por
Manuel Ignacio Moyano
I. “Haber
estado atento a los empujones de la multitud es la experiencia que Baudelaire
—entre todas las que hicieron su vida lo que fue— toma como decisiva e insustituible”,
escribe Walter Benjamin en Sobre algunos
temas en Baudelaire. Luego, finaliza sus reflexiones con la siguiente
consideración: “Ha mostrado el precio al cual se conquista la sensación de la
modernidad: la disolución del aura a través de la ‘experiencia’ del shock.” Benjamin lee muy bien la
ambivalencia de la poética en Baudelaire, su arraigo en la multitud y su
desprecio hacia ella. Pero arraigarse en la multitud, atender a sus empujones
no significa otra cosa más que disolver el aura. Recordemos su clásica
definición del aura: “la aparición irrepetible de una lejanía, por más cercana
que pueda estar”. Por esta razón, el choc
en Baudelaire rompe con la esencia aurática de la obra de arte, esencia en
la cual el objeto adquiere vida propia y se acerca al punto de hacerse uno con
el sujeto —de hacerse el sujeto (de allí la valencia mayor en la modernidad del
artista antes que de la obra). La experiencia del choc es, en este sentido, la desaparición de la unicidad de
cualquier lejanía. El choc acerca. Y
para hacerlo se repite una y otra vez, como las máquinas. Y como los codazos y
los empujones, los tirones y los mareos ciegos que cualquier calle de una gran
ciudad impone al transeúnte, no al ciudadano, al transeúnte. Es la ciudad
experimentada a fondo. ¿Qué deja esa experiencia? Nada. Quizás el recuerdo de
alguna bocina, algún murmullo, el cansancio de los pies. Es el tráfico, la prisa,
las señales con las que esquivamos a todo lo que se traspone. “Moverse a través
del tránsito significa para el individuo una serie de shocks y de colisiones. En los puntos de cruce peligrosos, lo
recorren en rápida sucesión contracciones iguales a los golpes de una batería.
Baudelaire habla del hombre que se sumerge en la multitud como en un reservoir de energía eléctrica.” El
hombre cuya sensación es moderna es un hombre eléctrico, vive a 220. No solo es éste el signo de la experiencia
diaria del moderno, señala Benjamin, es también el signo de su arte. Y todo lo
que Benjamin escribe sobre Baudelaire bien podría aplicarse a cualquier
hinchada en un partido de fútbol, a una manifestación callejera, a un carnaval,
a una buena fiesta. El arte moderno es choc,
aquello que produce un extrañamiento en la sensación y que no puede ser
resuelta por medio de una imagen aurática.
Ahora, ¿qué pasa si suspendemos todo esto? ¿Qué
pasa si paramos la pelota? La grandísima valía de La pelota, dirigida por Lucía Magdalena Disalvo, es que se arriesga
a suspender el choc —y se arriesga a
suspender la propia construcción escénica. Es que La pelota es una obra escénica, insertada entre la performance y la
danza, que propone el choc, abre el
juego, se entrega a la experiencia moderna —aquella en la que los sujetos se
levantan del suelo para volver a arrojarse, sin otro sentido más que el del
puro hecho bruto de arrojarse— pero la suspende. Por segundos todo levita, como
pequeñas pavesas, perdidas en el espacio sin otra función más que quedarse
suspendidas. Los cuerpos de los intérpretes, cansados y atravesados por los
empujones de la multitud, se convierten en las partículas microscópicas que entrevemos
cuando el sol atraviesa de costado una pequeña nube de polvillo. Es un bostezo. Un bostezo de lo real. Algo que no se explica ni quiere
ser explicado. En literatura solo una experiencia es equivalente: la de la hoja
en blanco.
II. Ahora
bien, esta suspensión tiene dos bastiones escénicos que muy eficazmente logran
sostener y producir esos cuerpos: el contrapunto espacial y la detención
temporal. En una multitud eléctrica ingresa una partícula desprendida de ella,
se contrapone a ella (en su ritmo, en su intensidad) y le quita el
protagonismo. La multitud se disuelve, lentamente, para volverse a rearmar. Y
un nuevo contrapunto escénico se produce. Y una multitud nueva crece en el seno
de aquella. Y vuelve el arrojo desmedido, los choques, las corridas. Vuelve a
crecer el gozoso infierno del tráfico. Hasta que de repente todo se detiene, se
suspende. Los cuerpos, no necesariamente inmóviles, están suspendidos. Y la
multitud se convierte ahora en un desperdigamiento de paseantes. Si volvemos al Baudelaire de Benjamin, diremos que el
sujeto de la multitud se convierte entonces en un flâneur —aquel que, fuera de la multitud, la contempla e incluso
desprecia porque se sabe inevitablemente atraído por ella. Ya no hay un performer,
hay un flâneur que, como el literato
del siglo XIX, se pasea por las calles sin
rumbo y sin objetivo. Se produce así el vagabundeo. Pero en La pelota sucede algo extraordinario con
esta conversión del sujeto eléctrico en un paseante: en esos cuerpos que quedan
suspendidos se escuchan de lejos los sonidos de la multitud. Como si en ellos
se reinventara un nuevo aura, una lejanía que remite a la multitud, al choc, al tráfico, a la modernidad. Se
trata de la misma experiencia que padecemos cuando en una gran ciudad se corta
la luz. No tenemos otra salida que la obvia y estúpida reflexión que siempre
repetimos: “se cortó la luz”. Ese micro-instante, inmensurable, fuera de todo
minutero, es valiosísimo porque el tiempo
se detiene. Diamante negro porque es tiempo en estado puro, tiempo fuera
del reloj. No entendemos nada y no nos importa entender, crece el estupor, es
decir, una estupidez benigna que nos
conmina a des-atender.
III. Pero
también algo más: en esa suspensión todo lo otro adquiere un fuerte, fortísimo
espesor. La multitud, los golpes se espesan y de alguna forma extraña se
vuelven mucho más reales. Lo dijimos: es el momento del bostezo de lo real. La pelota
es una obra que trabaja con lo real, no con la realidad. Trabaja a la
multitud física —llena de movimientos, de posiciones, de posturas, de
violencias y de choques— desde esa física de otro mundo en que las cosas
empiezan a moverse cuando están suspendidas, cuando están en estado de
flotación —como los deseos en los sueños.
Es una obra que propone el desquicio troglodita de la multitud y lo suspende.
Es hija de Baudelaire. Experimenta la multitud y se arroga el derecho a
contemplarla. Es una obra que rayando con múltiples crayones todo el espacio
escénico, extrañamente (y allí su modernidad), crea una hoja en blanco en el cuerpo de la electricidad. Y se crea,
extrañamente, un hermoso sol entrevisto
en la oscuridad de los párpados.
Aguante, Lucía!
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