Del teatro a la teología: el divo Jesús.
por
Manuel Ignacio Moyano
Cristo de San Juan de la Cruz, de Salvador
Dalí (1951).
Existe un vínculo ineludible entre la teología
cristiana y el teatro. El enigma de la “santísima trinidad”, esto es, de un
único Dios que a su vez está dividido en tres –el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo–, constituyó para el cristianismo un gran peligro ya que el mismo bien podía
hacer caer todo el edificio monoteísta que lo sostuvo desde sus inicios cayera en
un politeísmo pagano contra el cual debió combatir a lo largo de toda su
historia. Para esto, para evitar esta paradoja, los padres de la iglesia recurrieron
a un término específicamente teatral para explicar la paradoja de un Dios dividido en tres. Así, el término
teatral empleado, persona, que
pertenecía a la esfera del teatro y originalmente provenía del griego prosopón –literalmente, “máscara”–,
apaciguó la multiplicación de la divinidad. Se dijo: hay una única sustancia
divina que se expresa en tres personas:
Dios-padre, Dios-hijo y el Espíritu Santo, las tres máscaras de lo divino. El hecho no es menor: si la multiplicidad interna
de Dios implica que la misma excluye la posibilidad de otros dioses, excluye
cualquier politeísmo, lo que resuelve el dogma trinitario es cierta “falsedad”,
cierto “enmascaramiento” de una misma sustancia. Por ello, las tres personas de
la trinidad son a su vez co-sustanciales (homouusías
fue el término empleado), es decir, pertenecen a una misma sustancia
divina, pero son diferentes en cuanto a su acción, esto es, en cuanto a su
funcionamiento teatral.
Que el cristianismo sea específicamente una
religión de la persona Cristo, esto es, del Hijo que encarna el Verbo, de un personaje,
tiene como consecuencia directa dos hechos fundamentales para la conformación
de Occidente: en primer lugar, que el cristianismo en tanto instancia de
transmisión de Occidente al resto del orbe es una religión exclusivamente
teatral –o gloriosa; y, en segundo lugar, que el teatro ha dejado de ser lo que
era para Aristóteles, esto es, un episodio de catarsis de la vida comunitaria
para llegar a ser el modo en que un Dios trascendental se presenta a su mundo y
lo gobierna bajo la figura de un personaje:
Cristo. Dios, por lo tanto, necesitó del teatro para gobernar a su propia
creación. Su divo fue Jesús.
Cualquier teatro que desconozca su locus teológico no hace más que
perpetuarlo. Si la intención es, en cambio, un teatro verdaderamente ateo el
primer despojo que hay que realizar es el del personaje. Sin personajes no hay encarnación del Verbo divino, no hay, entonces, príncipes divinos
que administren el mundo. La muerte del personaje será la puerta por la que ingresará
el nuevo teatro del mundo, el teatro sin
teatro.
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