martes, 26 de julio de 2016

Un detalle en el desierto. Sobre Lejos, dirigida por Marina Sarmiento


por Manuel Ignacio Moyano

La “usurpación” existe desde un principio.
Jacques Derrida, de la gramatología.

Ph: Marina Roveda

En El teatro de la crueldad y la clausura de la representación, un gran ensayo sobre Artaud, Jacques Derrida finaliza su escritura con la siguiente declaración, o mejor, con la siguiente aclaración: “Pensar la clausura de la representación es pensar lo trágico: no como representación del destino sino como destino de la representación. Su necesidad gratuita y sin fondo. / Y por qué en su clausura es fatal que siga la representación.” Estas palabras, que contienen una condensación magistral de las preocupaciones derrideanas, que avisan la trágica ambivalencia artaudiana respecto del hecho escénico (la clausura de su repetición y, a la vez, su inevitabilidad), son a la vez el lugar de una inmensamente precisa definición de la noción misma de tragedia. Lo trágico es, desde esta perspectiva, ya no una representación del destino sino el destino de la representación, “su necesidad gratuita y sin fondo.” ¿Desde dónde viene la tragedia, entonces? Desde ningún lugar. O mejor, desde el no-lugar que es todo destino, el no-lugar que implica la inevitabilidad de la representación. ¿Desde dónde viene la representación, entonces? Igualmente, desde ningún lugar, desde un pozo sin fondo. En consecuencia, la representación no representa un algo previo y dado. La representación es una necesidad surgida de la inexistencia de un fondo previo y dado. Solo porque no hay nada en el principio es que hay representación, una huella originaria que se coloca en el diferendo entre un hueco y las representaciones que de allí, como de la boca de un acantilado, no dejan de emerger. No hay caminantes, pero hay huellas —huellas que señalan el abismo de toda representación, el círculo ciego sobre el que bailan estas huellas, o mejor, los espectros de esos caminantes nunca sidos.
Es en el marco de esta grandísima redefinición derrideana de lo trágico donde se torna pensable la magnífica pieza escénica que es Lejos, dirigida por Marina Sarmiento y corporeizada por una actriz enorme, pero enorme de verdad: Florencia Bergallo. Entendámonos: no es una obra “representativa”, con la carga peyorativa que esta noción porta actualmente en las artes escénicas contemporáneas. Es una obra que interroga el estatuto mismo de la representación. Y lo hace de una manera particular: a través de la relación entre cuerpo y memoria. Sin embargo, en verdad no podríamos hablar de una “relación”, como si por un lado hubiera un cuerpo y por el otro una memoria. La gran contribución de esta pieza es que en ella el cuerpo es la memoria. Es el cuerpo el que recuerda, es el cuerpo donde el pasado existe. Por lo tanto, el cuerpo no es aquello que representa un pasado, sino más bien aquello que presenta la representación en la que vive indefectiblemente todo pasado. Una representación que siempre está reinventándose, re-in-corporándose. La corporalidad extrema de Florencia, aquella donde se tiene una “cita” con el pasado, es el espacio en donde lo trágico —en el preciso sentido que le dimos a partir de Derrida— tiene lugar. El cuerpo es el lugar, involuntario, donde la representación, “su necesidad gratuita y sin fondo”, aparece. Pero, como dijimos, se trata de una representación sin representado ni representante. En este cuerpo el pasado no es algo que ocurrió y que ahora, escénicamente, vuelve a representarse. Aquí el pasado se encuentra en su estado más puro, esto es, en su consistencia representativa surgida desde el fondo de un fondo sin fondo. De la sonoridad que de este fondo imposible surge, sonoridad que en Lejos está excelentemente puntuada por el diseño y la música de Ezequiel Abregú.

