Creaturas
por Manuel Ignacio Moyano
Fotografía extraída de la página de Facebook "Samuel Beckett"
Sin especificaciones sobre fotógrafo o producción en cuestión.
La teología cristiana divide el mundo de los muertos entre los que habitan
el paraíso, los que moran en el purgatorio y los condenados al infierno. Todos
ellos, juzgados previamente por Dios y declarados culpables o inocentes, o castigados
con una temporada en el purgatorio, deben pagar el precio de sus pecados en
vida en esa otra vida, la extraña vida después de la muerte con que la misma
teología piensa el más allá de los seres —ultra-vida necesaria para asumir el
dogma de la resurrección, prevista para todos salvo para los condenados al
infierno, institución eterna y sin fin). Así, quienes mueren son enviados a
cada una de estas instituciones de acuerdo al juicio divino. Sin embargo, la
misma teología añade otra institución que denomina limbo, institución destinada a quienes Dios no juzga porque jamás
han llegado a conocerlo —el caso ejemplar que da Santo Tomás es el de los niños
que mueren apenas nacidos sin haber cometido otro pecado más que el de haber
nacido, el pecado original. En el limbo, entonces, habitarán las creaturas y
los cuerpos de quienes han sido olvidados
por Él. Ni culpables ni inocentes, los habitantes de esta institución descansan
fuera de la organización divina de la existencia. Son verdaderas creaturas.
Figuras perdidas, formas incompletas, resina acumulada, órganos sin cuerpo,
partes sin parte. Ni humanos de pleno derecho, tampoco animales reconocibles. Nada
“natural” es propio de la condición creatural que se afinca más allá de Dios,
nada de esa naturaleza siempre regida por las misteriosas fauces de las causas
divinas. Es que las creaturas son en verdad las marcas de una existencia paralela, que ni la vida ni
la muerte pueden definir. Un principio de auto-indefinición las corroe
internamente. No constituyen identidad, por ello no son identificables.
Entonces, ¿cómo es que pueden ser “marcas” si toda marca por definición es
identificable, esto es, una diferencia
que corta el flujo ilimitado y monótono de las equivalencias? Pues bien, para
responder el interrogante sólo hay dos caminos: o se asume que ellas son las
marcas de una ausencia, de algo que
falta que, frente a un conjunto de presencias identificables, vale como un
menos uno y abre un hueco heurístico sólo reconocible por sus contornos, jamás
por su contenido; o se sostiene que estas marcas son el testimonio de una
realidad positiva distinta, una indicación
de lo otro en lo mismo, de una alteridad que el testimonio no puede definir
cabalmente pero la asume como real en un juego de ensueños sin soñador.
Diferencia negativa (una ausencia) o diferencia positiva (otra presencia
virtual). En esta alternativa se mueven hoy las artes escénicas, las mejores de
ellas —las que están entendiendo que entre teatro, danza, música y performance
ya no puede haber serias distancias.
Con esto se ataca el último templo de la tradición escénica de Occidente
(que, como en las verdaderas tragedias, es también el primero, el aristotélico):
la acción dramática. Porque sin personajes no hay acciones: se quiebra así la
pareja reinante de las artes escénicas. Hemos acabado con la tiranía del
matrimonio Macbeth. Somos sus brujas, las mismas que tendiéndole la trampa de
la profecía autocumplida los han llevado al poder para arrebatarles todo, hasta
la cordura. ¿Qué hay entonces, para disgusto de los melancólicos y nostálgicos
de siempre, en el lugar vacío que han dejado el personaje y la acción? Antes de
responder, es necesario hacer una constatación más: una vez muertos el
personaje y la acción —por medio de la última acción dramática posible, esto
es, el matar— ha muerto también la
historia, la forma-narrativa. Todos aquellos que intentan leer las producciones
escénicas contemporáneas desde esta cópula personaje-acción dramática, y de su
cama matrimonial (la historia), quedan enceguecidos ante la escena que ni quiere
ni presenta acciones, personajes e historias. El siglo XX y su “pasión por lo
real”, como lo describe Alain Badiou en El
siglo, han terminado el trabajo sucio y han enterrado sus cadáveres. Se nos
dirá: ya han llamado a todo esto “Teatro posdramático”. Responderemos: no
decimos nada distinto. Hay dramas aún, hay representaciones, hay dramaturgos,
hay nuevas versiones de Hamlet, de Edipo. Hay mucho teatro dramático aún. Dos
cosas: ese es un teatro clásico. Un teatro moderno —el verdadero asesino de la
acción dramática, del personaje y de su historia; el verdadero “teatro
posdramático”— comienza con Beckett y con Brecht y alcanza su máxima expresión
con Artaud (poco importa acá la cronología, la distinción clásico/moderno debe
ser asumida en términos conceptuales, no historiográficos). Y en él podrán haber
acciones, representaciones, re-versiones interminables de Hamlet, de Edipo. Sí,
pero, y esta es la segunda cuestión, el principio-formal de construcción de todo
eso ya no es el de la acción dramática y el desencadenamiento de una historia a
partir de ella. Los personajes son ahora cajas cerradas, como quería Beckett. O
máquinas, como quería Brecht. O magia, o enfermos de peste que contagian todo,
como quería Artaud. Las historias se enturbian al punto de disolverse. ¿Y qué
hay, entonces, en este “vacío narrativo”? Si somos beckettianos, pura detención.
Si somos brechtianos, pura ejecución. Si somos artaudianos, pura destrucción.
Nada de sugestión, nada de metáfora, nada de sub-texto. Física pura y dura.
No decimos nada nuevo. Sólo agregamos: el limbo, verdadera institución a
la que pertenecen las creaturas (singularidades cualquieras sin identidad
reconocible), es el paradigma de esta escena posdramática. Escena sobre la cual
ningún templo podrá construirse, escena a-teológica —escena olvidada por Dios
que permite, en su descuido y contra su rígida taxonomía, indiferenciar la
danza y el teatro, la performance y la poesía, la revolución y las huelgas, las
calles y los escenarios, las iglesias y los prostíbulos, estas letras y la
realidad misma. Creaturas sin creador. Seamos modernos, aunque lo demás también
importe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario