El examen del poder: entre el lápiz y el papel. Notas sobre El examen, de Carlos Rehermann y dirigida por José Luis Arce
por Manuel Ignacio Moyano
I. El
secreto de todo poder, el que más celosamente custodia y resguarda, es que no tiene ningún secreto. Todo poder es
un simulacro. Este consiste en simular la tenencia de un secreto profundo,
alojado atrás de sí, donde se encontraría la lógica de su funcionamiento, la
matriz última de su inteligibilidad. Pero no, no lo tiene. Y por eso mismo,
todo poder es pura fuerza y algo más, precisamente, el simulacro de ser algo
más que la pura fuerza bruta: el simulacro de tener un secreto. El poder
funciona “como si” tuviera un secreto inconfesable, ese es su show. Pero ese “como si” constituye un
verdadero secreto. El rey está desnudo, Eichmann fue un hombre común y
corriente como cualquiera (Hannah Arendt lo supo mostrar), Hitler era ante todo
un payaso afeminado. Pero funcionan como si no fueran así, como si en ellos
hubiera algo de otro orden, como si en verdad siempre estuvieran más acá o más
allá de lo que de ellos podríamos llegar a saber.
Algo similar ocurre con el teatro, el modo
artístico que más se le parece a la política y al poder, más allá de cualquier visión
naif y espontaneísta del mismo. El teatro simula tener un secreto aunque no lo
tenga, y ese es su gran secreto. En verdad, el teatro es eso que pasa ahí y
nada más, pero hay algo de otro orden que se cuela ahí mismo, algo del orden
del misterio que hace pensar que ahí mismo hay algo más, como sucede en el
poder. El misterio del poder y el misterio del teatro coinciden. Sobre esta
compleja coincidencia se sitúa de manera excepcional El examen, la última pieza teatral dirigida por José Luis Arce
basada en un texto de Carlos Rehermann. En ella, en una atmósfera
nacional-socialista, el Jefe domina a Primo, el Fiscal controla y domina al
Jefe y a Primo, pero en último término los tres son dominados y controlados por
la máquina misma. Es un simple examen lo que pone en evidencia esta dominancia
y control.
II. Hay en
El examen tres actuaciones
magistrales. Los actores dejan todo en escena, pero lo hacen con una absoluta
precisión. Logran, y eso es lo que los eleva, una corporalidad y una
vocalización tan excesiva como controlada. Y precisamente allí está el tema de
lo que “trata” la obra: el exceso y el control. Trata de la administración
Nazi, la más absoluta que ha existido en la historia de la humanidad, y de la
máquina mortífera que ella fue. La administración no somos nosotros, se dice en
un gran monólogo, está encima de nosotros, “¿me explico?” Pero este anonimato,
esta pesada fuerza que designa jerarquías donde víctima y victimario son
posiciones que pueden ser ocupadas por cualquiera, no vive sino en nuestros cuerpos y voces. El “yo es
otro” de Rimbaud señala, en este sentido, la presencia del anonimato invencible
en cada una de nuestras singularidades.
Un anonimato que nos carcome desde adentro, que nos excede. Y este exceso horada al poder mismo. El poder que examina
con su gran ojo (así como el ojo del director nos mira desde el interior de su
propia creación), una vez examinado, no
puede. El poder, he aquí su gran paradoja, no puede. El gran Mago de Oz es,
en realidad, un viejo decrépito e impotente que vive atrás de las cortinas y escondido
en el humo de su show. El poder es impotente ante su propio exceso, no puede
controlarlo a pesar de que ese mismo totalitarismo controlador ha creado ese exceso
que lo desactiva. Y esto mismo pasa en la escena. El cuadrilátero escénico es
una máquina administrativa, que pone a rodar los cuerpos y las voces en una
disposición ordenada (incluso la improvisación es una administración,
precisamente, una administración de la libertad, una coerción a la expresión,
que Deleuze supo tan bien criticar). Pero la administración escénica nunca va a
poder abolir el azar. “Nadie se baña dos veces en el mismo río”, decía
Heráclito. La paráfrasis teatral diría: “Nadie asiste dos veces a la misma
escena.” La escena vive de su propio exceso, del exceso que se crea en su ordenamiento.
La escena no puede escenificarse a sí
misma: no hay meta-escena, toda escena dentro de la escena es simplemente otra
escena. La escena, como el poder, se repite incesantemente y en cada repetición
difiere al infinito (en la obra, esa repetición diferida se marca en el
encuentro entre la imagen teatral y la imagen cinematográfica, bajo un uso
preciosísimo del material audiovisual en escena). La escena, como el poder, no
tiene un original, es pura differance.
Es este juego propiamente escénico del diferimiento
lo que la cuarta pared, por más real que sea, no puede tapar. La obra dirigida
por José Luis Arce juega allí, cierra la cuarta pared, para volverla a abrir
como en un pestañeo colosal de la gran mirada (sí, la nuestra, la del público,
aunque el público está encima de nosotros, “¿me explico?”) y volverla a cerrar.
Pero así como lo que hay tras esa cuarta pared no es sino ficción, también esa
pared es ficticia y como tal no podría ser sino transparente. En último
término, no hay una cuarta pared sino
cuatro cuartas paredes.
III. En El examen asistimos a una lucha que es
el verdadero motor de la historia, como el de la obra en cuestión, trabajada en
unos diálogos de los más beckettianos: la lucha entre el lápiz versus el papel. El primero es la herramienta
del poder, unidimensional y fálico; el segundo es el campo del poder,
multidimensional y pasivo. El examen implica la puesta en actividad del trazo
unidimensional del lápiz sobre la pasividad del papel. Es la misma relación que
la de la víctima y el victimario, la del torturador y el torturado. Todo parece
indicar que el lápiz es quien gana la partida, el amo absoluto de la relación,
pero bien visto es todo lo contrario. El lápiz necesita el papel más de lo que
éste a él. El papel se deja impresionar por la dictadura del lápiz, pero nunca
se reduce a lo que en él puede escribirse. Todo papel, superficie de
inscripción de las letras de la historia, recibe del lápiz su sentido, pero su
capacidad de recibir es infinita y ningún lápiz la puede agotar. La escritura
unidimensional del trazo del lápiz es fagocitada por la tenaz vaciedad del
papel, por su pasividad. La víctima puede sufrir todas las atrocidades y
alteraciones imaginables hasta quitarle cualquier atisbo singular, incluso su
exterminio en masa le puede tornar extraña su más íntima experiencia como es la
muerte, pero lo que no puede quitársele es su capacidad de recibir, su pasividad. Como en el papel, esto le
pertenece de manera indefectible y excede continuamente a cualquier trazo que
los marque. La víctima y el papel, su pasividad, exceden al poder, lo vuelven impotente.
En último término, el Jefe, el Fiscal y Primo
son tan víctimas de la maquinaria teatral del poder como cualquiera de nosotros.
Pero el exterminio de la máquina que se “chupa” todo lo que entra en sus
engranajes, no deja de atragantarse con la misma pasividad de los personajes y
sus “papeles”, ahí mismo, donde está la materia del teatro. El examen, en la dirección de José Luis
Arce, logra de manera perfecta
colocarnos ahí, en la cosa teatral. Ningún otro lenguaje podría haberlo hecho.
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