lunes, 21 de marzo de 2016

La vida, retazos de una obra que fracasa.
Sobre Recordar 30 años para vivir 65 minutos, de Marina Otero.

por Manuel Ignacio Moyano



No hay definición posible para una vida, mucho menos para la propia vida. Entonces, ¿qué nos queda de la vida, de la historia de una vida, de una bio-grafía que paradójicamente parece obstinada en escribirse por medio de ausencias y lejanías? La respuesta es sencilla: imágenes y recuerdos. Pero también compleja: imágenes que nos recuerdan y recuerdos que nos imaginan. Por ello, todo se complejiza ya que una vida es en verdad la indefinición de sus recuerdos y de sus imágenes. Una multitud arremolinada de recuerdos que despiertan imágenes, las más tiernas pero también las más dolorosas; una multitud de imágenes que nos recuerdan ahí mismo, donde nos sentimos más íntimos pero también más extraños. La obra “autobiográfica” de Marina Otero funciona porque trabaja sobre este lugar, “el lugar que ocupa cualquiera”, donde se confunden y funden los límites de la intimidad y la extrañeza.
Pero ahondemos más en esta cuestión. Esa multitud de recuerdos e imágenes, que nos pertenecen, también nos enfrentan. No son nuestros amigos, no siempre, son, las más de las veces, adversarios internos, parásitos. Son nuestros fracasos. Y en esto se verifica, quizás, el gran mérito de la obra de Otero. Es que Recordar… es una obra hecha con los retazos y los restos de una obra pasada, de una obra que bien podría ser la de cualquiera, con los retazos y los restos de una vida común y cualquiera. Ésta es la premisa y los recursos formales (audios, videos, proyecciones, anécdotas and so on) la apuntalan continuamente. Entonces, Recordar… es un collage de pequeños fracasos, graciosos y cálidos pero también tremendos y fríos. Como una pared que recuerda todos esos diminutos movimientos que se han perdido indefectiblemente en los contornos del cuerpo, esta historia recupera lo que se pierde en el torbellino de la vida. Y ahí está lo fundamental porque avisa una verdad sobre ella: importan menos los grandes movimientos, los pasos fundamentales del gran bailarín, las acrobacias monumentales del trapecista que la des/gracia de los movimientos diurnos y nocturnos que no sirven para nada, ni siquiera para lucirse. Lo cotidiano y su poquedad es lo más verdadero de la supuesta gran Vida.

Ahora bien, todo esto quiere decir una cosa también sobre el arte. En Argentina, es cierto que la envidia es la segunda pasión más artística que existe. La primera, avisó Borges en El aleph, es el esnobismo. Pero hay también, en el mundo frívolo de la envidia y el esnobismo, pequeñas interrupciones que intentan tejerse en la honestidad. Ser honestos no es fácil porque implica asumir el fracaso constitutivo de toda obra y de todo movimiento. Su parquedad intrínseca. Recordar… es una pieza con éxito porque desnuda, por paradójico que resulte y con los mejores tonos del humor y la auto-ridiculización, su fracaso. Y en ello le va su propia honestidad y su frescura vital. Y quizás también su danza: un conjunto de movimientos sin utilidad más que su propia exhibición. O lo que se ha denunciado como vida: “una serie de movimientos sin sentido.” (Beckett)

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