por Manuel Ignacio Moyano
Ph Ana Novilo
i. La
repetición, lo mismo reproduciéndose, quizás sea uno de los temas centrales de
Occidente. Borges comienza su cuento El
inmortal con un epígrafe de Francis Bacon (el filósofo, no el pintor) que dice:
“Solomon saith: there is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but
remembrance; so Solomon giveth his sentence, that all novelty is but oblivion.”
Algo
así como: “Salomón dijo: no hay ninguna cosa nueva sobre la tierra. Así como
Platón imaginaba que todo conocimiento no era sino reminiscencia, así Salomón
dio su sentencia, que dice toda novedad no es sino olvido.” En este sentido, y
como antesala de ese inmortal que Borges encuentra a través de su narrador, lo
que se nos muestra en el cuento es la insistente persistencia de la eternidad,
de lo mismo reproduciéndose. Ahora, lo eterno no es lo que dura desde y para
siempre, sino aquello que no puede dejar de re-comenzar, de volverse a escribir.
De allí que el inmortal del cuento no sea otro que el “padre” de la literatura
occidental: Homero. Otro cuento de Borges, Pierre
Menard, autor del Quijote, nos muestra irónicamente a un francés
reescribiendo, punto por punto y coma por coma, el Quijote de Cervantes.
Sabemos y conocemos el amor de Borges por los clásicos, por su inagotable
posibilidad de reescribirse. Pero la gran singularidad, además de su estilo, de
esa pasión por lo de antaño es que entremezcla una y otra vez la cuestión de la
repetición con aquella, más profética, de la eternidad. No hay, entonces, una
creación ex nihilo, no hay nada que
surja de la nada (o más bien: de la nada solo emerge más nada, ese es el chiste
del nihilismo), lo que hay, en cambio, es una repetición que recomienza una y
otra vez, aquello que hace del conocimiento un recuerdo (como quería Platón) y
de la novedad un olvido (como sentenció Salomón). No hay “creación”, esa
palabra tan cristiana que se desvive en la boca de artistas incautos. Nietzche
lo anunció también: hay un “eterno retorno de lo mismo”. Es entonces así que la
repetición abre, lo quiera o no, la pregunta más filosófica de todas: la
pregunta por la eternidad. En Parménides, quizás el primer filósofo pre-socrático
que se arriesgó a pensar la eternidad, se anunciaba esa suerte de éter como
aquello no solo incorruptible (que no cambia) sino también ingenerado (pues ya está
“generado” desde siempre). Retengamos estas dos ideas: lo que no cambia, lo que
no se genera.
ii. Hay en la
repetición una angustiante y violenta reproducción uniformante de lo mismo, sí,
es cierto. Pero hay algo más: una insistencia en y de la eternidad, una
insistencia ex-temporaria. La repetición no solo repite “algo” (un mundo, un
cuerpo, una idea, una palabra, un movimiento), sino que también repite la misma
posibilidad de su propio mecanismo. Lo eterno es esa re-petición, la posibilidad de “algo” de volver a ser.
Sin embargo, aquello que vuelve a ser no es ese “algo”, sino el mecanismo de la
repetición en sí. Es por eso que la eternidad, “el eterno retorno”, no es solo
la repitencia de contenido y/o forma sino de la posibilidad misma de repetir.
En eso emerge el vínculo tan extraño entre repetición y eternidad. Sin embargo,
dijimos que lo eterno era, precisamente, lo que no cambiaba como lo que no se
generaba. ¿Cómo es posible, entonces, que haya repetición si no hay cambio ni
generación, si no hay una transformación ni una invención de cero? ¿Qué se
repite? Insistimos: lo que se repite, además de “algo”, es la posibilidad de la repetición. Tuvimos
que esperar a la astucia de Gilles Deleuze para entender que allí, a pesar de
que lo mismo sea lo que se repite, se cuela una pequeña diferencia. Aquella donde no se repite solamente lo mismo, sino su propia posibilidad. Y esta, en tanto
potencial, “virtual” como la llama el francés, es siempre diferente, incesante
diferenciación. Por lo tanto, a fin de cuentas la repetición, su posibilidad,
es la diferencia en sí. Retomemos lo
que dejamos en el tintero: si la eternidad es lo que no se transforma ni genera
solo puede ser, entonces, porque ella es
la perpetua transformación y generación de las cosas. En este sentido, la
repetición muestra que no hay invención de la nada (generación) ni mera
corrupción de algo previo (cambio), sino una diferenciación que solo puede ser entendida como constante generación
y constante transformación. De Parménides pasamos a Heráclito: “nadie se baña
dos veces en el mismo río”, decía éste mostrando la primariedad de la diferenciación
como esencia de la existencia. Es sobre este trasfondo donde se puede abrir una
idea distinta de la Máquina, más allá de la reproducción uniformante que
ejerce.