Ph: Marina Roveda

Escenográficamente, la gran lengua blanca (una larga lona tendida desde el techo de la sala hasta el proscenio que borra los límites espaciales y hace ingresar el infinito en el espacio visual) sobre la que la actriz despliega el cuerpo del pasado potencia esta corporalidad. Es más, diremos que la crea. Es que entre ella y la disposición del cuerpo (sus posiciones, sus gestos, sus movimientos, su recorrido espacial, su uso del objeto-toalla) se crea precisamente la escena, la representación, la historia. La lengua blanca, entonces, se convierte en una sombra, la sombra de los antepasados —y la noción de sombra nos es fundamental porque ella, como el pasado, es lo que se genera a partir de la proyección de los cuerpos presentes atravesados por una luz, es decir, ella muestra la “presentación” oblicua de toda “representación”. Sin embargo, su blancura es fundamental para este dispositivo tan complejo creado por Lejos. Porque el blanco es, antes que un referente determinado al cual debe representarse, la superficie última donde todas las representaciones pueden tener lugar. El blanco, la hoja en blanco, la página sin escribir es la misma posibilidad de la gramatología —la posibilidad última de la escritura, de la letra, de la différance derrideana. Pero es su posibilidad porque ella no es lo que está antes de la escritura-representación, sino lo que una y otra vez emerge desde dentro de ella, lo que abre en la letra, en el gramma, la diferencia respecto a sí misma. Por ello, Giorgio Agamben, en un texto dedicado a la filosofía de Derrida, la llamará “la escritura de la potencia”, es decir, la escritura ya no de la pluma sino de la misma hoja en blanco —su capacidad para impresionarse, para recibir la marca de la letra. Sin esa potencia blanca no habría representación, no habría escritura. Por esta sencilla razón, la potencia blanca vive dentro de la representación y de la escritura, es la tinta invisible que acompaña cualquier otra tinta. En este sentido, la blancura de esta escenografía —excelentemente producida con el sistema lumínico sobre el cual se diferencian tonalidades del blanco—  es aquello que, dejándose impresionar por el cuerpo de la actriz, escribe esa coreo-grafía singular en Lejos.

Ph: Marina Roveda


Precisemos todo esto. Beckett escribió alguna vez: “El ojo mirando fijamente con dureza un detalle en el desierto se llena de lágrimas.” Y aquí se muestra su grandeza, que es también la misma grandeza de la gramatología derrideana y, a la vez, de Lejos. Es la grandeza de entrever un detalle en el desierto. Las lágrimas del ojo beckettiano, antes que de congojo, son lágrimas de felicidad —de esa extraña felicidad que proviene de los horizontes y de los detalles. Pues bien, ese detalle es lo que le da verdad al desierto, ese detalle es la letra que representa tan solo su propia existencia, su propia necesidad. Pero una necesidad abierta y producida en y por la hoja en blanco. Es el sinuoso cuerpo de Florencia Bergallo, ese cuerpo por el que transitan las respiraciones de los muertos, los gestos del pasado, la vida de los fantasmas. Sin embargo, es un cuerpo que se contorsiona en el desierto, en la lejanía propia de todo desierto, para determinarlo, para singularizarlo, para detallarlo. Ella es un hermoso detalle en el desierto, como cualquier recuerdo. Y esto hace de su cuerpo una inmensa oscilación entre lo infinito y lo finito, precisamente la misma oscilación de la memoria y del olvido, de la vida y la muerte —cabría preguntarle a la obra porqué esta oscilación tiene siempre la forma del tormento y del sufrimiento. En este sentido, la blancura escénica y el cuerpo detallado pierden su diferencia y, tal como la letra y la página blanca, se entreveran en la escritura. Se entreveran en la historia —historia como la del desierto, esto es, sin final ni principio, historia llena de pequeños remolinos arenosos que cada tanto dibujan un rostro en la arena o también un mapa. El cuerpo escénico —donde la luz, el ambiente sonoro, la actriz, la escenografía blanca, los objetos— es “usurpado” constantemente por los fantasmas del pasado y sus coreografías, sus escrituras. Es más, el cuerpo escénico es esa usurpación originaria en la cual, desde siempre y desde Lejos, esos fantasmas han bailado desde siempre. Por esta razón, la pieza dirigida por Marina Sarmiento es, como la memoria, un reencuentro con esa danza milenaria. Un reencuentro con la representación originaria de cualquier escena.

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