martes, 26 de abril de 2016

Creaturas

por Manuel Ignacio Moyano


Fotografía extraída de la página de Facebook "Samuel Beckett"
Sin especificaciones sobre fotógrafo o producción en cuestión.

La teología cristiana divide el mundo de los muertos entre los que habitan el paraíso, los que moran en el purgatorio y los condenados al infierno. Todos ellos, juzgados previamente por Dios y declarados culpables o inocentes, o castigados con una temporada en el purgatorio, deben pagar el precio de sus pecados en vida en esa otra vida, la extraña vida después de la muerte con que la misma teología piensa el más allá de los seres —ultra-vida necesaria para asumir el dogma de la resurrección, prevista para todos salvo para los condenados al infierno, institución eterna y sin fin). Así, quienes mueren son enviados a cada una de estas instituciones de acuerdo al juicio divino. Sin embargo, la misma teología añade otra institución que denomina limbo, institución destinada a quienes Dios no juzga porque jamás han llegado a conocerlo —el caso ejemplar que da Santo Tomás es el de los niños que mueren apenas nacidos sin haber cometido otro pecado más que el de haber nacido, el pecado original. En el limbo, entonces, habitarán las creaturas y los cuerpos de quienes han sido olvidados por Él. Ni culpables ni inocentes, los habitantes de esta institución descansan fuera de la organización divina de la existencia. Son verdaderas creaturas. Figuras perdidas, formas incompletas, resina acumulada, órganos sin cuerpo, partes sin parte. Ni humanos de pleno derecho, tampoco animales reconocibles. Nada “natural” es propio de la condición creatural que se afinca más allá de Dios, nada de esa naturaleza siempre regida por las misteriosas fauces de las causas divinas. Es que las creaturas son en verdad las marcas de una existencia paralela, que ni la vida ni la muerte pueden definir. Un principio de auto-indefinición las corroe internamente. No constituyen identidad, por ello no son identificables. Entonces, ¿cómo es que pueden ser “marcas” si toda marca por definición es identificable, esto es, una diferencia que corta el flujo ilimitado y monótono de las equivalencias? Pues bien, para responder el interrogante sólo hay dos caminos: o se asume que ellas son las marcas de una ausencia, de algo que falta que, frente a un conjunto de presencias identificables, vale como un menos uno y abre un hueco heurístico sólo reconocible por sus contornos, jamás por su contenido; o se sostiene que estas marcas son el testimonio de una realidad positiva distinta, una indicación de lo otro en lo mismo, de una alteridad que el testimonio no puede definir cabalmente pero la asume como real en un juego de ensueños sin soñador. Diferencia negativa (una ausencia) o diferencia positiva (otra presencia virtual). En esta alternativa se mueven hoy las artes escénicas, las mejores de ellas —las que están entendiendo que entre teatro, danza, música y performance ya no puede haber serias distancias.
Con esto se ataca el último templo de la tradición escénica de Occidente (que, como en las verdaderas tragedias, es también el primero, el aristotélico): la acción dramática. Porque sin personajes no hay acciones: se quiebra así la pareja reinante de las artes escénicas. Hemos acabado con la tiranía del matrimonio Macbeth. Somos sus brujas, las mismas que tendiéndole la trampa de la profecía autocumplida los han llevado al poder para arrebatarles todo, hasta la cordura. ¿Qué hay entonces, para disgusto de los melancólicos y nostálgicos de siempre, en el lugar vacío que han dejado el personaje y la acción? Antes de responder, es necesario hacer una constatación más: una vez muertos el personaje y la acción —por medio de la última acción dramática posible, esto es, el matar— ha muerto también la historia, la forma-narrativa. Todos aquellos que intentan leer las producciones escénicas contemporáneas desde esta cópula personaje-acción dramática, y de su cama matrimonial (la historia), quedan enceguecidos ante la escena que ni quiere ni presenta acciones, personajes e historias. El siglo XX y su “pasión por lo real”, como lo describe Alain Badiou en El siglo, han terminado el trabajo sucio y han enterrado sus cadáveres. Se nos dirá: ya han llamado a todo esto “Teatro posdramático”. Responderemos: no decimos nada distinto. Hay dramas aún, hay representaciones, hay dramaturgos, hay nuevas versiones de Hamlet, de Edipo. Hay mucho teatro dramático aún. Dos cosas: ese es un teatro clásico. Un teatro moderno —el verdadero asesino de la acción dramática, del personaje y de su historia; el verdadero “teatro posdramático”— comienza con Beckett y con Brecht y alcanza su máxima expresión con Artaud (poco importa acá la cronología, la distinción clásico/moderno debe ser asumida en términos conceptuales, no historiográficos). Y en él podrán haber acciones, representaciones, re-versiones interminables de Hamlet, de Edipo. Sí, pero, y esta es la segunda cuestión, el principio-formal de construcción de todo eso ya no es el de la acción dramática y el desencadenamiento de una historia a partir de ella. Los personajes son ahora cajas cerradas, como quería Beckett. O máquinas, como quería Brecht. O magia, o enfermos de peste que contagian todo, como quería Artaud. Las historias se enturbian al punto de disolverse. ¿Y qué hay, entonces, en este “vacío narrativo”? Si somos beckettianos, pura detención. Si somos brechtianos, pura ejecución. Si somos artaudianos, pura destrucción. Nada de sugestión, nada de metáfora, nada de sub-texto. Física pura y dura.

No decimos nada nuevo. Sólo agregamos: el limbo, verdadera institución a la que pertenecen las creaturas (singularidades cualquieras sin identidad reconocible), es el paradigma de esta escena posdramática. Escena sobre la cual ningún templo podrá construirse, escena a-teológica —escena olvidada por Dios que permite, en su descuido y contra su rígida taxonomía, indiferenciar la danza y el teatro, la performance y la poesía, la revolución y las huelgas, las calles y los escenarios, las iglesias y los prostíbulos, estas letras y la realidad misma. Creaturas sin creador. Seamos modernos, aunque lo demás también importe.

No hay comentarios:

Publicar un comentario