La
vida, retazos de una obra que fracasa.
Sobre Recordar 30 años para vivir 65 minutos,
de Marina Otero.
por
Manuel Ignacio Moyano
No hay definición posible para una vida, mucho
menos para la propia vida. Entonces, ¿qué nos queda de la vida, de la historia
de una vida, de una bio-grafía que
paradójicamente parece obstinada en escribirse por medio de ausencias y
lejanías? La respuesta es sencilla: imágenes y recuerdos. Pero también
compleja: imágenes que nos recuerdan y recuerdos que nos imaginan. Por ello, todo se complejiza ya que una vida es en verdad la indefinición de sus recuerdos y de sus
imágenes. Una multitud arremolinada de recuerdos que despiertan imágenes, las
más tiernas pero también las más dolorosas; una multitud de imágenes que nos
recuerdan ahí mismo, donde nos sentimos más íntimos pero también más extraños.
La obra “autobiográfica” de Marina Otero funciona porque trabaja sobre este
lugar, “el lugar que ocupa cualquiera”, donde se confunden y funden los límites
de la intimidad y la extrañeza.
Pero ahondemos más en esta cuestión. Esa
multitud de recuerdos e imágenes, que nos pertenecen, también nos enfrentan. No
son nuestros amigos, no siempre, son, las más de las veces, adversarios
internos, parásitos. Son nuestros
fracasos. Y en esto se verifica, quizás, el gran mérito de la obra de Otero. Es
que Recordar… es una obra hecha con
los retazos y los restos de una obra pasada, de una obra que bien podría ser la
de cualquiera, con los retazos y los restos de una vida común y cualquiera. Ésta
es la premisa y los recursos formales (audios, videos, proyecciones, anécdotas
and so on) la apuntalan continuamente. Entonces, Recordar… es un collage de pequeños fracasos, graciosos y cálidos
pero también tremendos y fríos. Como una pared que recuerda todos esos
diminutos movimientos que se han perdido indefectiblemente en los contornos del
cuerpo, esta historia recupera lo que se pierde en el torbellino de la vida. Y
ahí está lo fundamental porque avisa una verdad sobre ella: importan menos los
grandes movimientos, los pasos fundamentales del gran bailarín, las acrobacias
monumentales del trapecista que la des/gracia de los movimientos diurnos y
nocturnos que no sirven para nada, ni siquiera para lucirse. Lo cotidiano y su
poquedad es lo más verdadero de la supuesta gran Vida.
Ahora bien, todo esto quiere decir una cosa
también sobre el arte. En Argentina, es cierto que la envidia es la segunda
pasión más artística que existe. La primera, avisó Borges en El aleph, es el esnobismo. Pero hay
también, en el mundo frívolo de la envidia y el esnobismo, pequeñas
interrupciones que intentan tejerse en la honestidad. Ser honestos no es fácil
porque implica asumir el fracaso constitutivo de toda obra y de todo movimiento.
Su parquedad intrínseca. Recordar… es
una pieza con éxito porque desnuda, por paradójico que resulte y con los
mejores tonos del humor y la auto-ridiculización, su fracaso. Y en ello le va
su propia honestidad y su frescura vital. Y quizás también su danza: un
conjunto de movimientos sin utilidad más que su propia exhibición. O lo que se ha
denunciado como vida: “una serie de movimientos sin sentido.” (Beckett)
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