Hernán Franco en "Othelo", de Gabriel Chame Buendia
por
Manuel Ignacio Moyano
I. Aristóteles
legó a Occidente una definición de la comedia de una fuerza determinante.
Escribió en su Poética: “La comedia
es, como hemos dicho, imitación de hombres inferiores, pero no en toda la
extensión del vicio, sino que lo risible es parte de lo feo. Pues lo risible es
un defecto y una fealdad que no causa dolor ni ruina; así, sin ir más lejos, la
máscara cómica es algo feo y contrahecho sin dolor.” (Poética 1449a, 31-35). Así concedía a la máscara cómica una
determinación particular: su asociación con lo feo, lo que es risible en él y
no doloroso, y con la parte inferior de
lo humano. Ello explica su poquedad frente a la grandiosa tragedia, el
verdadero arte de los hombres, bellos y superiores en este caso, condenados a
la historia y sus dolores. Pero, ¿es esta definición suficiente?
Esta tradición, titulada como “aristotélica” por los profesionales del arte escénico,
difícilmente pueda alguna vez ser comprendida cabalmente en su verdadero
espesor para los griegos. Los géneros por los que Aristóteles se explaya en su Poética son mucho más variados que la
simple oposición cómico/trágico —la epopeya y la épica son algunos más—, lo que
vuelve más dificultoso su diferenciación. Sumado a ello, todas las disputas
filológicas en torno a la Poética, relativas
a su apócrifa condición, a su completitud, entre otras, hacen mucho más
complejo el panorama sobre la verdadera situación de la comedia y la tragedia
en Grecia, o al menos en el pensamiento aristotélico. Borges lo supo bien e
ironizó sobre ello en su cuento “La busca de Averroes”, donde “el gran
comentarista”, como se conocía a este moro en el mundo árabe, conociendo
finamente todos los tratados filosóficos del estagirita se habría anonadado
frente a la Poética y la pululación
de los términos “tragedia” y “comedia”.
La cuestión no es menor y nos avisa algo
fundamental. La “tradición aristotélica” parece ser menos una creación del
estagirita que una invención moderna, invención plenamente asociada a la “gran”
invención moderna: la literatura. Es por esta razón que en dicha tradición
—perdida en el medioevo y, ¡oh casualidad!, recuperada por los primeros
modernos— lo que vale realmente es el texto,
esto es, las palabras vertidas por el
genio literario. Esta modernidad “aristotélica” ha inventado literariamente el teatro que conocemos
hoy en día. Esto es: el teatro subsumido a la letra. Y para este teatro otra
gran invención ha sido su caballo de batalla. Este caballo tiene un nombre
preciso: Shakespeare.
Entendámonos: no estamos diciendo que
Aristóteles o Shakespeare no hayan existido y escrito obras formidables,
estamos diciendo que con ellos se ha construido un teatro específico, el Occidental,
vinculado teológicamente al
autor-palabra a través una pragmática concreta. Teológico ya que, dicho en
palabras de Derrida, “la escena es teológica en tanto esté dominada por la palabra,
por una voluntad de palabra, por el designio de un logos primero que, sin
pertenecer al lugar teatral, lo gobierna a distancia”. Como un dios sin lugar
escénico, o bien en todos los espacios de la escena, el autor-palabra se
ausenta y hace del teatro su templo. Esto ha sido Shakespeare para Occidente y
su invención moderna, precisamente esto y no las delicias de sus versos
agolpados en un mar de flores silvestres. Es contra esta tradición, o mejor, en
los lindes de esta tradición, donde se pliega “Othelo” en la adaptación y
dirección de Gabriel Chame Buendia.
II. Hay
que decirlo de una, bueno, en verdad de segunda porque ya escribimos un
preludio con ínfulas doctas, pero lo digamos: es una obra que la rompe. Pero la
rompe no porque nos hace destriparnos de risa, no solo por ello, sino porque define
y aclara muy bien qué es la comedia. Como la distinción tragedia/comedia
siempre fue tosca —y más tosca fue la solución de compromiso que inventó el oxímoron
“tragicómico”—, la definición de cómico que nos otorga la obra ya no define a
la misma solo en oposición a lo trágico. De hecho, Othelo es una de las piezas
consideradas “trágicas” por la tradición. Entonces, tendríamos una comedia
basada en una tragedia shakespereana. Si solo así lo viéramos, bueno, seríamos
medio pelotudos. Es mucho más que eso. Empapándose de la escena contemporánea,
es una obra que parodia la religión
teatral. Parodia sus dioses, sus templos, sus ritos. Pero hay algo mucho más
específico en esta obra que no hay en el resto: la parodia es acá un artefacto
—y como tal una construcción— sensible y corporal. Y así se nos muestra que lo
cómico no es un constructo intelectual sino físico-corporal. Las ideas no hacen
reír, hacen reír los cuerpos (alguna vez alguien le dijo a Charles Chaplin: “Ud.
