viernes, 8 de abril de 2016

La música suprema. Música y política*

por Giorgio Agamben

*Traducción de Manuel Ignacio Moyano para el blog Escrituras escénicas, 2016. [Agamben, Giorgio. “La musica suprema. Musica e politica” en Che cos’è la filosofia?, Quodlibet, Macerata 2016, pp. 133-146.]

Friso de Beethoven de Gustav Klimt, 1902.
I.

La filosofía puede darse hoy solamente como reforma de la música. Si llamamos música a la experiencia de la Musa, esto es, del origen y del tener lugar de la palabra, entonces en una cierta sociedad y en un cierto tiempo la música expresa y gobierna la relación que los hombres tienen con el evento de palabra. Este evento —el archievento que constituye al hombre como ser parlante—, no puede ser dicho al interior del lenguaje: puede solamente ser evocado y recordado musaicamente o musicalmente.[1] Las musas expresaban en Grecia esta articulación originaria del evento de palabra que, adviniendo, se destina y compartimenta en nuevas formas o modalidades, sin que sea posible para el parlante alcanzarlo o ir más allá de él. Esta imposibilidad de acceder al lugar originario de la palabra es la música. En ella se expresa todo lo que en el lenguaje no puede ser dicho. Como es inmediatamente evidente cuando se hace o escucha música, el canto celebra o lamenta sobretodo la imposibilidad de decir, la imposibilidad —dolorosa o gozosa, hímnica o elegíaca— de acceder al evento de palabra que constituye a los hombre como humanos.

À      El himno a las Musas, que funciona como proemio a la Teogonía de Hesíodo, muestra que los poetas conocen el problema de poner el inicio del canto en un contexto musaico. La doble estructura del proemio, que repite dos veces el exordio (v. I.: “De las Musas heliconias comenzamos”; v. 36: “De las Musas comenzamos”) no se debe solamente, como ha sugerido agudamente Paul Friedländer (1914, pp. 14-16)[2], a la necesidad de introducir el inédito episodio del encuentro del poeta con las Musas en una estructura hímnica tradicional en la cual semejante gesto no estaba absolutamente previsto. Hay, para esta inesperada repetición, otra razón más significativa, que concierne al mismo acto de tomar la palabra por parte del poeta, o, más precisamente, a la posición de la instancia enunciativa en un ámbito en el cual no es claro si ella pertenece al poeta o a las Musas. Decisivos son los versos 22-25, en los cuales, como no han dejado de notar los estudiosos, el discurso traspasa bruscamente de una narración en tercera persona a una instancia enunciativa que contiene el shifter “yo” (una primera vez en el acusativo —µε— y luego, en los versos sucesivos, en el dativo —µοι—):

Ellas (las Musas) una vez (ποτε) enseñaron a Hesíodo un bello canto
mientras pastaban los rebaños bajo el divino Heliconia:
este discurso principalmente (πρώτιστα) a mí (µε) dirigieron los dioses […]

Se trata, según toda evidencia, de insertar el yo del poeta como sujeto de la enunciación en un contexto en el cual el inicio del canto pertenece decididamente a las Musas y está, sin embargo, proferido por el poeta: Мουσάων άφχώμεθα, “comenzamos por las Musas” —o, mejor, si se tiene en cuenta la forma media y no activa del verbo: “De las Musas es el inicio, de las Musas iniciamos y somos iniciados”; las Musas, de hecho, dicen con voz concorde “aquello que ha sido, aquello que será y aquello que fue” y el canto “escurre suave e incansable de sus bocas” (vv. 38-40).
El contraste entre el origen musaico de la palabra y la instancia subjetiva de la enunciación es tan fuerte, por cuanto todo el resto del himno (y del entero poema, salvo la recuperación enunciativa de parte del poeta en los vv. 963-965: “A ustedes ahora salve…”) refiere en forma narrativa el nacimiento de las Musas de Mnemosine, que se une por nueve noches a Zeus, enlista sus nombres ­—que, en este estadio, no correspondían a un género literario determinado (“Clío y Euterpe y Talía y Melpómene / Terpsícore y Erato y Polimnia y Urania / y Calíope, la más ilustre de todas”)— y describe sus relaciones con los aedos (vv. 94-97: “De las Musas de hecho y del lejano Apolo / son los aedos y los citaristas… / beatos aquellos que las Musas aman / dulce de su boca surge el canto”).
El origen de la palabra está musaicamente —esto es, musicalmente— determinado y el sujeto parlante —el poeta— debe una y otra vez volver a enfrentar la problematicidad del propio inicio. Incluso si la Musa ha perdido el significado cultural que poseía en el mundo antiguo, el rango de la poesía depende todavía hoy del modo en el cual el poeta se arriesga a dar forma musical a la dificultad del acto de tomar la palabra —es decir, de cómo llega a hacer propia una palabra que no le pertenece y a la cual se limita a prestar la voz.

