por
Manuel Ignacio Moyano
La “usurpación”
existe desde un principio.
Jacques Derrida, de la gramatología.
Ph: Marina Roveda
En El
teatro de la crueldad y la clausura de la representación, un gran ensayo
sobre Artaud, Jacques Derrida finaliza su escritura con la siguiente
declaración, o mejor, con la siguiente aclaración:
“Pensar la clausura de la representación es pensar lo trágico: no como
representación del destino sino como destino de la representación. Su necesidad
gratuita y sin fondo. / Y por qué en su clausura es fatal que siga la representación.” Estas palabras, que contienen
una condensación magistral de las preocupaciones derrideanas, que avisan la trágica ambivalencia artaudiana respecto
del hecho escénico (la clausura de su repetición y, a la vez, su
inevitabilidad), son a la vez el lugar de una inmensamente precisa definición
de la noción misma de tragedia. Lo trágico es, desde esta perspectiva, ya no
una representación del destino sino el destino de la representación, “su
necesidad gratuita y sin fondo.” ¿Desde dónde viene la tragedia, entonces?
Desde ningún lugar. O mejor, desde el no-lugar que es todo destino, el no-lugar que implica la inevitabilidad de la
representación. ¿Desde dónde viene la representación, entonces? Igualmente, desde
ningún lugar, desde un pozo sin fondo. En consecuencia, la representación no
representa un algo previo y dado. La representación es una necesidad surgida de la inexistencia de un fondo previo y dado.
Solo porque no hay nada en el principio es que hay representación, una huella originaria que se coloca en el
diferendo entre un hueco y las representaciones que de allí, como de la boca de
un acantilado, no dejan de emerger. No hay caminantes, pero hay huellas
—huellas que señalan el abismo de toda representación, el círculo ciego sobre
el que bailan estas huellas, o mejor, los espectros de esos caminantes nunca
sidos.
Es en el marco de esta grandísima redefinición
derrideana de lo trágico donde se torna pensable la magnífica pieza escénica
que es Lejos, dirigida por Marina Sarmiento
y corporeizada por una actriz enorme, pero enorme de verdad: Florencia
Bergallo. Entendámonos: no es una obra “representativa”, con la carga
peyorativa que esta noción porta actualmente en las artes escénicas
contemporáneas. Es una obra que interroga el estatuto mismo de la
representación. Y lo hace de una manera particular: a través de la relación
entre cuerpo y memoria. Sin embargo, en verdad no podríamos hablar de una
“relación”, como si por un lado hubiera un cuerpo y por el otro una memoria. La
gran contribución de esta pieza es que en ella el cuerpo es la memoria. Es el cuerpo el que recuerda, es el cuerpo
donde el pasado existe. Por lo tanto, el cuerpo no es aquello que representa un
pasado, sino más bien aquello que
presenta la representación en la que vive indefectiblemente todo pasado.
Una representación que siempre está reinventándose, re-in-corporándose. La
corporalidad extrema de Florencia, aquella donde se tiene una “cita” con el
pasado, es el espacio en donde lo trágico —en el preciso sentido que le dimos a
partir de Derrida— tiene lugar. El cuerpo es el lugar, involuntario, donde la
representación, “su necesidad gratuita y sin fondo”, aparece. Pero, como
dijimos, se trata de una representación sin representado ni representante. En
este cuerpo el pasado no es algo que ocurrió y que ahora, escénicamente, vuelve
a representarse. Aquí el pasado se encuentra en su estado más puro, esto es, en
su consistencia representativa surgida desde el fondo de un fondo sin fondo. De la sonoridad que de este fondo
imposible surge, sonoridad que en Lejos está
excelentemente puntuada por el diseño y la música de Ezequiel Abregú.
