domingo, 13 de marzo de 2016

Máquinas Rusas.
Un manifiesto filosófico sobre Meyerhold. Freakshow del infortunio del teatro, de Silvio Lang

por Manuel Ignacio Moyano



Estas líneas fuerzan, antes que un análisis o una crítica, un manifiesto de fidelidad para una pieza maestra del teatro argentino: “Meyerhold. Freakshow del infortunio del teatro”, escrita y dirigida por Silvio Lang.
Tracemos la constelación en que esta pieza se mueve, pero tracémosla como si estuviéramos dentro de ella y  no a millares de años luz. Para ello diremos: es sabido que la preocupación artística fundamental de la modernidad ha sido y continúa siendo reflexionar sobre el estatuto del arte desde dentro de la obra de arte misma. En este sentido, nuestra primera escala en este manifiesto es señalar la modernidad lacerante de “Meyerhold”, en tanto se nos presenta como una obra teatral que re-flexiona sobre el teatro. Pero, ¿cómo lo hace? En un doble gesto: como manifiesto político-artístico y como declaración de guerra. Sin embargo, este gesto anfibio por el cual se gesta una idea honda sobre la situación del teatro, y del teatro porteño en particular, no entra por donde debiera entrar, digamos, por el proceso mental-intelectivo. Es un proceso de intelección que entra por el cuerpo, es una “excitación reflexiva”, como se repite una y otra vez en la obra, una obra que precisamente ex-cita al cuerpo. El teatro de Lang tiene una marca indeleble, el contagio. Parecida a “la peste” de Antonin Artaud, engendrada en el “desencadenamiento de las pasiones” que quiso Georges Bataille, este contagio se esparce por todo el espacio escénico envolviendo al espectáculo desde dentro, como en una enfermedad venérea que no deja de sortear cualquier sistema de anti-cuerpos, como una stasis (“guerra civil”) intestina a cualquier sociedad. Se trata de un lenguaje escénico que inserta la idea a través de la piel, en una suerte de contacto escandaloso y la hace surgir en cada víscera del cuerpo del performer, del bailarín, del músico, del actor, del espectador. La segunda escala está, en este sentido, en señalar cómo “Meyerhold…” desactiva el dispositivo metafísico occidental que divide lo inteligible de lo sensible, la res cogitans de la res extensa sobre cuya división habló René Descartes. En ello, su modernidad lacerante se vuelve tosca y marginal, subterránea respecto de la primacía intelectual del sujeto moderno. Pero hay más. Y este plus viene de la mano del mismo Vsévolod Meyerhold, el director ruso que redefinió la construcción escénica de la mano del constructivismo ruso. Su noción más conocida, la “biomecánica” es el punto de anclaje a partir de la cual Lang puede estructurar el contagio de pasiones que se propone: la máquina. Esto es lo central para pensar: ¿cómo se logra hacer del material sensible que es el cuerpo en escena un sistema de acero y de fuertes engranajes sin perder un ápice de sensibilidad y a su vez construir ahí mismo una reflexión de alto vuelo ontológico? ¿Cómo es que una máquina piensa y padece en un mismo gesto? En la tradición filosófica, hay un concepto de la metafísica aristotélica sobre cuya disputa se han diagramado buena parte de los siglos siguientes: potencia. Potencia que no sólo significa poder hacer algo sino también y en la misma medida padecer algo. Por lo tanto, es una capacidad, una “facultad”, que señala la posibilidad de la acción como de la afección. El averroísmo aristotélico alojó allí al pensamiento, quitando a esta facultad cualquier dominio humano. Pues bien, esta potencia pensante es una condición ontológica, esto es, está inscripta en el corazón de todos los entes (naturales o artificiales) y sin embargo no les pertenece a ninguno en particular. Es ese hilo ontológico el que la máquina “Meyerhold…” tensa en su idea sensible. Es la construcción de una potencia común, de una potencia que no se afinca en ningún ente concreto sino en sus múltiples contactos. La potencia es acá el contagio apasionado de los engranajes de la máquina. Allí se crea la idea, el pensamiento. Pero esta máquina no se solidifica jamás. Se vuelve una fiesta circense, un baile carnavalesco, un ritual profano. Funciona llenándose de deseo, desando. Y ese deseo es precisamente su potencia: su contagio apasionado. Con esto, Lang desmiente la oposición entre la supuesta “naturaleza” de las pasiones y su “construcción artificial”. Las pasiones siempre son artificiales, prótesis sexuadas que se construyen y producen en la máquina y que a su vez producen la máquina. El sujeto es un efecto de la máquina y aquí va una tercera escala, ya que hay en esta pieza una subjetividad teatral que juntando el gasto improductivo batailleano y la biomecánica formalista rusa le declara la guerra a la gestión privada del sujeto neoliberal contemporáneo. Y en esto se abre la cuestión fundamental de “Meyerhold…” Demos un pequeño rodeo para situar esta cuestión. Louis Althusser definió a la filosofía como una guerra de sistemas de ideas “que dispone las tesis como si fueran plazas-fuertes” y a los filósofos como los combatientes que buscan ocupar las posiciones del enemigo donde se “da vuelta a los cañones dirigiéndolos contra el ocupante.” La admiración de Althusser por Spinoza provenía precisamente de este hecho, ya que éste dedicó su entero sistema filosófico a ocupar la posición de Dios siendo desde siempre un ateo. Bien, de Lang y su equipo podemos decir lo mismo. Han ocupado el teatro, primer gran templo de la tradición ontoteológica de Occidente, para redirigir sus cañones contra el adversario y abrir algo así como un “comunismo escénicamente pagano”. Paganismo que lleva las marcas de la antigüedad tardía como del Rinascimento italiano, de las sociedades de masas y de las modas trans. Enarbolando las banderas rusas y la metafísica del “nuevo hombre”, las pasiones de “Meyerhold…” abren un sistema que multiplica los dioses del teatro y los parodia, los reescribe, los ex-cita en una fiesta que deviene una guerra incivilizada de pasiones, o una civilización de pasiones. Por lo tanto, esta máquina es ante todo un arma de asedio y de asalto al templo teatral. Pero también un asalto a la tradición política de izquierda y a sus dioses, transfigurándolos, trasvistiéndolos. Como dijimos, un comunismo pagano que montado en los hombros de Meyerhold reflexiona y ex-cita lo contemporáneo en un grito de guerra que quiere y desea y ama, por último, “el teatro del futuro”. No éste.


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