II.

La Musa canta, da al hombre el canto porque ella simboliza la imposibilidad para el ser parlante de apropiarse integralmente del lenguaje, el cual ha convertido en su demora vital. Esta extrañeza marca la distancia que separa el canto humano de aquel que pertenece a los otros seres vivientes. Hay música, el hombre no se limita a hablar y siente, en cambio, la necesidad de cantar porque el lenguaje no es su voz, porque demora en el lenguaje sin poder convertirlo en su voz. Cantando, el hombre celebra y conmemora la voz que no tiene y que, como enseña el mito de las cigarras en el Fedro, podría reencontrar sólo al precio de cesar de ser hombre y devenir animal (“Cuando nacieron las Musas y apareció el canto, algunos de los hombres quedaron presos de un placer tan grande que, cantando, no se acordaron más de comer y de beber y morían sin darse cuenta. De aquellos hombres proviene la estirpe de las cigarras…”, 259 b-c).
Por ello, a la música corresponden necesariamente antes que las palabras, las tonalidades emotivas: equilibradas, corajudas o firmes en el modo dórico; lamentosas y lánguidas en el modo jónico y en el lidio (Rep. 398 e – 399 a). Y es singular que también, en la obra maestra de la filosofía del siglo veinte, Ser y tiempo, la apertura originaria del hombre al mundo no provenga a través del conocimiento racional y del lenguaje, sino fundamentalmente a través de una Stimmung, de una tonalidad emotiva que el término mismo envía a la esfera acústica (Stimme es la voz). La Musa —la música— signa la escisión entre el hombre y su lenguaje, entre la voz y el logos. La apertura primaria al mundo no es lógica, es musical.

À      De aquí la obstinación con la que Platón y Aristóteles, pero también los teóricos de la música como Damon y los mismos legisladores afirman la necesidad de no separar música y palabra. “Cuando en el canto hay lenguaje” argumenta Sócrates en la República (398 d) “no difiere en nada del lenguaje no cantado (μή άδομένου λόγου) y debe conformarse a los mismos modelos” y enuncia inmediatamente con firmeza el teorema según el cual “la armonía y el ritmo deben seguir al discurso (άκολουθείν τώ λογώ)” (ibid.). La misma formulación, “cuando en el canto hay lenguaje”, implica, sin embargo, que hay en ello algo irreducible a la palabra, así como la insistencia en el sancionar la inseparabilidad entre ellos traiciona la conciencia de que la música es eminentemente separable. Sólo porque la música signa la extrañeza del lugar originario de la palabra, es perfectamente comprensible que ella pueda tender a exasperar la propia autonomía respecto del lenguaje; y, sin embargo, por las mismas razones, es también comprensible la preocupación para que no se rompa del todo el nexo que los mantiene juntos.
Entre el fin del siglo V y los primeros decenios del IV se asiste efectivamente en Grecia a una verdadera y propia revolución de los estilos musicales, ligada a los nombres de Melanippide, Cinesia, Frinide y, especialmente, Timoteo de Mileto. La fractura entre el sistema lingüístico y el sistema musical deviene progresivamente insanable, hasta que en el siglo III la música finaliza predominando decididamente sobre la palabra. Pero ya en los dramas de Eurípides, un observador atento como Aristófanes podía comprobar, haciendo en las Ranas la parodia, que la relación de subordinación de la melodía a su soporte métrico en el verso estaba ya subvertido. En la parodia aristofénica, la multiplicación de las notas respecto a las sílabas está icásticamente expresada a través de la transformación del verbo είλίσσω (girar) en  είειειειλίσσω. En cada caso, a pesar de la tenaz resistencia de los filósofos, en sus obras sobre la música, Aristosseno, que también era uno de los alumnos de Aristóteles y criticaba los cambios introducidos por la nueva música, no pone más como fundamento del canto la unidad fonemática del pie métrico, sino una unidad puramente musical, que llama “primer tiempo” (κφόνος πφώτος) y es independiente de la sílaba.
Si, sobre el plano de la historia de la música, las críticas de los filósofos (que a su vez habrían de repetirse muchos siglos después en el redescubrimiento de la monodia clásica por la Camerata florentina y por Vincenzo Galilei y en la perentoria prescripción de Carlo Borromeo: “cantum ita temperari, ut verba intelligerentur”) no podían más que aparecer excesivamente conservadoras, nos interesan aquí principalmente las razones profundas de su oposición, de la cual ellos mismos no eran siempre conscientes. Si la música, como hoy parece advenir, rompe su necesaria relación con la palabra, esto significa, por un lado, que esta pierde consciencia de su naturaleza musaica (esto es, del situarse de la música en el lugar originario de la palabra) y, por otro lado, que el hombre parlante olvida que su ser, desde siempre musicalmente dispuesto debe constitutivamente hacer las cuentas con la imposibilidad de acceder al lugar musaico de la palabra. Homo canens y homo loquens dividen sus vías y pierden la memoria de la relación que los vinculaba a la Musa.

III.

Si el acceso a la palabra está, en este sentido, musaicamente determinado, se comprende que para los griegos el nexo entre música y política sea tan evidente que, incluso, Platón y Aristóteles han dado trato a cuestiones musicales en las obras que consagran a la política. La relación de aquello que ellos llamaban μουσική (que comprendía la poesía, la música en sentido propio y la danza) con la política era tan estrecha que, en la República, Platón puede sobrescribir el aforismo de Damon según el cual “no se pueden cambiar los modos musicales sin cambiar las leyes fundamentales de la ciudad” (424 c). Los hombres se unen y organizan las constituciones de sus ciudades a través del lenguaje, pero la experiencia del lenguaje —en cuanto no es posible aferrarla y controlar su origen— está a su vez musicalmente condicionada. La ausencia de fundamento del λόγος funda el primado de la música y hace que todo discurso se encuentre siempre musaicamente entonado. Por esto, antes que tradiciones y preceptos transmitidos por medio de la lengua, los hombres de cada tiempo están, lo sepan o no, educados y dispuestos políticamente a través de la música. Los griegos sabían perfectamente aquello que nosotros fingimos ignorar, esto es, que es posible manipular y controlar una sociedad no sólo a través del lenguaje, sino principalmente a través de la música. Así como mayor eficacia que la orden del oficial posee, para el soldado, el timbre de la trompeta o la percusión del tambor, así también en cada ámbito y antes de cada discurso, los sentimientos y los estados de ánimo que preceden las acciones y el pensamiento están determinadas y orientadas musicalmente. En este sentido, el estado de la música (incluyendo en este término toda la esfera que imprecisamente definimos con el término “arte”) define la condición política de una determinada sociedad mejor y antes que cualquier otro índice y, si se quiere mutar verdaderamente el ordenamiento de una ciudad, es fundamentalmente necesario reformar la música. La mala música que invade hoy en cada instante y en cada lugar nuestras ciudades es inseparable de la mala política que la gobierna.

À      Es significativo que la Política de Aristóteles se concluya con un verdadero tratado sobre la música —o, mejor, sobre la importancia de la música para la educación política. Aristóteles comienza efectivamente declarando que se ocupará de la música no como divertimento (παιδιά), sino como parte esencial de la educación (παιδεία), en cuanto ella tiene por fin la virtud: “como la gimnasia produce una cierta cualidad del cuerpo, así la música produce un cierto ethos” (1339 a, 24). El motivo central de la concesión aristotélica a la música está dada por la influencia que ella ejercita sobre el alma: “Es evidente que somos afectados y transformados en cierto modo por diversos géneros de música, como, en particular, por las melodías del Olimpo. Es opinión común que ellas vuelvan el alma entusiasta (ποιεί τάς ψυχάς ένθουσιαστικάς) y el entusiasmo es una pasión (πάθος) del ethos respecto al alma. Todos, escuchando las imitaciones (musicales), gracias a los ritmos y a las melodías, entran en un estado de ánimo empático (γίγνονται συμπαθείς), incluso en ausencia de las palabras.” (1340 a, 5-11) Ello adviene, explica Aristóteles, porque los ritmos y las melodías contienen las imágenes (όμοιώματα) y las imitaciones (μιμήματα) de la ira y de la clemencia, del coraje, de la prudencia y de las otras cualidades éticas. Por ello, cuando los escuchamos el alma es afectada en formas diversas en correspondencia a cada modo musical: en modo “lamentoso y forzoso” en el mixolidio, en un estado de ánimo “equilibrado (μέσως) y más firme” en el dórico, “entusiasta” en el frigio (1340 b 1-5). Él acepta así la clasificación de las melodías en éticas, prácticas y entusiastas y recomienda para la educación de los jóvenes el modo dórico, en cuanto es el “más firme” (στασιμώτερον) y de carácter viril (άνδρείον, 1342 b 14). Como ya había hecho Platón, Aristóteles se refiera aquí a una antigua tradición, que identificaba el significado político de la música en su capacidad para introducir orden en el alma (o, al contrario, de excitarla en confusión). Las fuentes nos informan que en el VII siglo a. C., cuando Esparta se encontraba en una situación de discordia civil, el oráculo sugiere de llamar al “cantor de Lesbos” Terpandro quien, con su canto, restituye el orden a la ciudad. Lo mismo se decía de Stesicoro respecto a las luchas intestinas en la ciudad de Locri.

IV.

Con Platón, la filosofía se afirma como crítica y superación del ordenamiento musical de la polis ateniense. Este ordenamiento, personificado por el rapsoda Ion, que se encuentra poseído por la Musa como un anillo de metal atraído por un imán, implica la imposibilidad de dar razones de los saberes y acciones propios, de “pensarlos”. “Esta piedra (el imán) no sólo atrae los anillos de hierro, también infunde en ellos la capacidad de hacer aquello que hace la piedra, esto es, atraer otro anillos, de modo que se producirá una gran cadena de anillos agarrados entre sí, y para cada uno esta capacidad dependerá de la piedra. Del mismo modo, también la Musa colma algunos hombres de inspiración divina y a través de ellos se produce una cadena de otros hombres igualmente entusiasmados […] el anillo del medio eres tú, el rapsoda, mientras el primero es el poeta mismo […] y un poeta se engancha a una cierta Musa, otro a otra y en tal caso decimos que está poseído […] efectivamente, tu no dices aquello que dices de Homero por arte y ciencia, sino por una suerte divina (θεία μοίρα) […]” (Platón, Ion, 533 d – 534 c).
Contra la παιδεια [educación] musaica, la reivindicación de la filosofía como “la verdadera Musa” (Rep. 548 b 8) y “la música suprema” (Phaid. 61 a) significa el intento de ir más allá de la inspiración musaica sobre el evento de palabra, cuyo umbral está custodiado y bloqueado por la Musa. Mientras los poetas, los rapsodas y, más en general, cada hombre virtuoso actúa por una θεία μοίρα [inspiración divina], un destino divino respecto del cual no está en posición de dar cuentas, se trata de fundar los discursos y las acciones en un lugar más originario que el de la inspiración músaica y de su μοίρα.
Por ello, en la República (499 d), Platón puede definir la filosofía como αύτή ή Мούσα, la Musa misma (o la idea de la Musa —αύτός seguido del artículo es el término técnico para expresar la idea). En cuestión está aquí el lugar propio de la filosofía: éste coincide con aquel de la Musa, es decir, con el origen de la palabra —y es, en este sentido, necesariamente proemial. Situándose de este modo en el evento originario del lenguaje, el filósofo reconduce al hombre al lugar de su devenir humano, a partir del cual sólo puede acordarse del tiempo en el cual no era todavía humano (Men. 86 a: ό χρόνος ότ’ ούκ ήν άνθρωπος). La filosofía supera el principio musaico en dirección de la memoria, de Mnemosine como madre de las Musas y de este modo libera al hombre de la θεία μοίρα [inspiración divina] y vuelve posible el pensamiento. El pensamiento es, efectivamente, el olvido que se abre cuando, yendo más allá de la inspiración musaica que no le permite de conocer aquello que dice, el hombre deviene de cualquier modo auctor, esto es, garante y testimonio de las propias palabras y de las propias acciones.

À      Decisivo es, sin embargo, que, en el Fedro, la tarea filosófica no sea adjudicada simplemente a un saber, sino a una forma especial de manía, afín y a la vez diversa a las otras. Esta cuarta especie de manía, efectivamente —la manía erótica— no es homogénea a las otras tres (la profética, la teléstica y la poética), sino que se distingue de ellas esencialmente por dos caracteres. Ella se presenta, fundamentalmente, junto al automovimiento del alma (αύτοκίνητον, 245 c), a su no ser movida por otro y a su ser, por ello mismo, inmortal; es, además, una operación de la memoria, que recuerda aquello que el alma ha visto en su vuelo divino (“esta es una reminiscencia (άνάμνησις) de cuanto nuestra alma ha visto una vez…”, 249 c) y es esta anamnesis la que define su naturaleza (“este es el punto de llegada de todo el discurso sobre la cuarta manía, cuando alguno viendo algo bello recuerda la belleza verdadera […]”, 249 d). Estos dos caracteres la oponen puntualmente a las otras formas de la manía, en la cuales el principio de movimiento es exterior (en el caso de la locura poética, la Musa) y la inspiración no está preparada para alcanzar con la memoria aquello que la determina y hace hablar. Lo que inspira aquí no son más las Musas, sino su madre, Mnemosine. Platón convierte, de este modo, la inspiración en memoria, y esta conversión de la θεία μοίρα [inspiración divina] —del destino— en memoria define su gesto filosófico.
En cuanto manía que se mueve e inspira a sí misma, la manía filosófica (porque de esto se trata: “Sólo la mente del filósofo usa las alas”, 249 c) es, por así decir, una manía de la manía, una manía que tiene por objeto la misma manía o inspiración y alcanza, por lo tanto, el mismo lugar del principio musaico. Cuando, al fin del Menón (99 e – 100 b), Sócrates afirma que la virtud política no es ni por naturaleza (Φύσει) ni transmisible por enseñanza (διδακτόν), sino que se produce por una θεία μοίρα [inspiración divina] sin conciencia y que por esto los políticos no están a la altura de comunicarla a los otros ciudadanos, él presenta implícitamente la filosofía como algo que, sin ser ni por suerte divina ni por ciencia, está en grado de producir en las almas la virtud política. Pero esto sólo puede significar que ella se sitúa en el lugar de la Musa y la sustituye.
Walter Otto, por otra parte, ha observado justamente que “la voz que precede la palabra humana pertenece al ser mismo de las cosas, como una revelación divina que lo deja venir a la luz en su esencia y en su gloria” (Otto 1954, p. 71)[3]. La palabra que la Musa dona al poeta proviene de las cosas mismas y la Musa, en este sentido, no es más que el desocultarse y el comunicarse del ser. Por esto, las figuraciones más antiguas de la Musa, como la estupenda Melpomene en el Palazzo Massimo del Museo Nazionale Romano, la presentan como una muchacha en su plenitud ninfal. Alcanzando así el principio musaico de la palabra, el filósofo debe medirse no sólo con algo lingüístico, sino también y principalmente con el ser mismo que la palabra revela.

5.

Si la música está constitutivamente ligada a la experiencia de los límites del lenguaje y si, viceversa, la experiencia de los límites del lenguaje —y, con ella, la política— está musicalmente condicionada, entonces un análisis de la situación de la música en nuestro tiempo debe comenzar por constatar que esta experiencia de los límites musicales acaecidos en ella hoy falta. El lenguaje se da hoy como cháchara que no alcanza jamás el propio límite y parece haber perdido cualquier conciencia de su íntimo nexo con aquello que no se puede decir, esto es, con el tiempo en el cual el hombre no era todavía parlante. A un lenguaje sin márgenes ni fronteras corresponde una música que ya no está más musaicamente entonada y a una música que ha dado las espaldas a su propio origen, una política sin consistencia ni lugar. Donde todo parece poderse decir indiferentemente, el canto se empequeñece y, con ello, las tonalidades emotivas que musaicamente lo articulan. Nuestra sociedad —donde la música parece penetrar frenéticamente cada lugar— es, en verdad, la primera comunidad humana no musaicamente (o amusaicamente) entonada. La sensación de general depresión y apatía no hace más que registrar la pérdida del nexo musaico con el lenguaje, travistiendo como un síndrome médico el eclipse de la política que es su resultado. Esto significa que el nexo musaico, que ha perdido su relación con los límites del lenguaje, produce ya no una θεία μοίρα [inspiración divina], sino una suerte de misión o inspiración blanca, que no se articula más según la pluralidad de los contenidos musaicos, sino que gira, por así decirlo, en el vacío. Sin memoria de su originaria solidaridad, lenguaje y música dividen sus destinos y restan sin embargo unidos en una misma vacuidad.

À      Es en este sentido que la filosofía puede darse hoy solamente como reforma de la música. Porque el eclipse de la política es igual a la pérdida de la experiencia del musaico, la tarea política es hoy constitutivamente una tarea poética, respecto a la cual es necesario que los artistas y los filósofos unan sus fuerzas. Los hombres políticos actuales no están a la altura de pensar porque tanto su lenguaje como su música giran amusaicamente en el vacío. Si llamamos pensamiento al espacio que se abre cada vez que accedemos a la experiencia del principio musaico de la palabra, entonces es con la incapacidad de pensar de nuestro tiempo con lo que debemos medirnos. Y si, según la sugerencia de Hannah Arendt, el pensamiento coincide con la capacidad de interrumpir el flujo insensato de las frases y de los sonidos, detener este flujo para restituirlo a su lugar musaico es hoy la tarea filosófica por excelencia.



[1] Agamben emplea aquí el adverbio “musaicamente”, que proviene del latín mosaicum y significa literalmente “[obra] relativa a las musas”, como sinónimo de “musicalmente” siguiendo su concepción de la música como experiencia de la Musa. En otras partes del texto, el adjetivo “musical” es directamente reemplazado por “musaica”. Utilizaremos esta misma palabra, aunque en español implique otro plexo de significados, ya que respeta más fielmente el vínculo que el autor establece entre la música y las Musas. [N. del T.]
[2] Friedländer, Paul. Das Proömium von Hesiods Theogonie, “Hermes”, 49, pp. 1-16, 1974.
[3] Otto, Walter. Die Musen und der göttliche Usprung des Singens und Sagens, Diederichs, Düsseldorf, 1954.

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