Bufón.
Dirección: Luciano Del Prato. Actriz: Julieta Daga.
por Juan Manu el
Conforte
Ph: Sebastián Sosa
Cuando
entramos a la escena de Bufón, como la víctima necesaria de un atentado
terrorista, nos recibe el humo, la mugre, y un rey bufón que nos da un número y
una definición… ¿44?, preguntó en el momento que yo entraba, sí, le contesté…
bien, 44, el comedido, espetó desde un cómodo sillón de goma espuma. Así, con
esa acidez el Bufón nos recibe en su reino de algún perdido círculo del
infierno. O tal vez, mejor, este Bufón no sería otro que un Virgilio desteñido
que nos da su paseo por diversos círculos infernales. La obra tiene capas y
esas capas se nos van abriendo en la medida que nos sentamos y nos dejamos
conducir. Ya no somos inocentes, estamos allí, y el bufón nos va a cantar unas
cuantas verdades ácidas y amargas hasta que nos destornillemos de risa. La
verdad es in- munda; es decir que no es de ese mundo al que aspiramos incluso
cuando vamos al teatro. En el fondo vamos al teatro para darle el gusto a
alguien, para hacernos los interesantes con obras que no entendemos (aunque en
el fondo estén hechas para ser entendidas) o para encontrar algún tipo de
sentido al mundo que nos mundea sin que nosotros podamos hacer nada al respecto.
El bufón nos muestra, nos da la mueca de un teatro sin sentido. Un teatro
repleto de deseos inconfesos, de tedios contenidos, de miserias mal habidas. Un
teatro in- mundo. Pero ese es sólo uno de los círculos del infierno donde somos
invitados a asomar las narices. El círculo del teatro como teatro; incluso, del
teatro cordobés de los últimos 12 o 15 años. Pero hay más y más círculos que se
nos van a abrir concéntricamente mientras reímos, aunque preferiríamos llorar.
Es innegable que los 12 o 15 años últimos del teatro cordobés, coinciden en
gran parte con el proyecto político del kirchnerismo. El próximo círculo al que
nos asomamos con bufón es un círculo político. El bufón de repente deviene una
líder política sumida en las ruinas de lo que fue, de un poder que ha sido
devastado por la propia miseria de su pueblo, es decir nuestra miseria de
espectadores ciudadanos que estamos allí con nuestra indignación a cuestas. El
Bufón se ríe de nuestra fe política y nos recuerda que la política, como el
teatro, como el amor, como la vida misma (esos son los otros círculos
infernales por los que pasearemos con Bufón-Virgilio), es cosa del tiempo y el
tiempo es ese animal salvaje que consta de partes llamadas repeticiones y lo
vivido una vez nos retorna como farsa a la vuelta de la historia. Y en esa vuelta
ya nos encontramos con una política sin sus brillos fálicos. Es decir lo
importante en el teatro, en la política y en el amor son los trajes, los
brillos, con los cuales cualquier idiota puede verse investido de genialidad,
como nos recuerda aquella obra genial de Genet, El balcón. Bufón es el
reverso de eso. Cuando el brillo se va, cuando los trajes devienen basura,
mugre, trapo; sólo podemos gozar de la verdad que nos dejan, de la prostitución
que hay por debajo de cualquier uniforme. Y esa verdad amarga nos intenta hacer
tragar Bufón. ¿Dormir? ¿Morir? No. Bufón nos quiere despertar del brillo del
sueño y nos quiere acercar al amargor del despertar. Sólo despertamos con un
golpe. Nuestro Bufón (sabemos que tiene nombre y apellido) intenta asestarlo con
la punta de un escobillón gastado que sirve de cetro. Así se nos expulsa fuera
del infierno con la promesa política de que cada uno de nosotros se lleva un
secreto, incluso de que allí hemos ido, al fondo de la mierda, a buscar el
dulce de leche que nos saque de nuestra amargura político-existencial; pero ya
no hay tiempo, el susurro final que esperamos del bufón sólo nos deja la risa
amarga de que para empezar a salir del infierno, deberíamos empezar por ser
menos comedidos. Al menos ese fue el número que me tocó en… suerte.
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