sábado, 30 de abril de 2016

“Mentira caminante” o Urdapilleta, Kartun y el “trompete”.
Sobre Bulto Magno

por Manuel Ignacio Moyano



I. En El chiste y su relación con el inconsciente (1905), Freud nos relata una humorada particular. Dice así: “Dos judíos se encuentran en un vagón de un ferrocarril de Galitzia. ‘¿A dónde vas?’ pregunta uno de ellos. ‘A Cracovia’, responde el otro. ‘¿Ves lo mentiroso que sos? —reacciona indignado el primero—. Si decís que vas a Cracovia, es para hacerme creer que vas a Lemberg. Pero ahora sé que de verdad vas a Cracovia. Entonces, ¿para qué me mentís?’.”
¿Dónde está el chiste? En la reacción desmedida del segundo judío, en el que sabe que le pueden mentir diciendo la verdad. Bien podría suceder que el primer judío no tuviera la más mínima intención de mentir, sin embargo su respuesta es de por sí sospechosa. Ella bien podría esconder una segunda intención en la que diciendo la verdad, intentáramos hacer creer al otro que vamos a Lamberg, induciéndolo a sospechar de nuestra respuesta. Como en el famoso juego de cartas españolas conocido como “Mentiroso” o “Desconfío”, aquel en el que jugamos a deshacernos de las cartas lo más rápido posible. En nuestro turno, dejamos una carta boca abajo sobre el montón y avisamos su número o palo. Este puede ser real o falso, podemos decir la verdad o mentira. Y es el compañero del lado quien debe creernos o no, sabiendo que si levanta nuestra carta y hubiéramos dicho la verdad debe llevarse el montón de cartas entero, de lo contrario nos lo llevamos nosotros. La posición de este compañero es la misma que la del segundo judío en el chiste de Freud: cualquier cosa que le digamos es motivo de desconfianza. Para cualquier epistemología, para cualquier teoría del conocimiento este chiste representa un impasse, una paradoja enorme: la verdad y la mentira pueden coincidir —de ahí el interés del psicoanálisis, la praxis del inconsciente. Entonces, ¿qué conocemos si todo lo verdadero puede ser falso y todo lo falso verdadero? O, mejor, ¿qué nos queda entonces si la verdad y la mentira se encaman de tal modo? Nos queda una sola: seguir contando chistes.
Esto es Urdapilleta. Es una máquina atroz de comicidades del vuelo más bajo, un vuelo de cocodrilo, de piel de cocodrilo. Es el más sincero de todos los falsetes, el reverso under del “capocómico” argentino. Y por ello, la mejor desactivación del fachismo “progre”, misógino, homofóbico de esta figura que tan hondo vive en las subjetividades argentinas. Urdapilleta y las viejas locas, las putas suicidas, las travas de cotillón; Urdapilleta y los perfumes vulgares, la voluptuosidad de un ropero lleno de vestidos y tapados donde el parche y la marca dan lo mismo. Urdapilleta es maquillaje puro. Es la verdad del maquillaje, de los labios mal pintados, del rush, del sombreado exagerado, del ojo delineado sin línea. Urdapilleta es un alcohólico, puto y drogadicto tratándose de maquillar, bien puesto, frente a un espejo. Es esa imagen toda corrida, toda exagerada, casi demencial. Esa imagen viscosa que nos devuelve el espejo cuando lo miramos bien puestos. Urdapilleta no vende humo: dice la verdad y la mentira a la vez, ahí está su enorme gracia. No es un “progre” comprometido con las calamidades de lo bajo, tampoco un cínico, tampoco un reaccionario. No va ni para adelante ni para atrás, se bambolea para los costados, de un lado para el otro —como el paso del borracho. No nos deja saber nunca si todo lo que dice es verdad o mentira porque, como el primer judío en el chiste de Freud, cualquier cosa que diga es sospechosa. Como todo lo que pasa entre las piernas, donde todo cuelga, se para o se tajea, o se abulta y donde se tocan verdades y mentiras con igual ardor. “El universo entero cabe en un maní”, nos grita por ahí, y esa es otra forma de decirnos: esta pija, esta concha, estas bolas y estos pezones, y esta cara toda maquillada y pintadarrajeada “como una puerta”, pues todo esto que es falso es lo único que existe, es la vida.
Gilles Deleuze, escribiendo sobre el cine moderno, llama a ese efecto extraño de verdad y mentira, de pureza y fabulación, “las potencias de lo falso”. Urdapilleta, desde el teatro, se inscribe en ellas.

