Distancia,
fracaso y potencia.
Brecht,
Beckett y la contemporaneidad
por
Manuel Ignacio Moyano
Dos hombre contemplando la luna de David Friedrich Caspar, 1819.
Pintura que sirvió de inspiró Esperando a Godot de Beckett.
A su modo, Brecht y Beckett fueron artistas
contemporáneos a su tiempo —tiempos que, obviamente, no se diferencian en
cuanto a los años cronológicos (compartieron 50 años en este mundo, desde que
Beckett nace en 1906 hasta que Brecht muere en 1956) sino a las pasiones que tejieron. Brecht es el
artista escénico de la situación ontológica de entreguerras. Beckett, en
cambio, el signo de la posguerra. El primero, uno más de los impulsos
artísticos de inicios del siglo XX, uno más de los impulsos vanguardistas. El
segundo, el callejón sin salida de todo impulso, el agotamiento de las
vanguardias. Sus marcas indelebles en la historia de las formas padecen y forjan
dos sistemas de pasiones por completo diferentes: el científico-social en
Brecht, el filosófico-ontológico en Beckett. Sin embargo, entre el
hombre-máquina brechtiano (como es el personaje de la obra Un hombre es un hombre, o los personajes de las así traducidas “Piezas
didácticas”, Lehrstücke), y el hombre-resto
(como son, entre muchas otras, las figuras de Esperando a Godot, los de Fin
de partida y de todo lo que vino
después) hay una misma intención: descentrar la escena de la figura humana, o
bien, hacer escena desde la
des-humanización del hombre. ¿Cuál es su resultado? Pues producir la escena
más moderna de todas, esto es, la escena donde “el valor extrañamiento” se
presenta como “la tarea específica del artista moderno” (Agamben, L’uomo senza contenuto, p. 161). Y
producir un extrañamiento no significa otra cosa más que operar una “destrucción
de la transmisibilidad de la cultura.” (ibid.)
Como todo artista, Brecht y Beckett lesionan la cultura en lo que más íntimo
posee ella: en sus canales de transmisión, en su transmisibilidad. El arte moderno
se revela no ya como una forma-cultural más (como quisieran los académicos),
sino como una interrupción de la tradición, de sus formas de reproducción. Y
esta tarea es también una condena: la condena al rupturismo, verdadera espada
de Damocles para todo artista.
Sin embargo, los medios importan. No es lo
mismo el sistema de Brecht que el de Beckett. El medio del primero fue la
distancia, el del segundo el fracaso. Lo que importa de ellos no es que “representaban
su época”, sino por el contrario que extrañaban
al presente en el cual operaban. Como bien sostiene Agamben en su libro Che cos’è il contemporaneo?, alcanzar el
presente sólo es posible por medio de un “desfase”, de un alejarse de sus “luces”
para coronarse con sus sombras. Pero ese extrañamiento tiene dos marcas
diferenciadas.
En este sentido, la estrategia brechtiana es
clara: sobre la capa de una primera representación, se elabora una segunda
dando lugar a lo que podríamos denominar una sobre-representación.
Llevado al extremo, el gesto de representar sobre una representación, lo
que comúnmente se denomina “teatro dentro del teatro”, abre el espacio para que
lo único representado sea el mismo gesto de representar. Representar los medios
de la representación –Brecht deseaba que en su teatro nadie olvidara jamás que
se encontraba en un teatro–, es decir, mostrar los hilos y la mano que los
maneja en la misma escena implica renunciar
a la representación, o bien asumir la
pura presentación de toda representación. En este sentido, la “distancia”
propia del teatro épico es una forma que, paradójicamente, se acerca a su época
y a su tiempo desde una posición
determinada: la del cientista social, la de quien re-flexiona una y otra vez
sobre los medios de su exposición. Por esto, “la transformación total del
teatro —puede afirmar Brecht en sus Escritos—
no debe ser consecuencia de un capricho de artista, sino corresponder a la total
transformación espiritual de nuestro tiempo.” (Escritos, p. 36) En este hegelianismo teatral (Hegel era su
filósofo favorito), la distancia es la exigencia de su época y ella es la que
cambia por completo el teatro. Pero, ¿distancia de qué con respecto a qué?
Distancia del teatro con respecto a sí mismo, esto es, distancia del
representante —el artista— con respecto a lo representado —la época o las
circunstancias del arte. Y en esa distancia, en ese extañamiento volver
comprensible, o al menos legible, la época y el arte.
Harto diferente es la estrategia beckettiana.
En los diálogos que publicara en 1949, bajo el título de “Tres diálogos con
Georges Duthuit” —que en verdad no son más que una elaboración propia del
irlandés, literaria y bastante cómica, de una serie de conversaciones que
mantuviera con el francés sobre la pintura de Matisse, Tal Coat, Masson, Van
Velde, entre otros—, donde Beckett expone la imposibilidad del arte y a la vez
su obligación. Dice en torno a ese arte indigente que asumirá como su marca: “La
situación es la de quién está inerme, no puede actuar, en nuestro caso no puede
pintar, por cuanto está obligado a pintar. El acto es el de quien, inerme,
incapaz de actuar, actúa, en nuestro caso pinta, puesto que está obligado a
pintar” (“Tres diálogos con Georges Duthuit”, en Proust, pp. 113-114) El artista, por lo tanto, ya no sólo toma
distancia de su circunstancia —para comprenderla mejor— sino que asume la
radical imposibilidad de cualquier relación con ella. Asumir el fracaso de la
representación teatral, de la pintura, de la escritura y con ello, no con otra
cosa —aquí está su genio—, actuar, pintar y escribir. Es que esta “fidelidad al
fracaso [crea] una nueva circunstancia” (ibid,
p. 120) El arte, así, no sólo se presenta, como se ha dicho, “autónomo”
respecto de su época sino más bien como un “fracaso” en la relación con ella —y
en este fracaso, asumir como única tarea expresar la imposibilidad de toda expresión.
Toda una ética de la exigencia, ya no de la responsabilidad. Esto es claramente
un trabajo con la impotencia, como dijera el mismo Beckett alguna vez para
diferenciarse de Joyce, que no la colorea en una nueva “realidad” distinta de
ella. Es decir, no hacer del indigente el nuevo mesías —hacer, en cambio, de todo
mesianismo un estado de indigencia. Ya no será la toma de distancia reflexiva
como en Brecht, será en cambio la asunción de la situación en toda su
imposibilidad. Dos modos de ser contemporáneos tan distintos que Beckett brincó
de alegría ante la muerte de Brecht, conociendo antes la intención que tenía
éste de llevar a escena a Esperando a
Godot, donde Godot dejaría de ser quien no cesa de no llegar para encarnarse
en un “cerdo burgués”.
¿Cuál es, entonces, el modo de ser
contemporáneos hoy en las artes escénicas? Ni la distancia, ni el fracaso. Hoy,
aunque de forma incipiente y con avances y retrocesos, lo que realmente
moviliza las artes y su función de extrañamiento —al menos aquellas a las
cuales les llegó la modernidad— es la potencia, esto es, la multiplicación exponencial de las relaciones
posibles con la propia época. Y esto es lo más problemático de ella porque
donde todo es posible, nada lo es. Y si nada es posible, el presente se diluye
entre las manos y, como la arena, todo parece dar lo mismo. Es necesaria una
nueva ética de producción que avise: no todo da lo mismo, la arena no puede
seguir cayendo de nuestras manos.
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