Ph. Ana Novillo
iii. Problematicemos
lo que hemos dicho desde el sistema que propone Ramo, dirigida por Martina Schvartz. La obra se expone
puntillosamente como la presentación de un “ciclo” donde se nos presenta la
re-producción de un objeto-ramo encarnado en 6 bailarinas que antes que humanas
son el engranaje de la máquina. Como es legible de inmediato, Ramo, en cuya palabra se lee el juego
obvio con “amor” (pero también con “roma” y, extrañamente, con “omar”), es una
crítica sin piedad a la máquina heteropatriarcal occidental. Pero es una
crítica que no se enuncia desde su contenido, desde las afirmaciones que el
feminismo contemporáneo ha puesto como indiscutibles en el tablero de la vida
pública actual (“Vivas nos queremos”, “Muerte al patriarcado”, “Ni una menos”).
Ello no significa que la obra renuncie a ellas, sino que realiza un giro más en
el cual la crítica ya no es solo una enunciación de dichas consignas, sino
también una interrupción. Veamos: 6
bailarinas van ingresando a escena sosteniendo ominosamente un ramo en su mano.
Desde el inicio están tomadas por lo neutro de ser un engranaje de una máquina
y todos pero todos sus movimientos se coordinan en una coreografía
absolutamente detallada, donde todo giro no es sino el giro de un engranaje que
habilita el giro de otro y de otro y así. La cadena de (re)producción es
potenciada por una música que toma toda la escena y la platea, con la absoluta
impunidad que solo la música posee. La
coreografía es la máquina. Aquella donde las bailarinas-engranajes no son
sino instantes obligados del sistema, de la totalidad. Como si fueran partes
necesarias de un todo mayor, que es más importante que ellas, lo que las vuelve
absolutamente intercambiables. Sin embargo, no solo son partes, son también el
producto de esa máquina. En la caracterización misma de las bailarinas se ve cada
engranaje como si fuera un ramo (el vestuario y el maquillaje van en esta
dirección). Ellas son, cada una, los ramos-engranajes. Los mismos que sostienen
fálicamente en sus manos y con los que realizan la coreografía. En ello se
muestra quizás la primera capa de la obra: se toma un gesto heteropatriarcal,
el “ofrecimiento” masculino de un ramo de flores (o bien la captura de las
flores en el puño del varón), y se lo extraña al maquinizarlo. La ofrenda se
convierte en compulsión, lo natural en artificio: o mejor, se muestra cómo en
esa “naturalización” hay un artificio que repite al mismo sistema
heteropatriarcal. Sin embargo, dado que la obra se divide escénicamente en dos
planos que no se interfieren hasta el final, aparece una segunda capa. Una
suerte de boudoir con una mujer
maquillándose dentro se va acercando al público de manera sostenida, extrañando
sus gestos para exponer cómo la máquina reproduce lo femenino vinculado a lo
privado y al maquillaje, como si tuvieran que convertirse en algo más de lo que
son. El acercamiento tortuoso de ese boudoir,
en una regulación estricta del espacio, como toda la obra, llega hasta un punto
donde empezamos a ver que la mujer maquillándose no es sino la producción de la
mujer-ramo. Asistimos, entonces, a la (re)producción de lo femenino como un
engranaje necesario de la máquina heteropatriarcal en una repetición
insoportable, donde cada ramo es un engranaje y un producto de esa máquina,
como si se alimentara con su propia producción. Y por momentos pareciera que no
hay ninguna fuga posible.
Ph Ana Novilo
iv. Si usted ha
leído hasta acá, es porque no le interesa tanto el qué pasa en la obra sino cómo
pasa y, fundamentalmente, cómo es posible leer eso que pasa. Por lo tanto,
sabrá usted que lo que viene puede ser tomado como un “spoileo”, término de la
cultura hollywoodense (y del mal teatro) donde lo que importa es qué sucede
antes que cómo sucede aquello que sucede. Queda en usted seguir leyendo a
riesgo de que “le cuenten el final” o que la lectura que proponemos se anude de
alguna forma.