II. Bulto Magno. Montaje basado en textos de Alejandro Urdapilleta (proyecto surgido de Actuación IV 2014, UNA, con supervisión artística de Guillermo Cacace, Julieta De Simone y Andrés Molina) es una obra exquisitamente fiel a esta potencias. Pero es fiel porque no trabaja sus textos desde la melancolía homenajeante. No viene a “recitarnos” textos de Urdapilleta. Nos viene a urdapilletear todo, la cabeza y el cuerpo. ¿Qué es una urdapilleteada? El día en que murió en 2013, la negra Vernaci contaba, entre lágrimas, algunas andanzas entre ellos y Humberto Tortonese. Entre éstas, una muy singular: se sentaban en las escaleras de algún canal o alguna radio, escaleras por las que pasaba mucha gente, y a cada hombre que pasaba le manoteaban el bulto. Las veintidós bombas de Bulto Magno se calibran precisamente ahí, en un toqueteo cosmético del bulto espectador. No sólo revientan la sala de risa sino también de belleza, de esa extraña belleza kitsch que siempre viajó entre las actuaciones y los escritos de Urdapilleta. Es una obra precisa, preciosa y fundamentalmente vulgar. Pero ser precisos, preciosos y vulgares no es un trabajo nada fácil. Se puede ser preciso y nada más. O precioso, como la boba máscara de las modelos. O vulgares, como Miguel del Sel. Lo mágico es ser las tres cosas a la vez. Y Bulto Magno lo logra porque se realiza escénicamente desde la piedra basal de toda escena: el ritmo. El ritmo de un buen culo visto en su andar. El de un bulto que se menea. El ritmo groncho del exceso. El ritmo de la escritura misma de Urdapilleta.
Cada una de esas bombas escénicas viene a ablandarnos, ante la rigidez inicial de cualquier espectador, desde esa rítmica. Por momentos quilombera y festiva, por momentos trazada a través de claras coreografías. Con voces potentes y prepotentes, y con ropa, ropa, mucha ropa y bien groncha. Pelucas, maquillaje, carteras, bolsos, collares, pulseras, perlas, aros, tacones, polleras. Es que esta obra trabaja el ritmo femenino —femenino en un sentido subjetivo, no biológico. El ritmo de un derroche ontológico que hace del ser un puro aparecer, en otras palabras, el ritmo de la noche. Y también, hay que decirlo, el ritmo lacerante de Marilú (la mucama), que desde su rostro ominoso, callado e inmóvil largando las mejores comicidades, nos enseña que un simple gesto puede contener todo el ritmo del mundo (como quería Urdapilleta, cuando decía “el universo cabe en un maní”). Un rostro que puede ser un culo, y ahí está la magia. Porque a fin de cuentas se trata de lo mismo que hacemos todas las noches: dar ocote. Y para dar ocote hay que saber trabajar con precisión, preciosura y vulgaridad. Esta obra lo sabe. Dos hermosos audios de Urdapilleta, uno de entrada y otro de salida como en una linda cogida, abren y cierran esta rítmica feroz de una noche femenina.


III. Ahora, ¿qué tiene que ver el bueno de Kartun en todo esto? A priori nada. Sólo nos imaginamos que para los anales del teatro argentino una linda imagen hubiera sido ver a Kartun dándole un “trompete” a Urdapilleta. ¿Cómo es eso? Así: Urdapilleta parado de espaldas, Kartun arrodillado atrás chupándole el ojete, con la mano izquierda acariciándole el escroto y con la derecha pajeándole el tallo (como se toca una trompeta). Es que el trompete es el reverso del pete, así como Urdapilleta el reverso de la dramaturgia nacional —por eso lo amamos.

martes, 26 de abril de 2016

Creaturas

por Manuel Ignacio Moyano


Fotografía extraída de la página de Facebook "Samuel Beckett"
Sin especificaciones sobre fotógrafo o producción en cuestión.

