Algunas
impresiones de “La verdad de los pies”
por
José Luis Arce
El gran psicólogo Daniel Stern, plantea una
serie de etapas en el crecimiento y evolución de un bebé. Aunque esas etapas se
presentan secuencialmente, sucesivamente, no implica que la aparición de una de
ellas supera y anula a la anterior. Más bien, dice, se asimilan y absorben para
manifestar sus signos específicos a lo largo de toda la vida, en la que es
propio aparezcan, ahora sí, simultaneizadas. La dramaturgia de “La verdad de
los pies” que dirige Jazmín Sequeira parece acogerse a ese patrón, donde
pulsiona lo individual y lo colectivo de una manera incesante y expeliendo al
aire, las distintas edades de lo humano, ya sucesivamente, ya simultáneamente,
siempre en multiplicidad. Aunque el individuo, el pobre humano, cada vez menos,
logra decantar su identidad hacia la singularidad. Hay angustias (casi un grito
de Munch) que se pegan a la épica antiheroica del hombre común, por conocerse,
por sentirse. Pero en este trabajo, más que dramaturgia de actor o director,
una dramaturgia de signo integral, donde las materias primas existenciarias de
los propios emisores, se imbrican y se manifiestan como sueños, como pequeños
poemas visuales o dramáticos, ironías alevosas de los crímenes cometidos en
común, ante los que sin embargo, cada vez se guarda una actitud más
desmantelada y naif que se levanta como el peligro de olvidarnos de nosotros
mismos. Este principio dramatúrgico se extiende al espectador, que hilvana
sensaciones, esquemas lúdicos, hasta experiencias anteriores al pensamiento,
con el mecanismo fruente que se basa en el desnudamiento colectivo. La
desnudez, por morbo o placer, siempre seduce.
Hay un registro en el espectáculo que remite a
reconocer que aquella sombra en la pared, es la misma que proyectamos
cualquiera de nosotros, y que, como en la caverna platónica, hay que ver si nos
representa acabadamente. Quizá un contorno de ausencia en una pantalla, donde
ya no somos referencia de nosotros mismos. Se usa para ello todo tipo de
‘extrañadores’ de energía. Se motoriza a base de entusiasmos de diseño, el
olvido de las propias fuentes. Las propias angustias representativas, captan la
paradojal tendencia darwiniana de una marcha despersonalizante hacia la horda,
pero de una inquietante inversión. Ya no como evolución sino como entropía. Si
hasta no hace mucho, las modas arcaizantes hendían el cuerpo para corroborar
aún por el dolor, que algo de vida, de capacidad de sentir aún quedaba en él,
ahora, la fricción-fisión anímica asedia directamente a la capa cortical, hasta
saturar todo capacidad de respuesta capaz de indicar ‘quiénes somos’, ‘qué
hacemos aquí’, ‘cómo nos llamamos’, en medio de un ‘groove’ atormentador,
aturdidor, que percuta con placeres hápticos sobre la piel, hasta hacer de una
maravillosa unidad psico-física que se precia, nada más que una achura
mortuoria. Hay un torbellino, un vórtice con el background de rave, en un
éxtasis que no llega, una donación que nadie brinda. Un potlatch que fracasa,
porque se obturan los canales sensibles bajo capas de exuberancia sonora, donde
la rarefacción de las ondas humanas, ya no viaja hasta los sistemas de
captación consciente, y cae agotada en una saturación solipsista.
La
vorágine física desagrega y sustrae estratos defensivos, en una estrategia de
exposición de lo más íntimo y profundo de manera urgente y postrera, que tensiona
políticamente el relato, por la complicidad o vivencia común que se hace
reconocible porque está en el origen de la experiencia de todos (magno momento
teatral de Carolina Cismondi, desplegando el cinismo retro-neocons).
Las madres del post-apocalipsis, atemorizadas, re-infetan
los bebés nacidos de vuelta a sus vientres. Una ‘vía regressiva’. Un parto al
revés.
La vaciedad del espacio para agudizar una radio
prendida, o un televisor dando curso a la tropilla de rinocerontes que
planteaba Ionesco como fascistización social. Hasta el doloroso momento, en que
el mensajero es silenciado, bajo la mirada reminiscente de los mirones, que
ponen en juego así, su capacidad de reconstruir lo que de verdad es importante.
Hay una consecuencia poética potente: La
virulencia corrosiva de la gente danzando sobre la tapa del Averno. Más que
desmontar los estratos que tapan, alienan, el efecto de la dirección es la
exposición, la ostensión, el desocultamiento de una fragilidad que enternece y
que lleva a preguntar si aún nos queda la entereza, el volumen de percatación
para afrontar las asechanzas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario