabras, un lenguaje que coagula el lenguaje del
cuerpo y el cuerpo de las palabras.
Escribe Jean-Luc
Nancy en algún lado: “Siempre tenemos el cuerpo agitado por algunas rimas y
algunos ritmos, por palabras golpeadas, entrecortadas, escandidas, sacudidas
como si fueran ellas mismas la piel del tambor, y que es mi propia piel, que es
la propia piel de quien habla, tendida para resonar, y su vientre y sus
nervios, bajo los golpes de las palabras que golpean firme, que remueven, que
agitan, ellas mismas palmas o baquetas, palabras que son absolutamente las
cosas y los choques, cantando, bailando, meneando toda la máquina de disfrutar
y gemir, y vociferar, soporte de su voz.” No hay texto por un lado y cuerpo por
el otro, no hay piel separada de las palabras. Siempre tenemos palabras en el
cuerpo, resonándonos. Y cada palabra es un cuerpo, sí, esta PALABRA es un par
de manos tecleando, es un par de ojos mirando, esta PALABRA está acá, al frente
mío, bailando sobre los píxeles de mi monitor, pero esta PALABRA está también
ahí, al frente tuyo, bailando y haciéndote escuchar este par de manos, este
teclado, este ritmo que no es mi cuerpo ni el tuyo, sino el del texto, el
texto, este texto donde ahora vos y yo estamos bailando, donde tus pupilas se
están moviendo, donde mis dedos caen en tus ojos, este texto que los dos
estamos escuchando, observando, este texto baila y nos hace bailar, juntos, a
pesar de las distancias y de los des-tiempos.
El ciclo y
la experimentación que ofrece “Mover la lengua” apuntan a ese lugar donde el
cuerpo y el texto se mezclan en un solo baile. Ahí hay que seguir indagando y
moviendo la lengua.