La teología cristiana divide el mundo de los muertos entre los que habitan el paraíso, los que moran en el purgatorio y los condenados al infierno. Todos ellos, juzgados previamente por Dios y declarados culpables o inocentes, o castigados con una temporada en el purgatorio, deben pagar el precio de sus pecados en vida en esa otra vida, la extraña vida después de la muerte con que la misma teología piensa el más allá de los seres —ultra-vida necesaria para asumir el dogma de la resurrección, prevista para todos salvo para los condenados al infierno, institución eterna y sin fin). Así, quienes mueren son enviados a cada una de estas instituciones de acuerdo al juicio divino. Sin embargo, la misma teología añade otra institución que denomina limbo, institución destinada a quienes Dios no juzga porque jamás han llegado a conocerlo —el caso ejemplar que da Santo Tomás es el de los niños que mueren apenas nacidos sin haber cometido otro pecado más que el de haber nacido, el pecado original. En el limbo, entonces, habitarán las creaturas y los cuerpos de quienes han sido olvidados por Él. Ni culpables ni inocentes, los habitantes de esta institución descansan fuera de la organización divina de la existencia. Son verdaderas creaturas. Figuras perdidas, formas incompletas, resina acumulada, órganos sin cuerpo, partes sin parte. Ni humanos de pleno derecho, tampoco animales reconocibles. Nada “natural” es propio de la condición creatural que se afinca más allá de Dios, nada de esa naturaleza siempre regida por las misteriosas fauces de las causas divinas. Es que las creaturas son en verdad las marcas de una existencia paralela, que ni la vida ni la muerte pueden definir. Un principio de auto-indefinición las corroe internamente. No constituyen identidad, por ello no son identificables. Entonces, ¿cómo es que pueden ser “marcas” si toda marca por definición es identificable, esto es, una diferencia que corta el flujo ilimitado y monótono de las equivalencias? Pues bien, para responder el interrogante sólo hay dos caminos: o se asume que ellas son las marcas de una ausencia, de algo que falta que, frente a un conjunto de presencias identificables, vale como un menos uno y abre un hueco heurístico sólo reconocible por sus contornos, jamás por su contenido; o se sostiene que estas marcas son el testimonio de una realidad positiva distinta, una indicación de lo otro en lo mismo, de una alteridad que el testimonio no puede definir cabalmente pero la asume como real en un juego de ensueños sin soñador. Diferencia negativa (una ausencia) o diferencia positiva (otra presencia virtual). En esta alternativa se mueven hoy las artes escénicas, las mejores de ellas —las que están entendiendo que entre teatro, danza, música y performance ya no puede haber serias distancias.
Con esto se ataca el último templo de la tradición escénica de Occidente (que, como en las verdaderas tragedias, es también el primero, el aristotélico): la acción dramática. Porque sin personajes no hay acciones: se quiebra así la pareja reinante de las artes escénicas. Hemos acabado con la tiranía del matrimonio Macbeth. Somos sus brujas, las mismas que tendiéndole la trampa de la profecía autocumplida los han llevado al poder para arrebatarles todo, hasta la cordura. ¿Qué hay entonces, para disgusto de los melancólicos y nostálgicos de siempre, en el lugar vacío que han dejado el personaje y la acción? Antes de responder, es necesario hacer una constatación más: una vez muertos el personaje y la acción —por medio de la última acción dramática posible, esto es, el matar— ha muerto también la historia, la forma-narrativa. Todos aquellos que intentan leer las producciones escénicas contemporáneas desde esta cópula personaje-acción dramática, y de su cama matrimonial (la historia), quedan enceguecidos ante la escena que ni quiere ni presenta acciones, personajes e historias. El siglo XX y su “pasión por lo real”, como lo describe Alain Badiou en El siglo, han terminado el trabajo sucio y han enterrado sus cadáveres. Se nos dirá: ya han llamado a todo esto “Teatro posdramático”. Responderemos: no decimos nada distinto. Hay dramas aún, hay representaciones, hay dramaturgos, hay nuevas versiones de Hamlet, de Edipo. Hay mucho teatro dramático aún. Dos cosas: ese es un teatro clásico. Un teatro moderno —el verdadero asesino de la acción dramática, del personaje y de su historia; el verdadero “teatro posdramático”— comienza con Beckett y con Brecht y alcanza su máxima expresión con Artaud (poco importa acá la cronología, la distinción clásico/moderno debe ser asumida en términos conceptuales, no historiográficos). Y en él podrán haber acciones, representaciones, re-versiones interminables de Hamlet, de Edipo. Sí, pero, y esta es la segunda cuestión, el principio-formal de construcción de todo eso ya no es el de la acción dramática y el desencadenamiento de una historia a partir de ella. Los personajes son ahora cajas cerradas, como quería Beckett. O máquinas, como quería Brecht. O magia, o enfermos de peste que contagian todo, como quería Artaud. Las historias se enturbian al punto de disolverse. ¿Y qué hay, entonces, en este “vacío narrativo”? Si somos beckettianos, pura detención. Si somos brechtianos, pura ejecución. Si somos artaudianos, pura destrucción. Nada de sugestión, nada de metáfora, nada de sub-texto. Física pura y dura.

No decimos nada nuevo. Sólo agregamos: el limbo, verdadera institución a la que pertenecen las creaturas (singularidades cualquieras sin identidad reconocible), es el paradigma de esta escena posdramática. Escena sobre la cual ningún templo podrá construirse, escena a-teológica —escena olvidada por Dios que permite, en su descuido y contra su rígida taxonomía, indiferenciar la danza y el teatro, la performance y la poesía, la revolución y las huelgas, las calles y los escenarios, las iglesias y los prostíbulos, estas letras y la realidad misma. Creaturas sin creador. Seamos modernos, aunque lo demás también importe.

lunes, 25 de abril de 2016

Algunas impresiones de “La verdad de los pies”

por José Luis Arce

Ph: Gastón Malgieri

El gran psicólogo Daniel Stern, plantea una serie de etapas en el crecimiento y evolución de un bebé. Aunque esas etapas se presentan secuencialmente, sucesivamente, no implica que la aparición de una de ellas supera y anula a la anterior. Más bien, dice, se asimilan y absorben para manifestar sus signos específicos a lo largo de toda la vida, en la que es propio aparezcan, ahora sí, simultaneizadas. La dramaturgia de “La verdad de los pies” que dirige Jazmín Sequeira parece acogerse a ese patrón, donde pulsiona lo individual y lo colectivo de una manera incesante y expeliendo al aire, las distintas edades de lo humano, ya sucesivamente, ya simultáneamente, siempre en multiplicidad. Aunque el individuo, el pobre humano, cada vez menos, logra decantar su identidad hacia la singularidad. Hay angustias (casi un grito de Munch) que se pegan a la épica antiheroica del hombre común, por conocerse, por sentirse. Pero en este trabajo, más que dramaturgia de actor o director, una dramaturgia de signo integral, donde las materias primas existenciarias de los propios emisores, se imbrican y se manifiestan como sueños, como pequeños poemas visuales o dramáticos, ironías alevosas de los crímenes cometidos en común, ante los que sin embargo, cada vez se guarda una actitud más desmantelada y naif que se levanta como el peligro de olvidarnos de nosotros mismos. Este principio dramatúrgico se extiende al espectador, que hilvana sensaciones, esquemas lúdicos, hasta experiencias anteriores al pensamiento, con el mecanismo fruente que se basa en el desnudamiento colectivo. La desnudez, por morbo o placer, siempre seduce.
Hay un registro en el espectáculo que remite a reconocer que aquella sombra en la pared, es la misma que proyectamos cualquiera de nosotros, y que, como en la caverna platónica, hay que ver si nos representa acabadamente. Quizá un contorno de ausencia en una pantalla, donde ya no somos referencia de nosotros mismos. Se usa para ello todo tipo de ‘extrañadores’ de energía. Se motoriza a base de entusiasmos de diseño, el olvido de las propias fuentes. Las propias angustias representativas, captan la paradojal tendencia darwiniana de una marcha despersonalizante hacia la horda, pero de una inquietante inversión. Ya no como evolución sino como entropía. Si hasta no hace mucho, las modas arcaizantes hendían el cuerpo para corroborar aún por el dolor, que algo de vida, de capacidad de sentir aún quedaba en él, ahora, la fricción-fisión anímica asedia directamente a la capa cortical, hasta saturar todo capacidad de respuesta capaz de indicar ‘quiénes somos’, ‘qué hacemos aquí’, ‘cómo nos llamamos’, en medio de un ‘groove’ atormentador, aturdidor, que percuta con placeres hápticos sobre la piel, hasta hacer de una maravillosa unidad psico-física que se precia, nada más que una achura mortuoria. Hay un torbellino, un vórtice con el background de rave, en un éxtasis que no llega, una donación que nadie brinda. Un potlatch que fracasa, porque se obturan los canales sensibles bajo capas de exuberancia sonora, donde la rarefacción de las ondas humanas, ya no viaja hasta los sistemas de captación consciente, y cae agotada en una saturación solipsista.
La vorágine física desagrega y sustrae estratos defensivos, en una estrategia de exposición de lo más íntimo y profundo de manera urgente y postrera, que tensiona políticamente el relato, por la complicidad o vivencia común que se hace reconocible porque está en el origen de la experiencia de todos (magno momento teatral de Carolina Cismondi, desplegando el cinismo retro-neocons).
Las madres del post-apocalipsis, atemorizadas, re-infetan los bebés nacidos de vuelta a sus vientres. Una ‘vía regressiva’. Un parto al revés.
La vaciedad del espacio para agudizar una radio prendida, o un televisor dando curso a la tropilla de rinocerontes que planteaba Ionesco como fascistización social. Hasta el doloroso momento, en que el mensajero es silenciado, bajo la mirada reminiscente de los mirones, que ponen en juego así, su capacidad de reconstruir lo que de verdad es importante.
Hay una consecuencia poética potente: La virulencia corrosiva de la gente danzando sobre la tapa del Averno. Más que desmontar los estratos que tapan, alienan, el efecto de la dirección es la exposición, la ostensión, el desocultamiento de una fragilidad que enternece y que lleva a preguntar si aún nos queda la entereza, el volumen de percatación para afrontar las asechanzas.