Máquinas
Rusas.
Un
manifiesto filosófico sobre Meyerhold. Freakshow del infortunio del teatro,
de Silvio Lang
por Manuel Ignacio Moyano
Estas líneas fuerzan, antes que un análisis o
una crítica, un manifiesto de fidelidad para una pieza maestra del teatro
argentino: “Meyerhold. Freakshow del infortunio del teatro”, escrita y dirigida
por Silvio Lang.
Tracemos la constelación en que esta pieza se
mueve, pero tracémosla como si estuviéramos dentro de ella y no a millares de años luz. Para ello diremos:
es sabido que la preocupación artística fundamental de la modernidad ha sido y continúa
siendo reflexionar sobre el estatuto del arte desde dentro de la obra de arte
misma. En este sentido, nuestra primera escala en este manifiesto es señalar la
modernidad lacerante de “Meyerhold”, en tanto se nos presenta como una obra
teatral que re-flexiona sobre el
teatro. Pero, ¿cómo lo hace? En un doble gesto: como manifiesto político-artístico
y como declaración de guerra. Sin embargo, este gesto anfibio por el cual se
gesta una idea honda sobre la situación del teatro, y del teatro porteño en
particular, no entra por donde debiera entrar, digamos, por el proceso
mental-intelectivo. Es un proceso de intelección que entra por el cuerpo, es
una “excitación reflexiva”, como se repite una y otra vez en la obra, una obra
que precisamente ex-cita al cuerpo.
El teatro de Lang tiene una marca indeleble, el contagio. Parecida a “la peste” de Antonin Artaud, engendrada en el
“desencadenamiento de las pasiones” que quiso Georges Bataille, este contagio
se esparce por todo el espacio escénico envolviendo al espectáculo desde dentro, como en una enfermedad
venérea que no deja de sortear cualquier sistema de anti-cuerpos, como una stasis (“guerra civil”) intestina a
cualquier sociedad. Se trata de un lenguaje escénico que inserta la idea a
través de la piel, en una suerte de contacto escandaloso y la hace surgir en
cada víscera del cuerpo del performer, del bailarín, del músico, del actor, del
espectador. La segunda escala está, en este sentido, en señalar cómo
“Meyerhold…” desactiva el dispositivo metafísico occidental que divide lo
inteligible de lo sensible, la res cogitans de la res extensa sobre cuya
división habló René Descartes. En ello, su modernidad lacerante se vuelve tosca
y marginal, subterránea respecto de la primacía intelectual del sujeto moderno.
Pero hay más. Y este plus viene de la mano del mismo Vsévolod Meyerhold, el
director ruso que redefinió la construcción escénica de la mano del
constructivismo ruso. Su noción más conocida, la “biomecánica” es el punto de
anclaje a partir de la cual Lang puede estructurar el contagio de pasiones que
se propone: la máquina. Esto es lo central para pensar: ¿cómo se logra hacer
del material sensible que es el cuerpo en escena un sistema de acero y de
fuertes engranajes sin perder un ápice de sensibilidad y a su vez construir ahí
mismo una reflexión de alto vuelo ontológico? ¿Cómo es que una máquina piensa y
padece en un mismo gesto? En la tradición filosófica, hay un concepto de la
metafísica aristotélica sobre cuya disputa se han diagramado buena parte de los
siglos siguientes: potencia. Potencia que no sólo significa poder hacer algo
sino también y en la misma medida padecer
algo. Por lo tanto, es una capacidad, una “facultad”, que señala la posibilidad
de la acción como de la afección. El averroísmo aristotélico
alojó allí al pensamiento, quitando a esta facultad cualquier dominio humano.
Pues bien, esta potencia pensante es una condición ontológica, esto es, está
inscripta en el corazón de todos los entes (naturales o artificiales) y sin
embargo no les pertenece a ninguno en particular. Es ese hilo ontológico el que
la máquina “Meyerhold…” tensa en su idea sensible. Es la construcción de una
potencia común, de una potencia que no se afinca en ningún ente concreto sino
en sus múltiples contactos. La potencia es acá el contagio apasionado de los
engranajes de la máquina. Allí se crea la idea, el pensamiento. Pero esta
máquina no se solidifica jamás. Se vuelve una fiesta circense, un baile
carnavalesco, un ritual profano. Funciona llenándose de deseo, desando. Y ese
deseo es precisamente su potencia: su contagio apasionado. Con esto, Lang
desmiente la oposición entre la supuesta “naturaleza” de las pasiones y su
“construcción artificial”. Las pasiones siempre son artificiales, prótesis
sexuadas que se construyen y producen en la máquina y que a su vez producen la
máquina. El sujeto es un efecto de la máquina y aquí va una tercera escala, ya
que hay en esta pieza una subjetividad teatral que juntando el gasto
improductivo batailleano y la biomecánica formalista rusa le declara la guerra
a la gestión privada del sujeto neoliberal contemporáneo. Y en esto se abre la
cuestión fundamental de “Meyerhold…” Demos un pequeño rodeo para situar esta
cuestión. Louis Althusser definió a la filosofía como una guerra de sistemas de
ideas “que dispone las tesis como si fueran plazas-fuertes” y a los filósofos como
los combatientes que buscan ocupar las posiciones del enemigo donde se “da
vuelta a los cañones dirigiéndolos contra el ocupante.” La admiración de
Althusser por Spinoza provenía precisamente de este hecho, ya que éste dedicó
su entero sistema filosófico a ocupar la posición de Dios siendo desde siempre
un ateo. Bien, de Lang y su equipo podemos decir lo mismo. Han ocupado el
teatro, primer gran templo de la tradición ontoteológica de Occidente, para
redirigir sus cañones contra el adversario y abrir algo así como un “comunismo escénicamente
pagano”. Paganismo que lleva las marcas de la antigüedad tardía como del
Rinascimento italiano, de las sociedades de masas y de las modas trans. Enarbolando las banderas rusas y
la metafísica del “nuevo hombre”, las pasiones de “Meyerhold…” abren un sistema
que multiplica los dioses del teatro y los parodia, los reescribe, los ex-cita en una fiesta que deviene una
guerra incivilizada de pasiones, o una civilización de pasiones. Por lo tanto,
esta máquina es ante todo un arma de asedio y de asalto al templo teatral. Pero
también un asalto a la tradición política de izquierda y a sus dioses,
transfigurándolos, trasvistiéndolos. Como dijimos, un comunismo pagano que
montado en los hombros de Meyerhold reflexiona y ex-cita lo contemporáneo en un
grito de guerra que quiere y desea y ama, por último, “el teatro del futuro”.
No éste.
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