no es un cómico, es un bailarín” y en ese
dicho ese alguien entendió toda la comedia chaplinesca). Habría que levantar un
monumento a los cuatro actores en escena porque el despliegue físico-sensible
es inescindible de las carcajadas del público, inescindible de la comedia. La
obra la rompe, entonces, porque rompe la definición monolítica de la comedia
como aquello opuesto a la tragedia, opuesto a lo superior y doloroso del
destino y la historia. La rompe porque define lo cómico como una sensación. Y precisamente es la
sensación la que define esta obra, sensación sobre la que luego van a descansar los personajes, la historia, Shakespeare (¡Shake
it, Pierre!), los recursos técnicos y todo el infierno de las cuatro cuartas
paredes. Matías Bassi, Julieta Carrera, Hernán Franco, Martín López Carzolio
son los nombres de esa sensación. Más que actores son sensaciones. Cada uno de
sus gestos, de sus muecas, de sus desplazamientos son formas preciosas de la
sensación. Pero la sensación, y esta es su magia, es trans. No se queda jamás en “un” cuerpo, en “un” gesto. Los atraviesa
—¡ah, traviesa!— e infunde otros cuerpos, otros gestos. Es la lógica de la
complicidad. Pero de la complicidad sensible. Claro que es un manojo de juegos
escénicos, formalismos técnicos y gags
típicamente cómicos. Pero todos ellos son sensaciones. La lengua adquiriendo
vida propia en Hernán Franco, el timbre de Julieta Carrera, la seriedad descolocada
de Matías Bassi o la multitud de lenguajes atacando la boca de Martín López son
todas traspasamientos cómplices de lo cómico. Y señalan a la perfección que lo
cómico es una dimensión físico-sensible. Nos muestran finamente que incluso los
juegos de palabras son artilugios sensibles porque se yerguen sobre la sonoridad, o, en el caso de la lectura,
sobre la semejanza gramática de su
ejecución. O en el oído o en el garabato: ahí está la gracia.
Entonces, la sensación. Pero la sensación es
cómplice, ahí está el juego cómico, en la complicidad. Lo dijimos. Avancemos. O
retrocedamos. O para un costado, o para el otro. Digámoslo: ésta es la fuerza
propiamente política de lo cómico, y de esta obra. Sí, así está muy bien.
Porque en la complicidad se figuran los amigos,
aquellos con quienes existe una comunidad. Es en la lógica de la complicidad
donde la división actor-espectador queda por fin revocada en una amistad sin
jerarquías ni divisiones. Porque en estos tiempos donde cada uno quiere inmunizarse frente a todo, aislarse del
cuerpo ajeno y elevarse por encima de él, incluso en cualquier contacto, a
través de una instrumentalidad sin poros, la comedia física de Othelo nos
co-implica, nos complica, nos inunda físicamente. Ir a Shakespeare desde acá, y
empalagarse hasta el fondo, es un gran acierto —¡ah, cierto!— del director —¡di
rector! Es por esto que la máscara cómica es el trasfondo de toda comunidad, y
por ello, podríamos intuir, del comunismo físico-sensible. Un comunismo de
amigos que no comparten ideas, que no comparten siquiera un mismo lenguaje, un
mismo tono, que no comparten nada más que el puro hecho de compartirse (¡y
cuántos amigos se habrán compartido en la historia del teatro! Es más: el
teatro así entendido es la historia de los amigos que se reparten y com-parten).
Una comunidad ligada por las sensaciones, no por la sangre ni por el linaje,
tampoco por la cultura. Una comunidad de la risa. Por ello Aristóteles, ese
viejo cerdo burgués, en una premonición astuta sobre las células comunistas que
dirigiría el coronel Buendia, le endilgó a la comedia lo feo y lo inferior. Quería
prevenir al futuro del asalto irresistible de lo común. Por eso, hoy más que
nunca, hay que hacer reír —esto es, trans-poner los propios gestos en el abdomen
del voyeur que mira, trans-ponerse en el otro, de allí el componente sexual
en toda risa.
En este sentido, diremos que la esencia de la comedia es el comunismo. Por eso mismo, acá están sus revolucionarios, aquellos que han
hecho de Shakespeare un leninista que se te mete por los poros y te hierve la
sangre con frases puntillosas y que hace de la palabra un gesto, una mañana que
te canta al oído mientras te despierta en un goce de mil sensaciones tocando la
sensibilidad de tu cuerpo, esa parte que te gusta… Bueno, tampoco es cuestión
de volver esto una porno clase B. Comedia=Comunismo, ahí está la cosa. Larga
vida a Othelo.
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