Ramo.
La máquina tiene que cumplir un ciclo productivo. Las 6 bailarinas-engranajes,
por un lado, la mujer maquillándose, por el otro. Una coreografía dividida en
dos planos escénicos. Lo que se muestra es, finalmente, que aquella mujer
maquillándose no es sino un nuevo producto que nutrirá a la máquina, que se
reconvertirá en una clonación de lo mismo, de la mujer-ramo. Hasta aquí un
primer aspecto de la operación crítica que la directora nos propone. Pero hay
uno más interesante. La máquina, para poder perseguir su afán (re)productivo,
del cual depende su propia existencia, debe interrumpirse en un momento. Como
si necesitara detenerse, aunque sea solo un instante, para que aquello que debe
repetirse pueda hacerlo, para que el ciclo se pueda cumplir y re-hacer. Estamos
acá en lo que anunciamos al comienzo: debe repetir su propia posibilidad de repetición. ¿Cómo sucede
escénicamente? Una fuga. Una de las
bailarinas, luego de una contagiosa coreografía, empieza a tomar el centro de
escena. Poco a poco se desprende de la serie coreográfica y abre un tercer plano escénico. Ahora tenemos la
manada de engranajes, la mujer en el boudoir
y ella. ¿Quién es ella? Era, hasta ese momento, un producto-engranaje: la
mujer-ramo. Sin embargo, en un crescendo acompasado nuevamente por la impune
música, un crescendo que abre un éxtasis lacerante, sucede una metamorfosis
radical: tan solo por un instante ella deja de ser engranaje-producto para ser
una materia neutra. Valga aclarar: la neutralidad de las mujeres-ramos es la de
los engranajes, ese anonimato propio de ser producto y parte del sistema. En
ese instante, quizás el instante más poderoso de toda la obra, se abre otro
anonimato, uno asociado a una neutralidad que interrumpe el propio sistema de
la máquina. Es un éxtasis, un “estar fuera de sí”, donde antes de la producción
aparece, absoluta, la materia prima
de la máquina que no es otra que la diferencia pura. Es allí cuando lo femenino
emerge en su potencia primigenia, aquella que la máquina heteropatriarcal
captura y convierte en un ramo-engranaje-producto. Sin embargo, y esto es lo
central, para que aparezca tiene que haber una fuga que, al menos por un
segundo celestial, interrumpe la máquina. Luego, la bailarina, desnudada del
vestido-ramo, intercambia su papel con la mujer del boudoir y el ciclo finaliza (para volver a comenzar). Pero nada de esto sería posible sin un agujero
en la máquina, sin un instante de no-maquinación. Esto significa, entonces,
que la máquina depende de aquello que no produce. No hay ciclo productivo
posible sin esa posibilidad que otorga el afuera,
genialmente encarnado por la bailarina en un gesto más performático que
dancístico, que esa mujer-ramo abre una vez que se desencadena del proceso
productivo-coreográfico. Es un breve instante, pero fundamental. Una detención
de la máquina. Un momento que será olvidado por el propio sistema, donde el artilugio
hace que esta nueva mujer-materia entre al boudoir
para que la que estaba en él salga y se coloque el vestido del ramo. En ese
gesto se cumple el ciclo para dar inicio a uno nuevo. Pero lo fundamental es
que allí se tuvo que borrar esa potencia extática que acontece fuera de la
máquina, se tuvo que realizar un olvido
sin el cual no habría ninguna producción. Y con este breve gesto, podemos
invertir, deleuzeanamente, la sentencia de Salomón que recordaba Borges a
través de Bacon: cada olvido no es sino
una novedad.
La
crítica que Ramo propone entonces no
es solo una representación formal y exquisita de aquello que la máquina hace,
al modo de una denuncia. Es también una presentación
de aquello que la máquina no hace, de donde surge incluso su posibilidad de
repetición, y por lo cual puede ser empleada en su contra. Es una presentación
de la potencia absoluta de un éxtasis
femenino que puede deformar cualquier formalismo maquinal. Y esa potencia
es eterna, como ese instante que tuvimos la suerte de vivir.
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