Ph: Marina Roveda
Escenográficamente, la gran lengua blanca (una
larga lona tendida desde el techo de la sala hasta el proscenio que borra los
límites espaciales y hace ingresar el infinito en el espacio visual) sobre la
que la actriz despliega el cuerpo del pasado potencia esta corporalidad. Es
más, diremos que la crea. Es que
entre ella y la disposición del cuerpo (sus posiciones, sus gestos, sus
movimientos, su recorrido espacial, su uso del objeto-toalla) se crea precisamente
la escena, la representación, la historia. La lengua blanca, entonces, se
convierte en una sombra, la sombra de los antepasados —y la noción de sombra
nos es fundamental porque ella, como el pasado, es lo que se genera a partir de
la proyección de los cuerpos presentes atravesados por una luz, es decir, ella
muestra la “presentación” oblicua de toda “representación”. Sin embargo, su
blancura es fundamental para este dispositivo tan complejo creado por Lejos. Porque el blanco es, antes que un
referente determinado al cual debe representarse, la superficie última donde
todas las representaciones pueden tener lugar. El blanco, la hoja en blanco, la
página sin escribir es la misma posibilidad de la gramatología —la posibilidad
última de la escritura, de la letra, de la différance derrideana. Pero es su posibilidad
porque ella no es lo que está antes de la escritura-representación, sino lo que
una y otra vez emerge desde dentro de
ella, lo que abre en la letra, en el gramma,
la diferencia respecto a sí misma. Por ello, Giorgio Agamben, en un texto
dedicado a la filosofía de Derrida, la llamará “la escritura de la potencia”,
es decir, la escritura ya no de la pluma sino de la misma hoja en blanco —su
capacidad para impresionarse, para recibir la marca de la letra. Sin esa
potencia blanca no habría representación, no habría escritura. Por esta sencilla
razón, la potencia blanca vive dentro de la representación y de la escritura,
es la tinta invisible que acompaña cualquier otra tinta. En este sentido, la
blancura de esta escenografía —excelentemente producida con el sistema lumínico
sobre el cual se diferencian tonalidades del blanco— es aquello que, dejándose impresionar por el
cuerpo de la actriz, escribe esa coreo-grafía singular en Lejos.
Ph: Marina Roveda
Precisemos todo esto. Beckett escribió alguna
vez: “El ojo mirando fijamente con dureza un detalle en el desierto se llena de
lágrimas.” Y aquí se muestra su grandeza, que es también la misma grandeza de
la gramatología derrideana y, a la vez, de Lejos.
Es la grandeza de entrever un detalle
en el desierto. Las lágrimas del ojo beckettiano, antes que de congojo, son
lágrimas de felicidad —de esa extraña felicidad que proviene de los horizontes
y de los detalles. Pues bien, ese detalle es lo que le da verdad al desierto,
ese detalle es la letra que representa tan solo su propia existencia, su propia
necesidad. Pero una necesidad abierta
y producida en y por la hoja en blanco. Es el sinuoso cuerpo de Florencia
Bergallo, ese cuerpo por el que transitan las respiraciones de los muertos, los
gestos del pasado, la vida de los fantasmas. Sin embargo, es un cuerpo que se
contorsiona en el desierto, en la lejanía propia de todo desierto, para
determinarlo, para singularizarlo, para detallarlo. Ella es un hermoso detalle
en el desierto, como cualquier recuerdo. Y esto hace de su cuerpo una inmensa
oscilación entre lo infinito y lo finito, precisamente la misma oscilación de
la memoria y del olvido, de la vida y la muerte —cabría preguntarle a la obra
porqué esta oscilación tiene siempre la forma del tormento y del sufrimiento. En
este sentido, la blancura escénica y el cuerpo detallado pierden su diferencia
y, tal como la letra y la página blanca, se entreveran en la escritura. Se
entreveran en la historia —historia
como la del desierto, esto es, sin final ni principio, historia llena de
pequeños remolinos arenosos que cada tanto dibujan un rostro en la arena o
también un mapa. El cuerpo escénico —donde la luz, el ambiente sonoro, la
actriz, la escenografía blanca, los objetos— es “usurpado” constantemente por
los fantasmas del pasado y sus coreografías, sus escrituras. Es más, el cuerpo
escénico es esa usurpación originaria en la cual, desde siempre y desde Lejos, esos fantasmas han bailado desde
siempre. Por esta razón, la pieza dirigida por Marina Sarmiento es, como la
memoria, un reencuentro con esa danza milenaria. Un reencuentro con la representación originaria de cualquier
escena.